Aunque sobre el escenario se limitaba a la ejecución de su instrumento y algunos coros, Chris Squire (1948-2015) fue ‒junto a Steve Howe‒ el creador de algunas de las catedrales más importantes del rock sinfónico del siglo pasado. Hijo de un taxista del North-West London, empleado en un local de Boosey & Hawkes después de que lo expulsaran del colegio por llevar el pelo largo, bajista autodidacta, marido de tres esposas, padre de cinco hijos ‒entre los que se cuenta un “Chandrika” y una “Xilan”‒, fundador y partícipe de toda la discografía de Yes ‒una banda que a lo largo de casi medio siglo cambió cantantes y guitarristas y bateristas y pianistas pero nunca al bajista‒, Chris Squire es coautor de temas como “Starship Trooper” y “I´ve Seen All Good People”, piezas a las que si por algún motivo el rock sinfónico tuviera que ser reducido drásticamente, podría sobrevivir con fuerza suficiente para volver a dividirse y multiplicarse. Contrastando con los tonos más señoriales de sus voces el sonido castrato de Jon Anderson ‒que en una pausa durante su última presentación solista en Buenos Aires dijo que “como todos sabemos, la música viene del espacio exterior”‒, el bajo de Chris Squire y la guitarra de Steve Howe son las columnas sonoras y espirituales de Yes, y la medida exacta de todo su poder musical. “Starship Trooper”, por su lado, es la pieza más celebrada de Yes ‒la más famosa probablemente sea “Hold on to Love”, casi una canción pop‒ y la que, donde fuera que sonara, despertaba la ansiedad más particular de los fans de Squire (yo vi a los hombres que en las primeras filas del Teatro Ópera o el Luna Park celebraban nada más que los bajos de Squire, y no eran necesariamente los hombres con el pelo más gris o más invisible).

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“Starship Trooper” y “I´ve Seen All Good People” son piezas a las que si el rock sinfónico tuviera que ser reducido, sobreviviría para volver a dividirse y multiplicarse.

Descendiente directo de la música experimental de los años sesenta y de una especial disposición hacia las posibilidades creativas en el estudio, Chris Squire fue uno de los primeros en transformar el sonido de su Rickenbaker 4001 en una maquinaria de vibraciones calculadamente distribuidas a través de amplificadores divergentes, frecuencias sonoras inéditas y un extenso abanico de efectos de sonido ‒creados en su época de manera artesanal‒ como los que dispone cualquiera de las pedaleras que usa el más amateur de los iniciados. En ese sentido, la creación del sonido y la existencia de Yes son dos eventos que se fusionan en la experiencia lovecraftiana de ver emerger, erguirse y desaparecer desde las profundidades del silencio a un enorme monstruo hecho de música por momentos barroca y por momentos salvaje, con tejidos de estridencias armónicas y compases recargados y otros donde el romanticismo, el jazz y el rock se fusionan a partir de letras new age sobre las trascendencias místicas de la naturaleza. En suma, una experiencia a lo largo de todos los pliegues y todos los abismos de la música conceptual. Y aunque las grabaciones de Yes son justas como registro de su capacidad musical, más colosal ‒y más inquietante‒ es que la experiencia de esa creación pudiera ocurrir en vivo. Y esto solo requiere algunas precisiones. La primera vez que uno presencia a Yes no se puede dejar de pensar que su música es algo tal vez demasiado cercano a las artesanías de un laboratorio, una reconstrucción denodada de casi todas las posibilidades del sonido humano en clave vanguardista.

Ver en vivo a Yes es un espectáculo parecido a lo que mostraría una cámara fija en la sala de trabajo de Wernher von Braun.

La segunda vez, en cambio ‒Yes visita Buenos Aires cada pocos años; de hecho, Rick Wakeman tocó incluso durante la guerra de Malvinas‒, lo que se abre es la oportunidad de empezar a valorar la destreza de la ejecución. Eso significa presenciar la tekhné del artista, y ser testigo de la relación virtuosa de continuidad entre un cuerpo y un instrumento: el instante en el que surge la capacidad de inventar una realidad nueva. En vivo, Jon Anderson, Chris Squire, Steve Howe, Rick Wakeman y Alan White ‒por ubicar una de las formaciones más canónicas de la banda‒ no transmiten la emoción alegre de los músicos pop; sí transmiten, en cambio, la magnificencia de los científicos inspirados, capaces de crear vida donde antes de su llegada no había nada. Ver tocar en vivo a Yes es un espectáculo sonoro parecido al perfecto funcionamiento de los eslabones de un reloj suizo o ‒para volver al halo lovecraftiano‒ a lo que mostraría una cámara fija en la sala de trabajo de Wernher von Braun. Algo parecido a lo que transmitían los desfiles multitudinarios de los ejércitos soviéticos y a la elasticidad perfecta de una pantera lista para cazar. Una fuerza natural, y sin embargo ominosamente apabullante (donde lo ominoso es la armonía perfecta y la mecánica precisa; la sensación de que, aunque pueda verse y escucharse, lo que se ve y se escucha no parece del todo posible).

Si la teatralidad del rock progresivo y todos sus ornamentos glam ‒las capas, como las que todavía usa Wakeman, y los maquillajes y los vestuarios‒ habían quedado cronológicamente fuera de juego sobre los escenarios, Yes aprendió a compensar el déficit de la espectacularidad del show con ejecuciones cada vez más estetizadas y solos cada vez más elaborados, un proceso que evolucionó hasta alcanzar combinaciones astronómicas de egomanía y virtuosismo (cuando una vez le preguntaron a Eric Clapton por qué Cream había dejado de funcionar dijo que la competencia en escena entre ellos era inaguantable). No es poco habitual que Steve Howe levante las manos de sus guitarras nada más que para hacer el gesto de que no está escuchando aplausos suficientes para él, como tampoco era extraño que Chris Squire se acercara con desdén a la batería a tomar algo segundos antes de algún solo majestuoso que podía tocar rigurosamente quieto, improvisando algunas patadas al aire o recorriendo paso a paso todo el escenario ‒según el entusiasmo que percibiera su radar particular‒, y todo eso mientras la resonancia de su bajo hacía vibrar el cuerpo de cualquier objeto a su alrededor (y esta no es una metáfora sensible: durante el solo a partir del sexto minuto de “Starship Trooper” el bajo estaba calibrado para hacer vibrar cada tejido blando de los cuerpos a su alcance).

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El bajo de Squire estaba calibrado para hacer vibrar cada tejido blando de los cuerpos a su alcance.

La sofisticación perversa de un arte que más allá de cualquier carisma exige aplausos al mismo tiempo que obliga al silencio contemplativo probablemente es un fenómeno atractivo de por sí, y un fenómeno al que el público de Yes ‒a lo largo de por lo menos tres generaciones‒ está habituado. La música de Yes no es más que la oportunidad de entender de qué se trata esa fuerza algo sádica a partir de la que Kant definía lo sublime: un objeto cuya representación determina a la mente a que contemple la elevación de la naturaleza fuera de nuestro alcance ‒y ahora viene la parte clave‒ como equivalente a una presentación. Como todos sus compañeros, Chris Squire también “se embarcó en proyectos solistas”, que sin embargo no terminan de ofrecer la magnificencia de su trabajo en grupo. ¿Y cómo funciona un grupo que a pesar de sus largas disputas personales, comerciales y profesionales no se desintegra nunca? Si hay algo tal vez más lovecraftiano que los colosales monstruos de sonido de Yes, eso habría que buscarlo en la extraña condena de sus miembros a tolerarse, probablemente más allá de su voluntad, para poder seguir haciendo música y llenando estadios y grabando discos (lo único que los Beatles no lograron). La constitución faustiana de esa sociedad minada por los cambios y las reconciliaciones ‒sobre la última vez que lo reemplazaron antes de una gira, Jon Anderson dice que se enteró por el comentario de amigos‒ le deja al mundo 21 discos de estudio, 10 discos en vivo, 32 compilaciones y 34 singles. Una obra soberbia y genial en el sentido más amplio de la soberbia y en el sentido más amplio de la genialidad//////PACO