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Hay temas relativos a las niñeces que se están poniendo realmente ásperos. Así, la escuela, en tanto regulador prioritario de las políticas hacia las infancias, niñeces y juventudes, se dirige hacia reformulaciones que no parten tanto de sí –es decir, la iniciativa de políticas educativas que reformulen los modos de habitar colectivamente el tránsito obligado de niños y jóvenes- como de los ecos operativos de las tensiones sociales que intervienen sobre ella: nuevas subjetividades infantiles y adolescentes, desigualdades que construyen nuevas distribuciones culturales y experienciales heterogéneas, digitalización de la experiencia, largo e inhallable etcétera. Y no es que estos temas no existieran (abusos, violencias, humillaciones, despotismos adultos), lejos de eso, sino que lo que se espesa es la óptica de su observación. Frente al desvanecimiento de la materia (de la falta de comida a Tik-Tok) recrudecen los trascendentalismos: ideologemas que, en nombre de su verdad, apretujan los acontecimientos en sus moldes de idealismo. Es difícil, a su vez, hacer este señalamiento y no caer en una parálisis pesimista, como si uno rumiara que estamos perdidos. No sé.
Me detengo en una noticia intensa de estas últimas semanas. Tres chicos de once años habrían abusado sexualmente de un compañero de la misma edad que padece de una discapacidad motriz. El escenario es un viaje de egresados de la escuela primaria, ubicada en Moreno, a la costa bonaerense. Con los chicos había, claro, varios docentes. En la habitación del hotel en el que se hospedaban, en un momento los chicos quedan solos. El niño de movilidad reducida está acostado. Dos de sus compañeros, niños como él, se montan sobre su rostro y lo bailotean y lo rozan con sus genitales sin bajarse los pantalones. Así se ve en el video que pasaron en la televisión. La escena está filmada con un celular precario, que no para de moverse, seguramente apretujado por una mano agitada por la ansiedad que producen las bromas pesadas, la inminente llegada de la maestra; es ése también el tono de las risitas, ansiosas y perseguidas, que se escuchan saturadas.
Lo que sigue es una imagen que se va volviendo dramáticamente común: infantería rodeando la escuela, padres y madres lógicamente plagados de angustia concentrándose frente a ellos. Tensión y un movilero: la madre del chico abusado –definición que me congoja en la propia escritura: lo es ahora que lo hemos nombrado- denuncia la complicidad de los docentes por encubrir y minimizar el hecho. Veré más adelante, en entrevista con otro medio, que la madre relató: “Le decían piernas de caballo, te vamos a violar, no lo dejaron dormir”. Con la voz embroncada de la mamá en off, aparecen ahora unas capturas de pantalla de una conversación de WhatsApp entre ella y una docente. Hay audios, que no se reproducen y desconocemos su contenido. Pero se lee, a primera vista, que hablan en dos registros diferentes: el del amor dolido y el del profesionalismo desbordado. Podrían confundirse: alguien que denuncia, alguien que oculta; lo cierto es que se operativizan posiciones atrapadas por la desagradable sorpresa. Ni esa madre está denunciando, ni esa docente pretende proteger nada. O a lo sumo, cada una con lo suyo, son dos mujeres intersectadas en un nudo espantoso. No tienen por qué tenerse piedad mutua; pero sí quizás exigirían de nosotros la responsabilidad sensible e inteligente de pensar el problema y no nombrar y nombrar y nombrar, para ser idiotizados por nuestro fascismo, el del lenguaje.
Me enervo, después, frente al celular. En la página de Instagram de Sudestada, en un gesto botón –que no es de denuncia: es de botón-, se publicaron también las capturas de pantalla, otros fragmentos de lo que yo no había visto. Irresponsablemente, y bajo el velo de creer en un periodismo Robin Hood, se cubre el nombre del niño (bien, de acuerdo) pero se deja el de la maestra, que ofrece, como puede, en un momento de profunda tensión, una respuesta a una madre que denuncia algo gravísimo a las 20:17 horas, muy lejos del horario laboral (¡claro que qué le importa a esa mamá!), seguramente en el tránsito de sus quilombos diarios y domésticos. Debajo, el título, en histéricas mayúsculas: “ABUSARON DE UN ALUMNO CON DISCAPACIDAD Y LA DOCENTE LE PIDIÓ SILENCIO”. Y más abajo, en la nota: “El poder hablar sana, el contarlo es un paso para poder reparar, sin embargo todavía quedan resabios de un mundo contaminado, de adultos que defienden abusadores, que minimizan los abusos y que, como en este caso, toman al hecho como una ´broma de mal gusto´”. Más abajo aún, indica “una investigación por parte de quienes tienen que tomar cartas en el asunto, al igual que con los docentes que pretendieron callar lo sucedido, tapar los abusos, y ser cómplices”. No me interesa tanto la prosa indignada de Sudestada, siempre con los buenos, nunca con los malos, agresivamente inclusiva, agresivamente excluyente, sino su extensión y sus efectos posibles. Moviendo, como quería Borges, las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios, el público de Sudestada (¿y quién de nosotros no compartió su Nora Cortiñas?) se confundía con los comentaristas sacaditos de algún libertario. Pedían condenas, justicia ya, los docentes y los chicos de los padres presos, formaban patrones genéticos (“si esto hace a los once, ¿a los veinte?”), y sino ajusticiamientos por mano propia, escrache, justicia popular. El más tranquilo pedía la expulsión de la escuela.
La escritura le había ganado al pensamiento. Sólo observaba, en la secuencia de mi enterarme del drama de esta escuela de Moreno, otra vez, los revestimientos más absurdos de las ideologías para reponer con violencia, como esos pibitos montados arriba de su compañero sufriente, su incertidumbre precaria, esencial: en el caso de los lectores, la de su existencia, en el caso de los niños, la sexual –en un momento donde la sexualidad está enredada en el malentendido de su libertad. ¿Sabe Sudestada de los escraches, de la proliferación de falsas denuncias, de los linchamientos a docentes, de las sepulturas mediáticas y judiciales? ¿Lo sabemos? Finalmente, los bordes de la complicidad cortan en todos sus lados.
Los riesgos del denuncialismo, de la trascendencia en el señalamiento, son múltiples. Se trata de una postura ética. Hegel la llamaba “el alma bella”: “vive en la angustia de manchar la gloria de su interior con la acción y la existencia; y, para conservar la pureza de su corazón, rehúye todo contacto con la realidad. Tales esenciales ideales, tales fines ideales se desploman como frases vacías que exaltan el corazón y dejan la razón vacía, que son edificantes sin construir nada: son declaraciones que expresan solamente, de un modo determinado, este contenido: el individuo que pretende obrar por fines tan nobles y en cuyos labios hay frases tan excelentes, se ve a sí mismo como un ser excelente: se hincha, hincha su cabeza y la de los otros, pero es una hinchazón vacía”. ¿Piensa el alma bella que un niño de once años puede ser catalogado sin más como un abusador? ¿Piensa acaso que, escandalosamente deficitarios, no existen los marcos de intervención para situaciones de riesgo? ¿Piensa, entonces, que su palabra como un dedo índice puede sobreponerse a la reflexión honda, lenta, concentrada y creativa que merecen estos golpes en la vida escolar? ¿Piensa, a fin de cuentas, que con sus poses de fiscal podrá aquietar las agitaciones de nuestro tiempo? Y más importante: ¿piensa que nombrando y renombrando –el abusado, la víctima, el violador, el criminal, ¡en este caso tratándose de niños!- librará de penas con los azotes de su lengua timorata? El alma bella tiembla frente a los sucesos que escapan de su raciocinio bondadoso. El problema, siguiendo a Hegel, advendrá en el momento en que esas hinchazones exploten. Mientras escribo, de hecho, explota una cocina, otra vez, en Moreno. No hay heridos. Y hace dos días una madre, llorando y fuera de sí, entró a un aula y comenzó a golpear al que le hacía bullying a su hijo que confesó (“Sí, fui yo”) frente a la escena tortuosa que exigía un responsable. Hace un par de domingos atrás, Martín Rodríguez escribió: “Por ejemplo, ahora, casi no hay medios progresistas a los que el estado de muchas escuelas bonaerenses les importe. Tal vez, como leí de un colega brillante, porque ´no hay padres conocidos en la red de productores de radios porteñas´.” Y es verdad. Debemos tener cuidado con nuestros silencios, de los que somos responsables. Pero mucho cuidado al decir: nombrar es también, a lo largo de los años, otra forma de la condena. Desde acá insisto: la crisis educativa se juega, también, en la distancia que hay entre los mandatos institucionales, los imaginarios sociales y las pasiones del aula (a veces, pasiones tristes)////PACO
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