¿Puede decirse que Jorge Luis Borges, el escritor más grande del siglo XX, es en esencia un ensayista? Con seis libros de cuentos y casi veinte de ensayos ‒incluyendo los que, después de su muerte, aparecen hasta hoy‒, la cifra también supera los trece de poesía (el género equívoco por el que, por otro lado, Harold Bloom lo incluyó en su famoso canon occidental). En tal caso, para matizar la severidad de los números y los géneros, lo que sí puede afirmarse es que si existe tal elemento como una
intensidad del ensayo en el estilo de un escritor, esa es una fuerza notable en la imaginación borgeana. Y si el ensayo es la forma más permeable a la astucia de las ideas, con Borges no puede dudarse de que la apuesta no refleje un proyecto intelectual. Es decir, una intervención en los modos en que se produce, se coloca en circulación y se consume ‒aunque Borges habría repudiado la mirada “sociológica”‒ el conocimiento, la literatura e incluso ‒pensando en las conferencias y los artículos periodísticos devenidos ensayos‒ la información. Entonces, si los ensayos borgeanos se leen con la amabilidad estilística del cuento, ¿sus cuentos no pueden leerse también como ensayos?

FOTOTECA ROGERO LABO - JALT

Si existe tal elemento como una intensidad del ensayo en el estilo de un escritor, esa es una fuerza notable en la imaginación borgeana.

Puesto de otra manera, podría decirse que si la narrativa de Borges vuelve una y otra vez a las reflexiones sobre el tiempo y el espacio, e interroga todos los principios de la identidad y la memoria, y si esa zona entre el ensayo filosófico y la imaginación ficcional nunca fue ingenua, ¿por qué no insistir en que el tema más recurrente de sus páginas como ensayista ‒y ese tema es, desde Inquisiciones (1925) hasta Atlas (1984), la literatura misma‒ es también el asunto primordial de su cuento más famoso, “El Aleph”? Tal vez la más conocida historia de Borges no sea sobre la omnisciencia divina ni sobre las experiencias místicas, ni mucho menos una intrépida anticipación de Google, sino un ensayo sobre la lectura. La lectura como acto de lucidez crítica pero también como torpeza capaz de perpetuar la oscuridad, y como trabajo cualitativo antes que cuantitativo. La lectura como un modo de discernir qué es un idioma vivo y qué es un cliché muerto. Todo eso (y mucho más) asoma a partir de “la candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo”.

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¿Por qué no insistir en que el tema más recurrente de sus páginas como ensayista ‒y ese tema es la literatura misma‒ es el asunto primordial de su cuento más famoso, “El Aleph”?

Literatura, lenguaje, imaginación y forma: los cuatro territorios sobre los que Jorge Luis Borges dejó para siempre su huella orbitan alrededor de “El Aleph”. Y lo hacen en la medida en que el diálogo entre Carlos Argentino Daneri, arquetipo de quien confunde vivir en el ocio con la certeza de ser escritor, y Borges, que sabe con ironía que “el trabajo del poeta no está en la poesía sino en la invención de razones para que la poesía sea admirable”, solo se interrumpe con la aparición de “la pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor”. ¿Qué es aquel diálogo, entonces, sino una divertida reflexión sobre el acto de leer, imaginar y crear con palabras? Convencido de que su Canto Augural combina todas las destrezas poéticas registradas por la humanidad desde las Escrituras hasta “el cinematógrafo”, Daneri hace de la autoconmiseración y de sus limitaciones como lector el marco ideal para la prosperidad del mal gusto del escritor mediocre. De ahí que, ante la pregunta sobre cómo retratar una experiencia, sea incapaz de distinguir entre la realidad del mundo y la verdad de la imaginación. “Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura”, piensa con sorna Borges al escucharlo.

Jorge Luis Borges, Palermo, Sicília 1984 foto Ferdinando Scianna - Magnum Photos

Carlos Argentino Daneri hace de la autoconmiseración y de sus limitaciones como lector el marco ideal para la prosperidad del mal gusto del escritor mediocre.

Consciente de las instancias que median entre el gusto y la creación, para Borges la confusión de Daneri es el síntoma fundamental de la mala crítica y de la mala lectura. Incapaz de recrear aquello que lo rodea, de hecho, Daneri solo puede copiar lo que ve (“en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland y la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano”). Sin embargo, el problema no es solo la incapacidad del primo hermano de Beatriz Viterbo para percibir las sutilezas del lenguaje ‒“la palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal…”‒, sino la imposibilidad de aspirar a cualquier originalidad. Y es ahí cuando la mención sarcástica a un “plumífero de garra” dotado con “un prestigio logrado en todos los círculos” añade al problema el complemento necesario para la alegre prosperidad del mal escritor: una institución literaria cómoda entre malos lectores.

La fraternidad pacata, el intercambio de favores, la envidia, el silencio crítico e incluso la pobreza franciscana del placer: Borges se burla sin miedo del mundo literario.

“Con más resignación que entusiasmo”, entonces, Borges escucha cómo Daneri, convencido de que su obra “no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad”, planifica intercambiar con “el hombre de letras” Álvaro Melián Lafinur ‒más allá del cuento, un pariente del padre de Jorge Luis Borges‒ un prólogo favorable para su poema ridículo, y también cómo ese intercambio no está basado en otro mérito literario que ‒Borges es elegante ante el tráfico de influencias sexuales‒ el dato de que “Beatriz siempre se había distraído con Álvaro”. Encargado de gestionar el pedido formal, a Borges no le queda más que esperar (e intentar evitar) su encuentro con Melián Lafinur durante la “pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores”. La fraternidad pacata, el intercambio frívolo de favores, la incomprensión y la envidia, el silencio crítico ante cualquier admisión e incluso la pobreza franciscana del placer: Borges se burla sin miedo del mundo literario y de todo lo que obliga a los conflictos más atractivos de la literatura a someterse a los códigos neutrales de un club social. Y a la luz de sus muchos ensayos literarios, ¿no es “El Aleph” ‒y hoy más que nunca, cuando proliferan escritores sin obra y valijeros intrépidos con residencia intelectual permanente en la autocelebración de Facebook‒ uno de los manifiestos más poderosos sobre las fantasías de lo que significa ser un escritor?///////PACO