Lluvias doradas recopiladas por espías, noticias diseñadas desde Moscú, organismos de inteligencia disputándose a Julian Assange (con Bradley/Chelsea Manning conmutado por Barack Obama), batallas de hackers donde el Partido Demócrata y el sistema electoral de Estados Unidos son algunas de las piezas en juego. Horas después de asumir formalmente como presidente, la relación de Donald John Trump con el universo de la información todavía parece teñida con alguna novela cyberpunk de William Gibson. Aunque, ¿no fue así desde el principio? Enfrentado durante toda su campaña por lo más representativo del lobby tecnológico de Silicon Valley, nada menos que con Google, Apple y Facebook a la cabeza de la résistance, ni la victoria sirvió para que Jack Dorsey, el fundador de Twitter, respondiera más que un seco “es complicado” cuando le preguntaron sobre la intensa actividad del presidente de setenta años en su red social. En ese contexto, lo que hace unos días pareció un episodio vintage de la Guerra Fría empezó de hecho con una de las últimas órdenes ejecutivas de Barack Obama, perfectamente al tanto de la sensibilidad geopolítica del ciberespacio. Después de las elecciones, mientras los asesores de Hillary Clinton todavía evaluaban solicitar un recuento de los votos y otros tantos marchaban histéricos y confundidos por Manhattan gritando que “Trump no es su presidente” ‒precedente inmediato de la Women´s March del último sábado‒, Obama pidió a las agencias de inteligencia de su país que investigaran el posible trabajo de hackers rusos sobre las elecciones presidenciales. Esa investigación, avalada por la NSA, la CIA y el FBI, y concentrada en diversos “ciberincidentes” congregados para “influir sobre la opinión pública” ‒incluído el hackeo del jefe de campaña demócrata, John Podesta‒, concluyó que Rusia se había propuesto “minar el orden liberal democrático de Estados Unidos” para “denigrar a la Secretaria de Estado Hillary Clinton y lastimar su potencial presidencia”.
Rusia se había propuesto “minar el orden liberal democrático de Estados Unidos” para “denigrar a la Secretaria de Estado Hillary Clinton y lastimar su potencial presidencia”.
A partir de ese momento (y con buena parte de la misión, al parecer, cumplida) las reacciones fueron rápidas y caóticas. Además de la expulsión de varios diplomáticos rusos, eventos hasta entonces pueriles como las “noticias falsas” en Facebook, que Mark Zuckerberg intenta controlar desde diciembre (mientras reconoce, de paso, que su red es “un nuevo tipo de plataforma para el discurso público”), la influencia de la agencia periodística gubernamental rusa RT (Russia Today) y sitios como DCLeaks.com, donde diversos “hacktivistas” interceptan y publican correos de funcionarios estadounidenses, reconfiguraron lo que parece ser el nuevo escenario digital de un viejo juego de espías. Al mejor estilo Hollywood, sin embargo, el detalle final se reveló la semana pasada: el plan del Kremlin no habría sido otro que beneficiar al candidato más permeable a sus intereses. De ahí el valor para la coacción de las presuntas “conductas perversas” de Trump en la suite presidencial del Ritz Carlton Hotel de Moscú, donde según un dossier confeccionado por un espía británico había contratado prostitutas para que orinaran sobre la cama usada por Barack y Michelle Obama. Enojado por lo que comparó con una maniobra “nazi” del establishment político en su contra ‒una operación que, por otro lado, desnuda el verdadero temor que el status quo experimenta ante las posibilidades del futuro en Washington‒, la respuesta de Trump todavía vale la pena: “¿Alguien se cree esa historia? Además, soy bastante fóbico a los gérmenes”.
Ni la política ni los negocios olvidan que, como escribió Henry Kissinger en sus memorias, “con una selectiva presentación de documentos uno puede demostrar casi cualquier cosa”.
Aun así, ni la política ni los negocios olvidan que, como escribió Henry Kissinger en sus memorias, “con una selectiva presentación de documentos uno puede demostrar casi cualquier cosa”. Y si los hackers rusos ya son una exótica nota al pie en la historia de las “rencillas domésticas” entre demócratas y republicanos, la única verdadera batalla en la que Trump puso sus manos y promete hacer valer su influencia es otra que, de hecho, nunca dejó de estar en primer plano: el control y la influencia de los medios de comunicación, ahora con la inminente fusión de AT&T y Time Warner en primer lugar. Esa enemistad con los medios alcanzó un pico durante la última conferencia de prensa de Trump todavía como presidente electo, en la que acusó a la CNN de ser “un medio terrible” con “noticias falsas” y a BuzzFeed de ser “una pila de basura”. Fue así que tras comprar DirecTV (49 mil millones de dólares) e iniciar la expansión desde las telecomunicaciones ‒donde domina el mercado del acceso a internet‒ hacia los medios, AT&T, “la segunda compañía con mayores donaciones a campañas políticas”, según OpenSecrets.com, quedó enfrentada nada menos que al nuevo presidente de Estados Unidos mientras negocia la adquisición de Time Warner (85 mil millones de dólares), empresa propietaria de HBO, TNT, Warner Bros, Turner y… CNN.
Entre la niebla mediática de los hackers y el reacomodamiento de todos los interesados en el negocio de la información, la pauta para la reconciliación entre Silicon Valley y la Casa Blanca ya está sobre la mesa.
A la espera del permiso de la Comisión Federal de Comunicaciones para concretar la fusión, las especulaciones sobre la nueva relación entre los liberal media y la Administración Trump son siempre atractivas. De hecho, no hace falta más que leer en Twitter al propio Trump ‒que dijo que espera seguir usando su cuenta personal @realDonaldTrump antes que la cuenta presidencial @POTUS para defenderse de las mentiras de los periodistas‒ para conocer el tenor de las reuniones con Randall Stephenson, CEO de AT&T, en la Trump Tower: “¡CNN se derrumba con noticias falsas porque el rating cae desde las elecciones y su credibilidad va a desaparecer pronto!”. En esas condiciones, que Time Warner se desprenda de CNN para facilitar la operación ‒y oxigenar la relación con Trump, que se pronunció hace ya meses contra “la concentración de poder mediático”‒ no parece la medida más improbable ni la menos redituable. Pero, por otro lado, ¿qué efectos puede tener un rediseño del mapa de medios por el estilo en una de las auténticas cunas de la democracia moderna? Mientras las filtraciones sobre Hillary Clinton publicadas el año pasado por WikiLeaks hicieron que hasta la ultraderecha estadounidense más conservadora, en la voz de Sarah Palin, le pidiera “disculpas” a Julian Assange después de atacarlo durante años (al tiempo que Trump también admitió en Twitter que “sostiene lo mismo que Assange, que la gente debe formar sus propias ideas sobre la verdad”), el miedo a que la información de los ciudadanos quede todavía bajo mayor escrutinio del flamante gobierno republicano reavivó un viejo y largo debate sobre la protección (o “encriptación”) de todos los datos digitales. En tal caso, ante lo que parece ser desde el principio un cierto clima social de protesta (light) particularmente enfocado en la difusión por redes sociales, ¿qué va a significar para la Administración Trump, por ejemplo, que una plataforma con 1000 millones de usuarios como WhatsApp, que se jactaba hasta hace unos días de encriptar los mensajes, disponga de una “vulnerabilidad” abierta a cualquier agencia de inteligencia, como reveló The Guardian? En su favor y en su contra, mientras tanto, si las operaciones de inteligencia alrededor del nuevo presidente sirvieron al menos como un seminario veloz sobre las posibilidades estratégicas de la información en la web, la respuesta promete no demorar demasiado. Hasta entonces, entre la fugaz niebla mediática de los hackers al servicio de Vladimir Putin y el reacomodamiento concreto de todos los interesados estadounidenses en el millonario negocio de la información, la primera pauta para una reconciliación entre Silicon Valley y la Casa Blanca ya quedó sobre la mesa. Si Apple, por ejemplo, “construye una gran planta en Estados Unidos”, como Trump dice haber conversado con el CEO Tim Cook, los impuestos y las regulaciones que hoy hacen que Apple fabrique sus productos en China van a disminuir. ¿Y esa no es una cortesía económica perfectamente capaz de condicionar la buena voluntad para la confidencialidad de cualquier compañía propietaria de millones de datos privados valiosos para la política?//////PACO