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1.

Eric Sams nació en 1926 en Londres pero se crió en Essex. Aficionado desde la infancia a los rompecabezas, después de graduarse en Cambridge, se alistó en el MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia Británico, donde trabajó como criptógrafo. Cuando era estudiante, el gobierno británico había impulsado un plan, ideado por Churchill, para reclutar jóvenes en los servicios de inteligencia. En el proceso de selección le preguntaron si sabía jugar al ajedrez, si era bueno con las palabras cruzadas y si podía descifrar una partitura. Durante ese cuestionario sintió por primera vez que la música y la criptografía estaban emparentadas. Más tarde llegó a la conclusión de que su interés por ambas “provenía de un mismo impulso”. Los asuntos de la guerra lo obligaron a aprender el idioma del enemigo y a partir de entonces se interesó por el repertorio del lied alemán, tema que ocupa una buena parte de su bibliografía: The Songs of Hugo Wolf (1961), el primer trabajo completo en lengua inglesa sobre Wolf; The Songs of Robert Schumann (1969) y Brahms Songs (1972). También se dedicó al estudio de la vida y la obra de Shakespeare, sobre el que escribió dos libros. Pero donde más se destacó fue en el campo de la criptografía musical donde se le reconoce su mayor aporte a la musicología.

En agosto de 1965 apareció en la revista The Musical Times, Did Schumann Use Ciphers?, el primero de una serie de artículos que dedicó a la criptografía en la obra de Robert Schumann. Aunque parecía verosímil, la hipótesis del artículo era arriesgada. Es cierto que Schumann había hecho un uso evidente de cifras musicales, es decir, que usaba letras o nombres para crear sus melodías. Pero Sams estaba convencido de que el compositor había encriptado en sus obras el “nombre con el que estuvo más implicado a lo largo de toda su vida emocional”, el de su esposa Clara. Según la nomenclatura alemana, Clara sólo tiene tres letras musicales, la c y las dos a, que corresponden a un do y dos la respectivamente. Según su razonamiento, Schumann tuvo que haber asignado un sonido a cada una de las dos letras restantes. Después de proponer una solución más o menos arbitraria, un si para la l y un sol sostenido para la r, el musicólogo fue a las partituras dispuesto a comprobar su hipótesis. Encontró el motivo do, si, la, sol sostenido, la, en la canción Die Lotosblume del ciclo Myrthen, el regalo de bodas que Schumann le hizo a su esposa; en Liederkreis para canto y piano; en los Davidsbündlertänze de 1837 y en muchos otros ejemplos. A pesar de que reconocía que esas notas, a las que llamó “motivo de Clara”, formaban una melodía por tonos muy común en la música, se inclinó por pensar que su “persistente y ubicua presencia en forma definida en obras asociadas a Clara” eran “más que una coincidencia”.

Pero Sams, en una serie de artículos posteriores, llegó más lejos. El si y el sol sostenido que, según su hipótesis, Schumann asignó a la l y la r, no podían ser arbitrarios. Con esta premisa, como quien despeja la incógnita de una ecuación, dedujo una tabla en la que a cada nota de la escala diatónica le correspondían tres letras del alfabeto. Para entonces parecía estar buscando un sistema que le permitiera convertir las notas en letras, en signos disimulados con música. Si el primer motivo le había servido para encontrar el nombre Clara en muchos pasajes, con este nuevo método llegó a descifrar una cantidad asombrosa de mensajes ocultos. Así encontró “Paganini” en la pieza homónima del Carnaval; “Eduard”, el nombre del hermano de Schumann, en las Nachstücke; “te amo”, en una melodía enviada por Schumann a Clara en una carta; “Hermann”, “Dorothea” y “Clara” en la obertura Hermann y Dorothea, entre muchos otros. Después de la publicación de los primeros artículos, Sams recibió algunos comentarios escépticos de parte de los lectores de la revista. Muchos estudiosos juzgaron que era posible que Schumann tuviera una cifra para Clara pero reconocieron que el musicólogo “había ido demasiado lejos”. Aunque la teoría no corrió la mejor de las suertes, tampoco fue descartada del todo.

El retiro anticipado, gracias a los servicios prestados al ejército, le permitió a Sams instalarse hacia el final de su vida en Sanderstead, a las afueras de Londres. Ya jubilado solía manejar hacia la Biblioteca del Museo Británico donde tenía acceso directo a los estantes. Bajo la luz tenue de una sala de lectura, manipulaba con calma el manuscrito de algún compositor del siglo XIX, como si su caligrafía ocultara un secreto. “El mundo es una especie de gran colección de archivos”, decía. Para él una buena parte de esa colección estaba “aún en la oscuridad, esperando por ser descifrada.” Su muerte en 2004 interrumpió la preparación de un volumen dedicado al estudio de los últimos años de Shakespeare. La página dedicada a su memoria, ericsams.org, en la que se pueden consultar sus artículos y entrevistas, muestra imágenes de Sams recortadas con la forma de un rompecabezas.

2.

John Daverio nació en Pennsylvania en 1954. Era hijo único. Su padre, también llamado John Daverio, era un albañil de origen italiano que trabajaba en una siderúrgica. Desde joven se dedicó al violín y en los 70 ingresó a la Universidad de Boston. Cuando se fue a la universidad dejó todas sus cosas en la casa paterna. Libros, cientos de discos y algunos de sus ensayos sobre música escritos en la juventud que su madre, que también era de origen italiano, dejó para siempre intactos como el resto de la habitación. Cuando tocaba con alguna orquesta buscaba alusiones y afinidades en las melodías, comparándolas unas con otras y en esas experiencias fue definiendo su interés por la musicología. Como profesor era muy apreciado por sus alumnos y colegas que lo describían como una persona afable, puntual y responsable, muy dedicada a su trabajo.

Al comienzo de su segundo libro, Robert Schumann: Heraldo de una nueva era poética, de 1997, confesó su admiración por el difundido ensayo de Roland Barthes, Amar a Schumann, un texto breve que define que ser schumanniano es “asumir una filosofía de la Nostalgia”, al contrario de lo que implica ser wagneriano, beethoveniano o mahleriano, es decir, desear “las bellas imágenes de los grandes conflictos”. Según Barthes esa preferencia de su época por el “paroxismo de las masas” había erosionado el valor de la interioridad: “Schumann es realmente el músico de la intimidad solitaria, del alma enamorada y enclaustrada, o sea, del niño que no tiene más que a su madre”. Daverio amaba entonces a Schumann como Barthes, incluso a riesgo de ser acusado por esa “filosofía de la nostalgia” y en la conclusión de su libro cuenta que estaba sentado en un café de la Avenida Commonweatlh en Boston preguntándose si ese era el lugar indicado para pensar en Schumann, en sus ideas y en su música cuando entendió que sí, “porque la música de Schumann todavía puede inspirar un sentido poético en una época que, en su mayoría, carece de poesía”.

En Crossing Paths (2002), un libro en el que indagó las influencias recíprocas entre Schubert, Schumann y Brahms siguiendo “la crítica cultural de Walter Benjamin”, se propuso refutar la teoría de Eric Sams. Partiendo de los casos más explícitos en los que Schumann utilizó nombres para sus temas, como en el Carnaval Op. 9 basado en las letras Asch-scha, o en el Tema y variaciones sobre el nombre Abegg y en otras obras similares, demostró que los procedimientos son más bien juegos que no tienen la intención de ocultar un mensaje. Su característica principal es el uso de cifras musicales que pueden adaptarse con facilidad a una melodía tonal simple. Según Daverio, Schumann pudo haber tenido la intención de retratar a Clara Wieck pero no a través de criptogramas y el verdadero problema es que el retrato que surge de la hipótesis es falso. El criptógrafo maniático, introvertido propuesto por Sams se parece más al personaje recluido de El Escarabajo Dorado de Poe que “al gran observador del mundo de la infancia, al burgués moldeado en la tradición popular, al conservador de las formas artísticas tradicionales, al poeta, más cercano a los juegos de salón y los pictogramas del período Biedermeier”, rasgos que para él definían al compositor.

La refutación es convincente. También es cierto, como afirmaba con razón Daverio, que Schumann no se parece en nada al personaje de El escarabajo dorado. Sin embargo sí tiene una afinidad con Poe, sobre todo en la forma de refugiarse en la imaginación para huir del mundo real. Por eso se suele decir que Schumann es un compositor para la adolescencia o para los eternos adolescentes que buscan en el arte una forma de evasión. Esa evasión sistemática y ese exceso de vida interior, además de las consecuencias de una fase avanzada de la sífilis, son algunas de las causas por las que se precipitó su colapso mental de 1854. Se sabe que el compositor intentó suicidarse tirándose al Rin y de no ser por un pescador que lo sacó del agua hubiera muerto de hipotermia. Después tuvo que ser trasladado a un asilo mental de Endenich en el que vivió hasta su muerte, perseguido en su delirio paranoico por un personaje llamado Némesis. La evasión de Schumann, su fuga de la realidad, puede hacernos pensar también en los musicólogos, esos personajes cómicos pero también trágicos, esos hombres y mujeres necesarios, sacrificados y neuróticos, separados cien o doscientos años de su materia, que dedican su vida a un período musical o a un compositor y que a veces parecen caminar en círculos, como acercándose o alejándose, sin darse cuenta, de su objeto de estudio.

El 16 de marzo de 2003, cerca de las nueve de la noche, la cámara del lobby de la Universidad de Boston captó la imagen de Daverio saliendo por la puerta principal. Había dejado la billetera y la valija en su oficina y según había dicho salía a fumar un cigarrillo. Iba con una campera roja y una bolsa de plástico blanca en la que, según los investigadores, “seguramente llevaba un libro”. Nunca más lo volvieron a ver. Desde ese momento empezó una búsqueda en la que participaron las autoridades locales, los alumnos y los profesores de la universidad. Todo indicaba que había tomado el camino hacia el río Charles, un río helado rodeado de campus universitarios que por las noches, a pesar de la época primaveral de abril, puede alcanzar temperaturas bajo cero. Un mes después de la desaparición, cerca de un muelle de madera en la ribera opuesta donde amarran los botes del equipo de remo, encontraron su cuerpo flotando en el agua.

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Los investigadores del caso confirmaron que se había ahogado. Según el análisis forense se descartó que hubiera alguien más involucrado y, unos días después, un periodista del Boston Globe sugirió que Daverio había querido matarse imitando el famoso intento de suicidio de Schumann. “Los biógrafos”, decía en su artículo el periodista, “son conocidos por volverse devotos y hasta obsesivos con su materia”. Otro musicólogo de la universidad, que confesaba haber evitado el camino del río por temor a encontrarse con el cuerpo, había hecho de informante, reconociendo que la hipótesis del suicidio se comentaba por lo bajo en los pasillos de la universidad. Sus amigos más cercanos, convencidos de que había sido un accidente, calificaron esta teoría como “algo ridículo, novelesco, que simplemente no encaja con la realidad”. La bolsa blanca que Daverio llevaba en la mano al salir de la universidad nunca fue encontrada////PACO

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