En una entrevista, Don DeLillo dice que escribir es una forma de encontrar maneras más rigurosas de pensar. Y antes de detallar su método de trabajo, que en un momento incluía sobre el escritorio una foto de Jorge Luis Borges, remarca que hasta los treinta años, mientras se dedicó a la publicidad, no había tenido noción de lo que requería ser un escritor en serio. Esa seriedad de la que habla DeLillo no es de las que necesitan una cara circunspecta y cierto sentimiento trágico, sino tomarse el trabajo sobre el lenguaje con la severidad material que requiere. Y a casi medio siglo de su primera novela,
Americana, todavía es esa combinación de pensamiento, escritura y trabajo la que hace que Cero K confirme casi sin fisuras el aura de “consagración” sobre un escritor a punto de cumplir los 80 años. ¿Pero qué es lo que concentra sus pensamientos en una obra hecha, hasta el momento, de diecisiete novelas? Él mismo lo puso en palabras después del 11 de septiembre de 2001, cuando la ciudad en la que había nacido y pasado toda su vida temblaba. En un país en guerra contra un enemigo nuevo, DeLillo mencionó lo amenazador que resultaba para los terroristas “el poder de la cultura americana para penetrar cada pared, hogar, vida y mente”.

9788432229169

DeLillo vuelve a las formas en que la modernidad, desde que el nazismo desnudó para siempre que no hay absolución ni neutralidad en la ciencia, encarna una experiencia excesiva y, al mismo tiempo, incompleta.

Cero K, a partir de ese epicentro reflexivo, vuelve a concentrarse en las formas en que la modernidad, al menos desde que el nazismo desnudó para siempre que no hay absolución ni neutralidad en la ciencia, encarna una experiencia excesiva y, al mismo tiempo, incompleta. Algo de lo que ya nadie está excluido en ningún lado. Eso significa que, igual que pensadores como el filósofo John Gray, DeLillo entiende que la noción de modernidad en la que vivimos es en sí misma una promesa de plenitud a realizarse siempre en un futuro inalcanzable. Y, en la novela, entre el viejo Ross Lockhart y su hijo treintañero Jeffrey ese conflicto se define entre los fastuosos dividendos del mercado global y un ansia inalcanzable de trascendencia, “la promesa de una intensidad lírica que rebasaba la experiencia normal”. Sin embargo, también es ahí cuando, en lugar de ceder su historia a la ciencia ficción y narrar los muchos detalles de una nueva religión de acervo científico capaz de prolongar la existencia de sus fieles, DeLillo hace un giro astuto. ¿Y si el verdadero problema fuera un padre capaz de volverse inmortal para su hijo? Esa es en Cero K una de las preguntas esenciales por debajo de la simple crítica a una tecnología con el poder inminente de congelar enfermos “a una temperatura de menos doscientos setenta y tres coma quince grados centígrados” hasta que la medicina pueda sanarlos y devolverlos a la vida.

Don-DeLillo-xlarge_trans++6sl0PMcqPKYfYzP4XwNXrm07QTvTgRHNz-gQ-gQnMTo

¿Y si un existencia atrapada en “un aire sin peligro” y “fuera del alcance de los instintos combativos y de la desesperación sangrienta” no fuera una existencia verdadera ni deseable?

Bajo ese conflicto retorna también buena parte de lo que DeLillo escribió en novelas como Fascinación y Ruido de fondo, acerca de lo que la industria del espectáculo y del conocimiento comparten con lo más primitivo del inconsciente humano, o Cosmópolis, donde la especulación del capitalismo financiero es incapaz de entender un patrimonio. Pero lejos de las conspiraciones geopolíticas de Libra y cerca de las sombras familiares de Submundo, para dar una noción del arco bajo el cual DeLillo piensa la experiencia moderna, Cero K también abre todo aquello que hoy se gesta entre científicos y filósofos posthumanistas reales en otra pregunta. ¿Y si un existencia atrapada en “un aire sin peligro” y “fuera del alcance de los instintos combativos y de la desesperación sangrienta” no fuera una existencia verdadera ni deseable? Ambientada entre un páramo en lo profundo del Cáucaso, donde Ross Lockhart construye su palacio personal de la inmortalidad, y en la ciudad de Nueva York, donde su hijo Jeffrey descubre que también existe una paleta de grises en la vida erótica adulta, DeLillo retrata esa segunda pregunta, a veces, con una sola imagen magistral. “Estábamos en un taxi porque Stak se negaba a ir en metro. El calor bárbaro y el hedor en los andenes. La espera, de pie. Los vagones abarrotados, las voces de megafonía, los cuerpos tocándose. ¿Acaso era una de aquellas personas que se negaban a todo lo que se suponía que teníamos que tolerar a fin de seguir manteniendo precariamente el orden común?”//////PACO