Libros


Carrère y la libertad de fallar


Conviene tener un sitio adonde ir
(Anagrama), la nueva compilación con los artículos periodísticos y los breves ensayos literarios escritos durante los últimos 25 años por Emmanuel Carrère, es una larga “prueba de cultivo”, casi una sucesión de “placas de Petri literarias”, en las que el autor francés puso a germinar con paciencia muchos de los temas que más tarde llegarían a ser libros. El caso más evidente es Limónov, la historia acerca del “escritor maldito” y dirigente político ruso Eduard Limónov que publicó en 2011. Aún contra el narcisismo inquebrantable de Carrère, que transforma la biografía novelada de este “bárbaro predilecto de todo el mundo” en un permanente zigzagueo autobiográfico —y con buenos motivos, ya que ese “mundo” incluye a su madre, Hélène Zourabichvili Carrère, reconocida especialista en la historia de Rusia—, probablemente se deba al éxito de Limónov que, ahora, podemos leer “El último de los demonios”. Es ahí donde, en 2008, cuando lo retrató para la revista francesa Première, Carrère intuía lo que tenía en común con este “escritor brillante y pequeño malhechor fascista” (esto es, alguien que, como él, “no era un autor de ficción, solo sabía narrar su vida”) y se preguntaba si el libro que planeaba llegaría a “contentarlo”. Alrededor de esta fascinación de Emmanuel Carrère con Emmanuel Carrère también podría leerse “Rumania en la primavera de 1990”, otro frustrado capítulo parcial de Limónov (que es, no hay que engañarse, uno de los mejores libros publicados en Francia en los últimos años).

En 2008, cuando lo retrató para la revista francesa Première, Carrère intuía lo que tenía en común con este “escritor brillante y pequeño malhechor fascista”.

Bajo la forma de una crónica de viaje centrada en el derretimiento del comunismo rumano y publicada en La Règle du jeu, Carrère asume este texto como germen para otro de sus grandes libros: la biografía (también novelada) de Philip K. Dick que publicó en 1993, Yo estoy vivo y todos ustedes están muertos. En este punto, los mecanismos a través de los que Carrère traslada hacia Dick su curiosidad por Rumania, un país replegado “dentro de un mundo autárquico, desertor, que prioriza la vida orgánica, el folclore, el terruño, un mundo sin perspectiva, representado por la aldea”, habilita una pregunta importante: ¿cuánta conciencia tiene este autor sobre sus propias limitaciones como periodista? La respuesta, por supuesto, la provee él mismo al final de “Rumania en la primavera de 1990”: “El artículo que acaban de leer no miente, en el sentido de que oí los comentarios, vi las cosas y experimenté las sensaciones que describo. Probablemente, en cambio, es erróneo”. A su pesar, sin embargo, lo cierto es que reducido al papel del “cronista”, es decir, al previsible turista que recopila en primera persona sus impresiones insípidas sobre lo que sea que lo rodee, Carrère nunca logra escapar de ese diletantismo parasitario comercializado por instituciones como la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.

Los mecanismos a través de los que traslada hacia Philip K. Dick su curiosidad por Rumania habilita una pregunta: ¿cuánta conciencia tiene Carrère sobre sus limitaciones como periodista?

La diferencia, sin embargo, está en que ahí donde otros se contentarían con alcanzar alguna moraleja y cambiar rápido de escenario, Carrère identifica el punto ígneo para exigirse algo más. “La idea de que todo es posible suele ser agradable: dos semanas en Rumania me han convencido de que es horrible”, escribe al final de su viaje. Pero, entonces, ¿quién más que Philip K. Dick, “el Dostoievski de este siglo, el hombre que lo ha entendido todo”, como lo llama en su crónica, ha demostrado de manera “agradable” que “todo es posible”?

“La idea de que todo es posible suele ser agradable: dos semanas en Rumania me han convencido de que es horrible”.

Conviene tener un sitio adonde ir, por otro lado, demuestra al menos en dos ocasiones precisas hasta qué punto el periodismo y la literatura representan para Carrère dos objetos delimitados por una diferencia crucial: la libertad para fallar, que el periodismo nunca puede admitir como posible, mientras que la literatura la absorbe como un elemento primordial. El tratado de Carrère sobre los límites de esa libertad está desarrollado en “Cómo eché a perder por completo mi entrevista a Catherine Deneuve”, publicada en Première en 2008, y donde, de nuevo atravesado por su peligroso narcisismo —“yo pensaba en una conversación y no en una entrevista, razón que le cuesta reconocer un poco a mi amor propio”—, Carrère descubre, primero, que él no es nadie con quien una diva del cine tenga algo que “conversar”, y segundo, que a las entrevistas conviene presentarse con una lista de preguntas. Desde ya, estas no son lecciones menores para quien, como en El Reino, escribió la historia del cristianismo primitivo alrededor de sus propios vaivenes personales con la fe. Sobre la sumisión más plena y obediente al código del periodismo, por otro lado, Carrère incluye también “Cuatro días en Davos (con Hélène Devynck)”, que publicado en la revista XXI en 2012 exhibe cómo el mismo hombre que piensa sobre Philip K. Dick en Rumania puede, si le interesa, usar sus influencias para ingresar a un ambiente donde “los dirigentes más importantes y los ministros solo pueden llevar un acompañante”. Macerado, calculado y escrito con “oficio”, el resultado de ese paralelo irónico entre Davos y Cannes y del panorama pesimista de la devaluación de Occupy Wall Street (o de la certeza de que “un capitalismo financiero movido por la obsesión del beneficio” arrastra a las clases medias occidentales hacia la perdición) termina por exhibir la habilidad de Carrère para despachar, sin mayores inconvenientes, esos artículos eficientes, animados y por completo olvidables con los que, por supuesto, se conformaría casi cualquier medio escrito del planeta/////PACO