Una clave del éxito de Slavoj Žižek, “el Elvis de la teoría cultural”, es que a la hora de pensar se ubica al ras de las versiones más inmediatas del mundo. Eso significa que para aclimatarse a sus ideas generales sobre la cultura y el edificio ideológico que le da forma basta apenas con prestar atención, por ejemplo, a lo que se ve en las redes sociales. Así que en una época donde la palabra “narcisismo” (entre las muchas del popularizado catálogo en Facebook) funciona como una acusación torpe que descalifica la belleza de quienes son bellos, pero
también funciona como una celebración falsa que relativiza la fealdad de quienes son feos, la astucia žižekiana emerge al señalar que lo que constituye hoy el objeto de estudio predilecto del psicoanálisis son las “consecuencias inesperadas de la desintegración de las estructuras tradicionales que regulan la vida libidinal”. Lo cual quiere decir que el verdadero trabajo a la hora de examinar nuestra psiquis no está en festejar esa aparente integración entre lo bello y lo feo, por encima de los siempre condenados “estándares tradicionales de belleza”, sino en entender por qué lo que posibilita esa integración, que no es otra cosa que el debilitamiento de la autoridad patriarcal y la desestabilización de los roles sociales y sexuales, “genera nuevas angustias en vez de dar paso a un nuevo mundo feliz”. Desde ya, eso no significa que Facebook se interese en reflejar ese conflicto subterráneo (algo malo para su negocio, por otro lado). Pero sí significa que los límites del amor al prójimo existen ‒y van a existir por mucho tiempo‒ y que lo hacen en la medida en que la “permisividad hedonista” que domina buena parte del discurso social y económico contemporáneo pasa por alto nada menos que el lado oscuro de la propuesta de convertir la Tierra en “un espacio unificado de comunicación que ha de unir a toda la humanidad”.

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Por mucho que decepcione a las almas bellas, no todos somos ni valemos lo mismo.

En definitiva, y por mucho que decepcione a las almas bellas, no todos somos ni valemos lo mismo. Y es así como Žižek, que se formó como filósofo en la vieja Liubliana comunista y como psicoanalista lacaniano en la Universidad de París VIII ‒y que tuvo un paso por la política como candidato a presidente de Eslovenia en 1990‒, se las arregla para trasladar los principales conflictos en cualquier smartphone a una versión más cruda y política del mismo problema: el drama de los inmigrantes y los refugiados que luchan por instalarse en Europa. Porque, ¿no representan ellos el más reciente upgrade de ese “intruso traumático” con el que Freud analizaba el rol del prójimo, aquellos cuyos goces misteriosos y celados desestabilizan el modo de vida habitual y disparan fantasías masivas de apocalipsis e integración? Ese el asunto de La nueva lucha de clases (Anagrama), el último libro de Žižek publicado en Argentina ‒aunque nunca se sabe si será el último‒ apenas semanas después de las reediciones de clásicos žižekianos como La permanencia en lo negativo y El resto indivisible (Godot) y de la llegada del monumental Menos que nada (Akal), con más de mil páginas sobre Hegel y “las sombras del materialismo dialéctico”.

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Los límites del amor al prójimo existen en la medida en que la “permisividad hedonista” que domina buena parte del discurso social y económico pasa por alto el lado oscuro de convertir la Tierra en “un espacio unificado de comunicación que ha de unir a toda la humanidad”.

Hasta qué punto esa promiscuidad es un reflejo de lo que significa ser un best-seller de la filosofía contemporánea ‒categoría que apenas incluiría a Byung-Chul Han o Peter Sloterdijk‒ o un síntoma de que en una de las ciudades con más psicoanalistas del mundo, como Buenos Aires, las oportunidades para leer al hombre que reinterpreta a Hegel a través de Lacan (y a Lacan a través de casi todo lo demás) están lejos de agotarse, podría merecer otro análisis. Pero lo que sin dudas cumple esa multiplicación ‒que tiene de repetición tanto como de perfeccionamiento‒ es el correlato directo entre lo que Žižek es capaz de escribir (y publicar) y los temas sobre los cuales es capaz de hacerlo. Y esa lista, en versión abreviada, podría incluir todos los asuntos ligados a Hegel, Schelling, Freud, Lacan, Marx, Hitchcock, Wagner, Hitler, Stalin, Lenin, Laclau, Badiou, Assange, Soros y Dios. La astucia de Žižek, sin embargo, está en argumentar de qué manera esos nombres, entre otros, rigen mediante lo que son capaces de habilitar (y lo que son capaces de prohibir) la compleja constelación simbólica que le da sentido a la experiencia de nacer, habitar, pensar, consumir, temer, amar, multiplicarse y morir en Occidente. Y lo hace sin dejar de subrayar la paradoja de que, aun cuando todos elegimos ver lo que queremos ver y soportamos la vida como podemos ‒y, en ese sentido, es un intelectual sin miedo al codazo en las costillas del lector para decirle qué pensar‒, la más impenetrable de las preguntas todavía sigue siendo quiénes somos (y por eso suele repetir la frase hegeliana acerca de que los secretos de los antiguos egipcios también eran secretos para los antiguos egipcios). Por otro lado, plantear preguntas y perfilar respuestas, clarificar el sentido de las palabras, de las proposiciones y de las secuencias de proposiciones que pueden expresarse cuando quiere decirse algo verdadero, define la tarea misma de pensar. Y eso permite replantear, también, la parte más tangible de la cuestión. Porque, ¿cómo hace Slavoj Žižek para gestionar su ubicación privilegiada no solo en el mercado internacional de la oferta y la demanda de ideas ‒al que suele llamarse, con elegancia, vida académica‒ sino entre quienes aseguran vislumbrar un lenguaje para expresar nuestra falta de libertad? ¿Existe algo así como un “marketing de los intelectuales”?

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La más impenetrable de las preguntas sigue siendo quiénes somos. Y por eso los secretos de los antiguos egipcios también eran secretos para los antiguos egipcios.

La pregunta suena pertinente si se observa lo que, dentro de ese rubro, califica en lo que Sloterdijk, que suele burlarse de la lógica de los visiting scholars, llama con ironía “la insuperable ventaja de ser uno mismo”. Para Zygmunt Bauman, por ejemplo, ¿la “liquidez” no dejó de ser interesante después de que su celebrado “hit académico” Modernidad líquida se transformara en un concepto adherible a libros sucesivos sobre la liquidez del amor, la vida, el miedo, el tiempo y el arte, hasta que casi no hubo nada más que pasar por agua? La caducidad de los conceptos teóricos a veces cotiza a la par de la caducidad de las palabras, y por eso sostener una “novedad exitosa” es delicado. De hecho, tampoco es difícil percibir que lo que Noam Chomsky tuvo para decir sobre la globalización en los años noventa, y que todavía perdura bajo Naomi Klein o Antonio Negri, apenas sobrevive bajo la forma de entrevistas refritadas, de igual manera que la radicalidad de las ideas de Judith Butler sobre la libre construcción de los géneros ‒y esta es una crítica hecha por Žižek‒ ya no es más que una descripción estándar y consensuada del actual status quo, que fomenta más libertades que prohibiciones. En cuanto a las estrategias mediáticas del “Elvis de la teoría cultural”, la cultura pop y el humor, sobre el que publicó un libro que recolecta sus propios chistes, e incluso el cine, a partir del cual recicló la frase de Fredric Jameson acerca de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, son “daño colateral”. Es decir, elementos para explicar, por ejemplo, por qué aquellos «nuevos clichés» que Samuel Goldwyn solía reclamar a sus guionistas en Hollywood no son más que lo que todavía buscan quienes, agobiados por sus vidas, se sumergen en capacitaciones que aseguran «liberar el verdadero ser”, tras lo cual repiten “nuevos clichés” que solo refrescan el efecto automático que tenían los viejos. Y es en este punto que Žižek alcanza su versión más irritante entre los terratenientes del credo neoliberal, precisamente porque así es como señala que la realidad es indistinguible de las ficciones que la sostienen. El terreno de las fantasías, por lo tanto, no es menor a la hora de cambiar el mundo. De hecho, Terry Eagleton también señaló (aunque en Argentina hoy resulte casi redundante mencionarlo) cómo entre los defensores de las peores iniquidades del libre mercado la palabra optimismo define una actitud que “se resiste a ser refutada por los hechos” y la palabra futuro disfraza algo que no es un valor en sí mismo “salvo, quizás, para los especuladores de Wall Street”. Žižek coloca eso en forma de pregunta permeable a la sensibilidad de lo que resta del viejo progresismo humanista: ¿hemos de respaldar la aceptación del capitalismo como un hecho de la naturaleza (humana), o acaso el capitalismo global actual contiene antagonismos lo bastante fuertes para impedir su reproducción indefinida?/////PACO