Cuando el traficante de películas occidentales Teodor Zamfir dice, casi al final de
Chuck Norris vs. Communism, que porque el régimen comunista rumano creía que las películas de Hollywood eran una «banalidad», entonces como régimen había sido incapaz de prever que su propagación iba a “sacudir al sistema”, lo que Teodor Zamfir en realidad erra en reconocer es que, precisamente porque las películas de Hollywood son una banalidad, son tan necesarias como las invariables eternas de cualquier ideología, incluida la comunista. ¿O no es la fantasía ‒cualquier fantasía‒ el suplemento invariable de cualquier deseo, incluido el comunista, y la esencia del hiato con la realidad a través del que intenta realizarse? Por supuesto, deducir desde ahí que la propagación subterránea del cine hollywoodense entre los rumanos haya socavado al régimen de Nicolae Ceaușescu revela, en realidad, un hiato distinto, probablemente mucho más obsceno, motivado por las fantasías más vulgares del capitalismo (a menos que uno crea que todos esos valores sobre los que opera el capitalismo son “naturales”, mientras que los valores sobre los que opera el comunismo son “ideológicos”; o, dicho de otra manera, a menos que uno crea que llamar por el primer nombre a un mandatario o a un gerente ‒y sobre todo a un mandatario que también es un gerente‒ es menos ideológico que llamarlo “camarada”).
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¿No es la fantasía el suplemento invariable de cualquier deseo, incluido el comunista, y la esencia del hiato con la realidad a través del que intenta realizarse?

Por otro lado, si como escribe el berlinés Frank Ruda, todavía es posible una “aspiración colectiva a un bien universal”, es probable que parte de “las coordenadas singulares de la situación histórica” de esa aspiración implique no desatender (una vez más) eso a lo que alude la intérprete rumana Irina Nistor ‒que dobló casi todas las películas que llegaban de contrabando a Rumania durante los años ochenta del siglo pasado‒ al mencionar lo que se experimentaba como “una necesidad de historias”. ¿O no habría vivido algunos años más la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas si hubiera tenido la astucia para crear su propio Walt Disney World? Al fin y al cabo, no todo es control estatal sobre la información y dura disciplina de trabajo, y si en Corea del Norte ningún visitante extranjero puede andar sin un “traductor” encima las veinticuatro horas ‒una de las desventajas de la ausencia de una tecnología como la que ofrece Google y de un aparato de espionaje menos presencial, como el que empleaba a Edward Snowden en los Estados Unidos‒, también vale la pena tener en cuenta la hipótesis de otra película sobre los deseos universales de libertad del occidente capitalista, How The Beatles Rocked the Kremlin, en la que Lennon y McCartney sirven como explicación ‒y sin duda lo fueron en parte‒ del hundimiento de Lenin y Trotsky. El fruto de un trabajo a plazo más largo, claro, porque Rusia no es Rumania.

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Si todavía es posible una «aspiración colectiva a un bien universal», esa aspiración implica no desatender lo que la intérprete Irina Nistor llama «necesidad de historias».

¿Pero por qué el cine de acción? ¿Y por qué Chuck Norris, al que los rumanos transforman de manera espontánea (y más allá de que el documental le dedica más imágenes y comentarios a Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger) en el elemento sobredeterminado de sus recuerdos cinematográficos, aquel capaz de teñir al todo sin dejar de ser una parte del todo? Ese, en realidad, es el asunto de Chuck Norris vs. Communism. No que los rumanos no se encontraran clandestinamente a mirar en los livings de quienes tenían una videocasettera las películas de Konstantinos Costa-Gravas, ni que evitaran las películas románticas o las históricas o las de ciencia ficción, sino que prefirieran, que buscaran, que estuvieran dispuestos a pagar, sobre todo, para ver películas de acción. ¿Era tan notable el déficit de “violencia” en la Rumania de Ceaușescu, un país en el que había edificado su castillo el Conde Drácula, que los nobles ciudadanos comunistas necesitaban nutrir su imaginación a escondidas con la violencia imaginaria de Hollywood? Este es un asunto tan apremiante que incluso reduce el hecho de que la película más conocida de Chuck Norris sea una donde enfrenta de manera anacrónica a los comunistas en Vietnam (como si a los soldados capitalistas les faltaran escenarios bélicos renovables). El problema, al fin y al cabo, es el mismo que plantea para un hombre soltero sentarse en la barra de un bar speakeasy y descubrir que lo único que hay es un cementerio ginecológico itinerante de treintañeras solas que adoptan gatos: el problema de la correspondencia entre el concepto y la cosa, e incluso la posibilidad de que su encuentro resulte siempre fallido.

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¿Era tan notable el déficit de «violencia» en el país del Conde Drácula como para que los nobles comunistas rumanos necesitaran la violencia imaginaria de Hollywood?

Entonces, ¿qué representa la violencia de las películas de acción occidentales sino una afirmación permanente de que la venganza es un factor primitivo, abyecto y peligroso que se opone a la universalidad de la justicia? ¿Y qué es la justicia, por su lado, sino uno de los “valores naturales” de la democracia liberal occidental? Chuck Norris pudo haber leído La Orestíada, e incluso puede haberle gustado, pero sin dudas Esquilo no es el tipo de guionista cuyas historias violentas garanticen secuelas infinitas como en las últimas siete películas de acción de Liam Neeson. Por otro lado, sin embargo, cualquiera que haya visto películas de acción y conozca (y ame) el género sabe, sobre todo cuando se trata de películas de la década de los ochenta, que en las verdaderas películas de acción lo que el héroe representa es la cruda materialidad de la venganza que se superpone a la idea de justicia ‒como dice Tom Cruise después de ejecutar a Werner Herzog al final de Jack Reacher, la mejor película de acción filmada en lo que va del siglo XXI‒, y que, aún más, es eso y nada más que eso lo que sublima el goce de las almas más bellas que contemplan el cine de acción, las mismas almas bellas que tienden a creer en la justicia aún cuando exista, apenas, en el plano algo menos intangible de las fantasías sociales.

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Pocos años después, Rumania se transformó en un país al que el capitalismo democrático y el liberalismo occidental lo abrazaron y lo estrangularon.

Chuck Norris vs. Communism, por su lado, liquida el problema de manera simple y brutal: en Rumania faltaban cosas ‒“era de lo único que se oía hablar”, recuerda alguien, “la falta de cosas y las largas filas para no conseguir nada”‒, de ahí que “el deseo de libertad” empezara a germinar fusionado a “la figura del héroe” (un héroe individualista de las cosas). Frente a esa fantasía cristalizada en una demanda revolucionaria, no hubo ninguna fantasía comunista, incluyendo la pasión igualitaria, la idea de justicia, la voluntad de acabar con las trampas en el servicio de los bienes, la erradicación del egoísmo, la intolerancia ante la represión “y el deseo de que el Estado desaparezca”, en una de las enumeraciones de Jodi Dean, capaz de superar a la fantasía de su antagonismo fundamental, el capitalismo. El desenlace de ese conflicto es público y los detalles pueden leerse en Wikipedia y verse en YouTube: el comunismo en Rumania, igual que en Rusia, fue aniquilado. Y acusados del genocidio de 60.000 personas, Nicolae Ceaușescu y su esposa Elena Petrescu fueron fusilados en la Navidad de 1989. Unos años después, Rumania se transformó en un país al que el capitalismo democrático y el liberalismo occidental lo abrazaron y lo estrangularon, y hoy los rumanos son considerados una de las peores escorias sociales y económicas de Europa. A propósito: dicen que las últimas palabras de Ceaușescu fueron “¡viva la República Socialista de Rumanía! ¡La Historia me vengará!”//////PACO