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Catálogo animal y altura en Busqued

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1. Un día Cetarti recibe un llamado de Lapachito, Chaco. Está en su departamento de Córdoba mirando un documental que transmite Discovery Channel sobre calamares gigantes en el Golfo de México. Por teléfono le avisan que su padrastro asesinó a su hermano y a su madre y después se suicidó. Cetarti viaja a Lapachito para identificar los cadáveres. Así conoce a Duarte, un suboficial retirado de la Fuerza Aérea que le propone cobrar un seguro a medias. Duarte es coleccionista de pornografía dura, arma aviones a escala y se dedica a secuestrar gente con la ayuda de Danielito, una especie de doble de Cetarti. La historia está contada de forma monocorde y evita deliberadamente las descripciones. El narrador en tercera persona no desliza juicios morales. ¿Por qué debería hacerlo? Desde el principio en Bajo este sol tremendo, su primera novela, editada por Anagrama en el 2010, Carlos Busqued instala al monstruo. El calamar gigante que es pescado en las primeras líneas reaparece a lo largo de toda la trama como personaje central, ligado a su naturaleza violenta, a su esencia de animal inescrutable y peligroso.

“Los clavos se aferran al tracto digestivo del animal y así podemos traerlo a la superficie sin que en el esfuerzo por escapar se despedace. Son muy voraces y tienen hábitos caníbales, más de una vez el calamar que sacamos al bote no es el que tragó el señuelo, sino uno más grande que se está comiendo al que mordió originalmente.”

El primer párrafo de la novela pone las bases del viaje hacia un abismo que puede ser escatológico, pero también metafísico. Anzuelo con clavos en el tracto intestinal, lo blando autodespedazándose presionado por la pulsión de supervivencia, la voracidad que lleva al canibalismo. Se podría decir que la novela entera, o al menos su pathos, está en ese primer fragmento. El estilo, que recuerda la voz en off de los documentales televisivos, resulta central. El segundo párrafo que aparece moldeado en esa voz refuerza y completa el primero.

“(…) estos predadores de hasta dos metros de largo tienen mucha fuerza y cuando llegan al bote están furiosos. Cada temporada del Humboldt hay accidentes donde mueren pescadores. Esos animales comen con ferocidad, siempre tienen hambre y son sumamente agresivos.”

El calamar, por su parte, no está solo. Busqued presenta una variopinta colección de animales y bestias. Insectos muertos acumulados en un cajón, toros furiosos, ajolotes impávidos en peceras sucias, perros agresivos, elefantes asesinos: el catálogo es amplio. Desde el flujo onírico de la pantalla, pero también desde los avatares de la vida doméstica misma, Bajo este sol tremendo se presenta no tanto como un remix del bestiario medieval o una apelación a la taxonomía dieciochesca, sino como una novela-animal o una novela-bestia. En ese mundo, la bestia se expande y modifica la vida de los hombres mientras la atraviesa. Así, sus habitantes se nos presentan sometidos al influjo directo de lo natural, dominados por las pulsiones, ajenos a los entramados de la conciencia. Pese a todo, hay lugar para la curiosidad y el asombro, y también para la especulación y el análisis. Dos ejemplos. Los tres protagonistas discuten más de una vez las posibilidades de que un elefante imite con la trompa el llamado a la puerta de un ser humano. Y Duarte señala la “elasticidad del cuerpo humano” mientras le muestra a Cetarti una película porno donde un grupo de hombres le mete un palo en el culo a una vieja.

Dentro de este fácilmente identificable catálogo animal, que está lejos de ser homogéneo, es posible separar dos series. Por un lado se abre la dimensión mítica, no necesariamente fantástica, pero sí revestida de una distancia que la exotiza. Es la serie que vive en la televisión, en los programas de Animal Planet y Discovery Channel, que aparece con las mismas características en la prensa gráfica a la que podríamos llamar “especializada”, como la revista Muy Interesante, o en la masiva, como es Reader’s Digest. Esta zona de divulgación, que es ATP, rápidamente se vuelve siniestra y el discurso informativo deja de funcionar como tal para presentar una máscara expresionista. Los elefantes se rebelan contra sus amos. Los calamares acechan. Ambos asesinan. Esta idea de siniestro televisivo se refuerza cuando identificamos la segunda serie animal, que podríamos llamar “serie de las bestias de la vida cotidiana” o directamente “serie doméstica”. ¿Qué incluye? La serie doméstica está lejos de ser la serie inofensiva. Los dos perros dogos de la madre de Danielito pesan más de treinta kilos y se ponen agresivos con sus dueños al punto de que hay que sacrificarlos. El buey que se escapa del matadero lastima a los hombres que lo persiguen. Incluso los animales más pequeños son inquietantes, desagradables o peligrosos. La colección de bichos muertos – que incluye pájaros y ratones– le termina dando una patada eléctrica a Cetarti cuando intenta removerla de lo que, en el fondo de la casa de su hermano, es “una pequeña selva de pasto crecido”. El ajolote heredado aparece como un “pez extraño”, estático pero inquietante, sobreviviendo en la pecera de agua turbia. Marcando una línea conceptual fuerte, los únicos animales en apariencia inofensivos y sin carga negativa son los peces carassius que aparecen en el segundo capítulo. Cetarti viaja a Lapachito, se olvida de darles de comer y cuando regresa están muertos. Esa muerte por desidia es la que inaugura las series de monstruos de la novela y la novela misma.

2. De la vida mítica en la televisión y las revistas a los animales de la vida doméstica da la impresión de que las series corren en paralelo y, si se influencian y relacionan, no se tocan. Sin embargo, hay una escena donde se acercan, incluso se superponen. Este encuentro genera un plus, abre un hiato que es ajeno a la estructura dual de la novela. Duarte le cuenta a Danielito que, mientras estaban de servicio en Tucumán con su padre, habían abierto una lampalagua y adentro tenía un chanchito. Según Wikipedia, “lampalagua” es el nombre que se le da a la boa constrictor occidentalis en algunas regiones de Latinoamérica. Una serpiente de hábitos solitarios y nocturnos que mata por estrangulamiento y luego devora sin masticar. Como los calamares Humboldt, cuya voracidad fue comentada, esta lampalagua realiza un acto de una violencia extrema: comerse a otro animal entero. La escena no pertenece a la serie de bestialidad doméstica, sino que parece influenciada por la serie mediática, a la que tampoco pertenece ya que se trata de un relato oral, una anécdota que no reside en ningún medio de comunicación. ¿Dónde se ubica, entonces, la lampalagua narrada por Duarte? Al final del capítulo 33, que comienza con la destrucción de los perros a manos de Danielito, Duarte recuerda unas fotos mientras mira en Animal Planet un documental sobre las serpientes en el Chapare boliviano.

“–Ah –dijo señalando arriba de un estante–, ahí están las fotos de la lampalagua que encontramos con tu viejo.

Danielito fue hasta el estante y agarró un fajo de fotos viejas, en blanco y negro. La primera mostraba a cinco hombres que alzaban el cadáver de una lampalagua de casi seis metros de largo. Tres de los hombres estaban con uniforme del ejército, los otros dos vestían mamelucos de vuelo, sin tiras de grado a la vista: uno era Duarte y el otro era el padre de Danielito. Su padre miraba para abajo, como evaluando la textura de la piel de la víbora, o algún detalle por el estilo.

–La pasamos por arriba con una de las camionetas, primero pensamos que era un caño. Atravesaba el camino, no se veía ni la cabeza ni la cola. La camioneta no le hizo nada, la tuvimos que matar de un tiro.

Otras fotos documentaban la apertura del estómago de la lampalagua, del que efectivamente habían extraído un lechoncito entero.”

Arriba del estante, las dos series del catálogo animal de Busqued se cruzan. Por sus características, las imágenes pueden aspirar a ocupar un lugar en ambos universos. Son fotos, pero privadas, no salieron en una revista. El animal es exótico y excepcional, no se lo puede tocar, no es doméstico o domesticable –de hecho, se come a un animal de granja–, pero Duarte y su padre, que son personajes de lo cotidiano, están ahí, examinándolo. Así, la bestialidad se duplica, se expande. Podemos decir que arma un puente, un umbral de reconocimiento. No se trata del único momento en que ambas series confluyen. Se rozan, por ejemplo, cuando los recurrentes elefantes asesinos encuentran una correspondencia en la elefanta donada al zoológico por un circo de provincia, donde había sido disciplinada con una plancha electrificada para que aprenda a bailar. Sin embargo, en la foto hay algo que hace que la escena sea excepcional. De esa lampalagua que comparte y anuda la serie mítica con la doméstica se abre, en el momento en que Danielito mira las fotos, la posibilidad de otra serie, una tercera serie, acotada, que no se desarrolla, que queda de alguna manera trunca, aunque se expanda y contagie toda la novela. El relato de la boa que se come el lechoncito pertenece, entonces, al catálogo de monstruos. Pero enseguida se da un salto e inaugura otra serie de bestialidad. Danielito no se detiene en la foto inicial. Atrás del retrato de la lampalagua, en el mismo sobre, encuentra una foto de Duarte y su padre bajo el ala de un Cessna Skymaster pintado de gris y sin identificación. Se los describe vestidos con los mamelucos de vuelo y con anteojos Ray Ban. Al avión le falta la puerta del piloto. Mientras Danielito mira esa foto, suena el teléfono y entonces Duarte, que ya está ido por la marihuana –y esto es clave–, se desentiende del todo. Mientras habla por teléfono con Cetarti, Danielito, sin control ni supervisión, sigue mirando.

“Esas fotos estaban sueltas, puestas arriba de un sobre manila. Miró adentro y sacó otras fotos del mismo tamaño y textura que las anteriores, aparentemente reveladas del mismo rollo. Eran las típicas fotos de registro de instalaciones y equipamiento: calabozos, camionetas, una sala de reunión. Eran fotos de operativos rurales, con la mayoría de los milicos vestidos de civil. En una, de fondo se veía una camioneta cosida a balazos. Entre el guardabarros y el comienzo de la caja, que era la porción que se veía, Danielito contó nueve agujeros de un calibre muy grueso. Su padre estaba en cuclillas, descansando sobre la rodilla, el brazo derecho con la pistola (la misma pistola con la que él acababa de matar a los perros) en la mano. A su lado había tres personas acostadas, cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector. La última había sido sacada evidentemente de noche: una escena congelada en el fogonazo del flash. De vuelta estaban en el Skymaster. La puerta removida permitía ver el interior del avión. Duarte miraba a cámara pero sin posar, como si lo hubieran llamado antes de apretar el obturador.”

Aunque las dos primeras –las fotos que anudan los catálogos bestiales y que mueven la curiosidad de Danielito– ya estén afuera, todas las imágenes salen del mismo sobre de papel manila y del mismo rollo de película. Algunas palabras, “vestidos de civil”, “operativos rurales”, “calabozo”, determinan un área de lectura. El punctum de la foto lo dan las caras tachadas de los presos. Leída desde esa foto, la novela cobra otro sentido. Se pierde la mirada existencial y metafísica que sostenía hasta ese momento. Toda abstracción se ve relativizada. Lo que surge es un sesgo histórico y político. Resulta evidente –y si no es evidente, al menos es posible leerlo– que Duarte y el padre de Danielito participaron de los grupos de tareas que combatieron a la guerrilla en el norte argentino. El lugar, la provincia de Tucumán, y la época, fijada en la novela para el nacimiento de Danielito, coinciden con el accionar del Ejército Revolucionario del Pueblo. Es posible deducir un operativo de lucha anti-subversiva en la secuencia que organizan las fotos. Primero está el Cessna Skymaster partiendo en vuelo de reconocimiento. Después, los balazos en la carrocería de la camioneta como producto de un enfrentamiento. Está la foto de la captura, que es central en el relato, y finalmente la última imagen, la de un vuelo de la muerte, donde Duarte aparece retratado por sorpresa. Otros detalles resultan más o menos enigmáticos. ¿El avión no tiene la puerta del copiloto para poder tirar los cuerpos desde el aire? Como es previsible, las fotos no generan nada en Danielito, que las examina y las abandona. Sin embargo, tanto la escena como las fotos mismas, aunque no condicionen, sí resignifican posibles lecturas de la novela. ¿Cómo volver sobre los monstruos? ¿Cómo entenderlos después de esa escena? ¿Es Bajo este sol tremendo, entonces, una novela sobre el terrorismo de Estado y sus consecuencias? Entre otras cosas, sí, lo es, pero no comparte ninguno de los postulados blandos y previsibles con los cuales insisten y vienen insistiendo los operadores locales de los Derechos Humanos. Más bien va en una dirección contraria. El diálogo que Busqued entabla con la última dictadura y su accionar represivo es oscuramente metafórico, errático, lateral, lo cual llena a su novela, escrita con una prosa inequívoca y clara, de una vitalidad muy parecida a la voraz pulsión de supervivencia de sus animales.

3. Otro tema que recorre la novela, quizás de forma menos llamativa pero no por eso menos identificable, es la altura. Ya desde el título, es posible notar que Busqued escribe con un barómetro. Sus personajes siempre están sobre algo o debajo de algo. Y, mientras ellos y la trama se mueven a un nivel que podemos reconocer como nivel cero, los monstruos esperan, al acecho, el momento de emerger desde las profundidades. Así, el libro está lleno de animales que surgen y salen a la superficie. Este movimiento de ascenso no implica exclusivamente el fondo del mar y sus abismos. Cuando Cetarti entra en la casa de su hermano y enfrenta el abandono y la mugre, Busqued escribe: “Abrió cautelosamente una bolsa de nylon negro, como si algún animal pudiera salir de ella y morderle la mano”. Ese fondo del cual llegan cosas o bestias, por lo general, está sucio, es deficiente o directamente peligroso. Cuando Cetarti le señala el barro que cubre las calles calurosas de Lapachito, Duarte le cuenta que “subieron las napas” y que el contenido de las cámaras sépticas está “casi al ras del suelo”. El efecto de esta subida erosiona y hunde las casas y el pueblo. La descripción de Duarte es desoladora:

“Los pozos negros revientan, mucho de este barrito de la calle es mierda y meo de los pozos negros. Por eso se han muerto los árboles, se pudrieron todos el primer año. Hacé lavar el auto cuando te vayas, porque se te va a pudrir toda la chapa, hacele lavar bien los guardabarros por adentro, este barrito es veneno para la chapa de los autos.”

Veneno y excreciones, lo que viene de abajo en Lapachito es agresivo y corroe todo lo que alcanza. Y cuando Duarte le muestra sus películas pornográficas a Danielito también hace un comentario sobre la relación entre el fondo y la suciedad. Un hombre le introduce su miembro por el ano a una mujer y Duarte comenta: “La verdad es que no sé cómo es que les pueden meter algo tan grande hasta el fondo y que no salga sucio. Esa pija debe tener mínimo treinta centímetros. Por lo menos veintiocho”. En el mismo capítulo, un programa de Animal Planet informa que unos japoneses lograron filmar por primera vez un calamar gigante vivo. La idea de la altura regula el movimiento y su espectacularidad: “El animal había atacado una cámara con un señuelo a mil metros de profundidad. El ataque fue tan potente que la cámara, sujeta por una boya a la superficie, bajó seiscientos metros más”. En el comienzo del capítulo 16, el mismo discurso informativo narra otro movimiento de ascenso: “Durante tres noches en la primavera, los cangrejos herraduras de las Molucas emergen de las profundidades donde viven y alcanzan las costas. En tres días de luna llena y marea alta a lo largo de la costa atlántica de Norteamérica…”. Y más adelante: “Estos fósiles vivientes son parientes lejanos de las arañas y los escorpiones. Junto con los ciempiés, los arácnidos estuvieron entre los primeros organismos que salieron del mar. Los alacranes, ya presentes en el silúrico, son de los arácnidos más antiguos”. En la serie doméstica, Cetarti, deambulando por Lapachito, llega a un dique donde unos chicos practican una pesca rudimentaria “con línea enrollada en una lata de duraznos”. Cuando se acerca a un balde a ver qué sacaron, “los pescados inspiraban aprensión, como si estuvieran enfermos”.

Pero lo siniestro y lo negativo no solo emergen desde el fondo. Evitando el lugar común, complejizando el universo que narra, Busqued también ubica movimientos por arriba de las cabezas de los personajes. Pese a su sobrenombre de “Chancho”, Duarte, como el padre suicida de Cetarti, pertenece a la Fuerza Aérea. En el capítulo 5, los elefantes asesinos de Animal Planet “bajan a las aldeas”. Cuando, en una estación de servicio, Cetarti pregunta sobre la procedencia de los cascarudos que se ven en el lugar, el empleado que lo atiende le responde que no sabe de dónde salen y arriesga que “capaz que bajan del norte”. La mirada sobre el cascarudo no es banal. Para Cetarti es la “primera cosa que le parece dotada de realidad”. Mientras tanto, el sol del título, que pega fuerte en Lapachito pero también en Córdoba, merece un análisis aparte. Objeto brillante por antonomasia, símbolo de la energía pura, y de la fuerza, en la novela de Busqued el sol es agresivo. Está, como es esperable, por encima de todo, pero esta situación no lo hace positivo, sino “tremendo”. El sol de Busqued es un sol que quema, que embota, que agrieta. No se trata entonces de una dicotomía simplificadora que identifica aquello que surge de las profundidades con lo negativo y aquello que baja de las alturas como lo positivo. Lejos de ese facilismo, lo que Busqued impone es una idea de inmanencia. Siempre se está en algún punto del recorrido atmosférico, pero el barómetro de Bajo este sol tremendo no tiene números y los guarismos que entrega en definitiva no importan. Así, arriba no es necesariamente mejor que abajo. Si se acepta esta conclusión, resulta tentador escribir que, ubiquen donde se ubiquen, las situaciones y los personajes siempre están impregnados del ambiente sórdido de la novela. ¿Es posible afirmar que, estés donde se estés en este mundo, sea en los bajos más profundos, en la superficie, o más arriba, la fuerza entrópica te alcanza? A Duarte se lo apoda el “Chancho”, la madre de Danielito se mata con raticida. La pulsión de supervivencia hace que los calamares se despedacen cuando muerden con voracidad los anzuelos de los pescadores. En toda la novela se lee una contaminación casi indisoluble de los espacios y los personajes. Sin embargo, hay lugares desde donde ejercer la resistencia a esta desintegración, y momentos separados donde se puede hablar incluso de una idea de bien.

4. Recapitulando, en una tradición que va desde la zona más negativa de las vanguardias históricas, incluido el alto modernismo, y atraviesa buena parte del existencialismo y otras inflexiones del pesimismo letrado, más o menos sensual, Bajo este sol tremendo presenta un universo teñido por el mal. La pulsión de la bestia recorre toda su trama. Detrás de un monstruo especial, mítico y real a la vez –la lampalagua que se come el chanchito–, llega la prueba de otra monstruosidad, una monstruosidad fechable, histórica, política. En este contexto, ¿cómo entender la abulia de Cetarti? En su relación con las drogas no interviene el placer. La televisión está presente como dosificadora del tiempo. La economía del trabajo, incluso de los movimientos, es racionalizada y llevada al mínimo indispensable. Si Cetarti se mueve, lo hace con la perspectiva de lograr, a futuro, una mayor inmovilidad. Ese estado parecería ser su objetivo último. Su técnica para lograrlo, el deshilachamiento. No es difícil leer su desidia como una reacción al medio discursivo que lo rodea. Así, el personaje resulta clásico. Eremita moderno que prefiere vivir intoxicado, Diógenes que se limita a pensar lo que ve en la televisión, Gandhi drogado de la lucha pasiva, Cetarti se mueve lo estrictamente necesario. Incluso se abandona. No intenta ni emprende nada y atraviesa indiferente su existencia material. Pero, ¿por qué lo hace? Artaud advertía los peligros de “ser hablado por otros”. En esa línea, el registro informativo y exterior de la TV es reclamado por Cetarti para evitar los discursos que lo circundan. Ahora bien, ¿entregarse medianamente a la entropía es aquí el único camino de resistencia a los discursos que intentan “hablarnos” y cooptarnos? No, no es el único. Hay otro camino, también clásico, el camino de la huída.

Aunque hay pocas marcas en la novela, si tuviera que ubicar la acción de Bajo este sol tremendo lo haría a mediados de los años 90, cuando una de las posiciones de resistencia política al neoliberalismo dominante –y quizás la más exitosa– parecía ser la abulia. Su mejor lectura colocaría a la abulia reaccionando también contra el discurso ahuecado de los Derechos Humanos y su lobby institucional ocupando el lugar de la política partidaria y la lucha por el poder. De hecho, Busqued nos dice, de manera errática y extraviada pero visible, que todo lo que se diga sobre el terrorismo de Estado redundará en acumulación de poder para alguien. La idea no es nueva. Hasta los intérpretes literarios menos esclarecidos del marxismo, por poner un ejemplo paradigmático y rústico, comprendieron que toda actividad humana generaba plusvalía o rédito simbólico, “operaba” sobre el sentido y la realidad. Al mismo tiempo, cifrar operaciones de dominación en el lenguaje y en lo discursivo ya implica algo más. Busqued parecería decirnos: si hay enunciación, narración, declaración, discurso, no hay forma de escapar, pero es posible limitarse o anularse, con el fin de evitar ser fijado o hablado por el otro. El bien, entonces, ¿está en el aislamiento, en la incomunicación, en la huida, en la inacción? El principio del capítulo 34 es, en este aspecto, determinante.

“Inmediatamente después de hablar con Duarte, Cetarti se sintió un poco decepcionado. En el camino al locutorio se había ilusionado con la idea de pasar unas horas en la ruta. Había pensado en que, de tener que volver a Lapachito, iba a tratar de conseguir un colectivo que parara en varios pueblos. Tenía ganas de ir en el primer asiento del segundo piso, mirando pasar las franjas de la ruta. Bajarse a la madrugada en terminales de pueblo que imaginaba desiertas, o en estaciones de servicio.”

En el entramado de la novela, la desilusión que experimenta Cetarti resulta llamativa porque incluye un deseo que se multiplica: vagar, ser extranjero, desconocer. El final del capítulo reafirma este deseo y le incorpora la dimensión del país y el idioma extraño:

“Con un auto y porro era un problema pasar cualquier frontera, en colectivo era más fácil. Porque también había empezado a pensar en eso: podía irse del país. Pensó en Brasil, le gustó la idea de estar en la playa y ser extranjero. Escuchar un idioma distinto, no entender a las personas.”

Cuando, en el capítulo siguiente, Duarte le aconseja un viaje a Danielito, la reacción es similar:

“A Danielito le gustó la idea de comer ananá, se imaginó el jugo fresco y dulce fluyendo por los dientes al morder la pulpa amarilla. El resto de las cosas era como si Duarte estuviera leyendo los titulares de un diario de otro planeta.”

La fantasía resulta romántica y recuerda los gestos anarquistas, permeables a los diferentes tipos de vanguardias que recorren toda la literatura del siglo XX. Irse, escaparse, fugar hacia adelante, hacia otro lugar, hacia un lugar diferente.

5. Hasta aquí, una lectura. Propongo, no obstante, seguir avanzando. ¿Por qué escapar implica escapar del discurso, del habla del otro que me llega y me modifica, e intenta que yo me incorpore a ese discurso, a esa palabra? ¿No se debería antes escapar de los monstruos? Pero en la novela de Busqued los monstruos pueden ser más ambiguos de lo que parece. Hay en la pulsión una ambigüedad moral, una inestabilidad. Existen en Bajo este sol tremendo momentos en que las bestias no resultan intimidatorias. En el capítulo 8, Cetarti ve a la elefanta maltratada por los cuidadores del circo en la televisión, se duerme y sueña con un escarabajo. En el sueño, sabe que el insecto es peligroso pero enseguida se convence de que “está lleno de tristeza y no me va a morder”. A continuación, en el mismo sueño, encuentra una foto de él abrazado al hermano. La escena, dura y sentimental a la vez, implica un reencuentro. No es la única. Después de desenterrar el cuerpo de su hermano – otro doble de Cetarti–, Busqued narra un pasaje de amansamiento del elefante. El párrafo es de una belleza conmovedora, vital y melancólica que el libro se permite muy contadas veces.

“Recordó el documental sobre los elefantes de Mal Bazaar. Se imaginó uno de esos elefantes saliendo de la selva. Imaginó que los encaraba. Un cuerpo complejo y poderoso que hacía vibrar la tierra a cada paso. Pero el elefante no los atacaría, pensó. Se acercaría a ellos con calma y con cierta curiosidad. Se quedaría al lado de ellos tocándolos suavemente con la trompa. Y después caería al piso. O se desvanecería en el aire. O cualquier cosa. Pero no les haría daño. “Casi todos los mamuts son alcohólicos”, recordó. Qué bueno ser alcohólico, pensé, qué bueno ser asesinado por un elefante. Cualquier cosa.”

El elefante atraviesa su bestialidad sin abandonarla, pero aun así no es agresivo, no es fuerza del mal, negatividad. Muy al contrario, es vía de escape onírica, imaginada. La certeza de que el elefante no les hará daño está en el centro de la escena imaginada. Los calamares también están tristes y confundidos en un sueño en el que lo acompaña su hermano y que, no podía ser de otra forma, es “profundo”.

“Esa noche no cenó y estuvo viendo televisión hasta las dos de la madrugada. Después se durmió profundamente. Soñó que él y su hermano estaban al atardecer en una playa donde había varados cientos de calamares gigantes inmaduros (cuerpos rosados de ocho o nueve metros de largo, tirados sobre la arena como globos irregulares un poco desinflados). Los cefalópodos agonizantes hacían centellar sin mucha fuerza sus ojos y movían torpemente los tentáculos. Impedidos de otra acción, agarraban montoncitos de arena y los dejaban deslizarse entre las ventosas, o palpaban piedras, caparazones de otros moluscos muertos o botellas de plástico. Cetarti y su hermano caminaban entre los calamares. Cetarti de alguna manera podía percibir vívidamente el estado de ánimo de los animales: una tristeza instintiva y un sentimiento de confusión ante las extrañas percepciones táctiles (el aire salino, la piel perdiendo humedad aceleradamente), la confusión por la luz potente y lo repentinamente pesado de los cuerpos.”

Animales indefensos, con ojos que no sirven, arrojados fuera de su elemento, débiles, confundidos, y sobre todo tristes. En el capítulo 26, el cebú que se escapó golpea las puertas como un elefante salvaje y pelea como los calamares iniciales. Pero cuando es reducido y dominado, Cetarti se ve a sí mismo en “el reflejo convexo del ojo del animal”, al que suben a un camión “sin ahorrarle ningún sufrimiento”. En el episodio del buey se confirma que son los hombres los que ejercen la violencia, los que la generan. En el capítulo 30, después de consultar en una enciclopedia fotos de calamares que son desollados quirúrgicamente, Cetarti sueña otra vez. Y es en ese capítulo donde se da otra unión de series. En este sueño, ya no es un animal monstruoso lo que emerge, sino el fantasma de su hermano.

“Después de volver a dormirse, soñó que estaba en un bote, en el medio del mar. Estaba todo muy oscuro, pero él sentía el tacto oscilante del bote y el ruido del agua lamiendo la madera. Una luz leve se acercó desde abajo. Era su hermano, que subía desde el fondo. Se asomó a la superficie y rodeó nadando el bote con movimientos cautelosos, como si estuviera explorando un objeto venido de otro mundo. Dio un par de vueltas alrededor y así como vino se fue, hundiéndose en lo profundo de una manera que Cetarti, en el sueño, entendió como definitiva.”

La idea que transmite el párrafo es de reparación y calma. Lo que sube desde lo profundo, “una luz leve”, vuelve a lo profundo de una manera “definitiva”. Los monstruos muestran su lado vulnerable y esta escena, asordinada, resolutiva, es tan importante como la de las fotos de la lampalagua que descubren una trama secreta. Los sueños aparecen entonces como lugares diferentes, fuera de la atmósfera dura de la novela, lugares donde el violento se vuelve víctima y la sordidez se atempera. En ellos no corre el barómetro general que orienta el ethos del libro. Y aunque la violencia no resulta privativa de los hombres, son los hombres los que la ejercen, los que la desencadenan. Estos momentos de debilidad y tristeza en las bestias proponen un cambio general de roles en la economía narrativa. Recordemos la primera línea: “Los clavos se aferran al tracto digestivo del animal y así podemos traerlo a la superficie sin que en el esfuerzo por escapar se despedace”.

Releído a la luz mortecina –pero luz al fin– de los sueños y la imaginería posterior, encontramos en este principio que son los hombres los que van a buscar al monstruo, los que lo conjuran, atrapan y hacen emerger. Cuando los nenes pescan, Cetarti les pide piedad: “Si total se van a morir”, le responden. Lo mismo ocurre con el cebú. “Tengo una escopeta en mi casa. Si me dejan, termino con el sufrimiento de este animal”, dice el vecino de Cetarti. Pero uno de los “cazadores” que reduce al animal fugado le responde: “Ahora lo llevamos al frigorífico y lo matan allá, gracias”.

Los momentos donde los monstruos muestran debilidad son los más enigmáticos y sensibles de la novela. Bajo este sol tremendo se puede leer, entonces, como un intento de comprender a los monstruos. ¿Por qué les interesan tanto a Danielito y a Cetarti? ¿Qué ven en ellos? ¿Qué intentan descifrar ahí, en esos cuerpos violentos y violentados? ¿Cómo funcionan estos monstruos sensibles, que se defienden, con la lectura política de la novela? ¿Cómo se cruzan? Hay una voz de alerta en esta mirada sobre los monstruos que nos habla de matices, de lo errado de los juicios apresurados y de la necesaria relatividad del mundo, incluso en la violencia más pulsional. El mal, finalmente, también es una construcción.

6. En su ensayo sobre el tema, Freud dice que “lo familiar”, “lo propio”, “la familia”, “lo íntimo”, “lo doméstico” es lo que tiene potencial para ser siniestro: “(…) lo siniestro sería aquella suerte de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”. Novela freudiana, analógica, onírica, pulsional, en Bajo este sol tremendo nada parece escapar a la pregnancia de lo siniestro, salvo, curiosamente, por los sueños. Al mismo tiempo, es posible leer que sus personajes recorren la trama con el único fin de demostrar que lo siniestro no es la pulsión de supervivencia de lo animal, sino que está en el hombre, quizás en su conciencia, o en su lenguaje, o en su ambición y sus máquinas, pero seguro en el hombre. Como no podía ser de otra manera, hay un animal en el final, un animal duplicado. La trama de la novela termina con sus tres protagonistas manejando un auto. A cien kilómetros de la frontera con Santiago del Estero, empieza a caer la tarde.

Duarte se duerme. Danielito fuma y escucha la radio. Sabemos que Duarte y Danielito planean matar a Cetarti y robarlo. Sin embargo, la escena es de una silenciosa y monótona calma. Se hace de noche. Danielito enciende las luces altas del coche, y entonces Busqued utiliza una variante del deus ex machina y pone una vaca en la ruta: “Danielito pensó en las posibilidades matemáticas de encontrarse con una vaca en el medio de una ruta desierta de Santiago del Estero”. La vaca en el desierto no es apenas la forma de resolver la historia. Después de la galería de monstruos agresivos y salvajes, es irónico que sea un animal doméstico, bobo, burocrático, el que mata a los que ejercen el mal con indiferente precisión. Irónica y significativa, la vaca, “con una expresión pacífica y de leve curiosidad” cierra un ciclo, termina de enhebrar el sentido general de la historia cuando provoca el accidente que mata a los malos. Cetarti logra salir vivo del auto accidentado y sigue. No solo evita así ser asesinado y robado por Duarte y Danielito, sino que en un reflejo de astucia, al verlos muertos, se lleva su dinero. La vaca, entonces, un animal apacible, indiferente a su propio destino, le proporciona, con su inmolación, una salida final. Como el buey y los calamares, el contacto visual con la vaca está presente: “Lo último que vio Danielito fue justamente la cara del animal, que lo miraba casi a los ojos desde una distancia de dos metros…”. Atamisqui, Resistencia, Formosa, Alberdi en Paraguay, Ciudad del Este, Foz de Iguazú, Cetarti logra escapar a su destino de entropía y alcanza el Brasil. Desde arriba de un puente, antes de enfrentar su destino de disolución, tira una lata de Coca-Cola al agua. Es un acto de calma, de nivelación, que cierra el escape. Pero ese es el final de la trama, no el de la novela, que sigue y se estira dos capítulos más, con forma de coda. El final es el recuerdo que Cetarti le dedica al ajolote que quedó abandonado en la pecera. El ajolote parece más enigmático que la vaca del accidente. Su presencia obtura, apostrofa la conclusión feliz. Animal doméstico, incluso más doméstico que la vaca, testigo silencioso, dotado de una rústica consciencia, condenado a muerte por la fuga de su dueño, el ajolote espera la comida que no va a llegar y siente avanzar el vacío en su interior. Como un residuo, y a diferencia de la vaca, su gravitación en la trama es inexistente, pero su existencia y su condena, reforzando la idea general del libro, nos recuerda la presencia constante de la violencia y la entropía producida por los hombres////PACO