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Para leer con precisión My life with Wagner, la autobiografía que Christian Thielemann, el actual director del festival de Bayreuth, publicó en 2015, hay que remontarse hasta 1876, cuando el mismo Richard Wagner creó el festival a los efectos de celebrar su propia obra operística. Por lo tanto, hacen falta ciento treinta y nueve años para recapitular la historia de Thielemann, cuya esencia es la pregunta por lo que constituye a un director de orquesta. ¿Por qué dirige a los demás músicos el único que no puede producir ningún sonido?
Al crear el festival de Bayreuth, Wagner, que estaba irremediablemente endeudado, encontró en Luis II de Baviera lo que necesitaba para reflotar su carrera, es decir, un milagro. “Lo serviré mientras viva y respire”, le juró el rey. Wagner, que no podía trabajar “a menos que viviese como un gran seigneur”, le pidió a cambio la Villa Wahnfried, una mansión barroca donde yacen sus restos, y la construcción de un teatro destinado exclusivamente a su música. Así fue como erigió, según Thielemann, “el legendario Teatro de Bayreuth y, con él, las perfectas condiciones geográficas, políticas, arquitectónicas y acústicas para su arte”.
Entonces, ¿qué significa ser el director del festival de Bayreuth? Además de ocupar el lugar que ocuparon Richard Strauss, Arturo Toscanini, Wilhelm Furtwängler, Georg Solti o Herbert von Karajan (en pocas palabras, los mejores directores del siglo pasado) y convertirse en el parámetro de la más superlativa excelencia musical (“junto con el Teatro Colón de Buenos Aires, analiza Thielemann, Bayreuth ofrece la mejor acústica operística del mundo”), nadie ignora que dirigir el epicentro de la escena wagneriana también implica dedicarse a la música que fascinó, inspiró y sirvió a los fines propagandísticos del nazismo. Y no sólo porque cuando murió Adolf Hitler tenía en sus manos, por lo menos, media docena de los manuscritos de las óperas de Wagner o porque su música había resonado en los tremebundos Konzentrationslagers, sino porque los herederos del gran compositor alemán pusieron el teatro a los pies del líder nazi. Sin ir más lejos, durante la dirección de Winifred Wagner, entre 1931 y 1944, el festival lució banderas con esvásticas, los oficiales distinguidos del Tercer Reich recibieron entradas gratuitas y la Villa Wahnfried se volvió la residencia oficial del Fürher durante sus visitas a la ciudad.
Dirigir el festival de Bayreuth, por lo tanto, significa sumirse por momentos en una confusa nebulosa de sentido, donde la interpretación musical del compositor más significativo de la modernidad se presenta como una apología del nazismo e, incluso, por los efectos de una especie de extensión metonímica, cualquier amante de la música de Wagner puede confundirse con un antisemita. Esto es lo que insinúa Stephen Fry, el actor, comediante y escritor británico, en su errático documental Wagner and Me. Por supuesto, el detalle es que quienes leen a Wagner desde este plano jamás logran articular ideas concretas sobre su música ni sopesar las razones que lo volvieron el más grande reformador del drama lírico. A propósito de este argumento, la escena de Curb Your Enthusiasm en la que Larry David silba el Idilio de Sigfrido y un judío lo reprende por “falta de ética” nos recuerda que nadie podría volverse antisemita por ver una puesta de Wagner (o pedófilo por escuchar a Michael Jackson). Por eso, alcanza con algunas escenas del documental de Fry para corroborar que no se trata, como él mismo pretende, de su historia personal con Wagner, sino de cómo el propio periodista permanece lastimosamente atrapado en los equívocos que evoca el intrincado vínculo de Wagner con el nazismo. El momento más revelador del documental es el que muestra a Fry preguntándole a una sobreviviente de Auschwitz si es “correcto” que él, como judío, escuche El holandés errante en Bayreuth. La respuesta, cálida y aleccionadora, es inmediata: “No pienso decirte lo que tenés que hacer”.
En cuanto a Thielemann, un periodista lo recordaba hace apenas unos años como “el más ganado heredero de los directores wagnerianos”, y por eso no es casual que My life with Wagner sostenga una postura contundente en cuanto al “enfoque histórico apropiado” para interpretar la música del compositor de Leipzig. La abrumadora radicalidad de Thielemann (“nunca me interesó dirigir por dirigir, sólo me interesa Wagner”) parece remontarse a sus tempranos años de vida en Berlín, cuando encendió las alarmas contra cierto sentido de la moral. “Soy de una generación que aprendió, o se suponía que debía aprender, a detestar la música alemana, y sobre todo la de Richard Wagner. Me defendí primero instintiva y después deliberadamente contra este tipo de corrección política”.
Consecuentemente, perspectivas como la de Hartmut Zelinsky, el músico y ensayista alemán que pretendió cambiar los libretos de Wagner para hacer un “ajuste ideológico” de su obra, le parecen otra muestra de “las ordinarias interpretaciones desgatadas por la deconstrucción”. A fin de cuentas, cuando Zelinsky toma Lohengrin y cambia la palabra “líder” [Führer] por la palabra “protector” [Schützer], o cuando, al final de Los maestros cantores de Núremberg, cambia la frase “honra tus maestros alemanes” por “honra tus maestros nobles”, ¿no ejerce la misma torsión ingenua que ejercieron los nazis? “Como director, y con respecto a la política en la música, siento que a menudo se dice mucho antes que poco”, asevera Thielemann. En consecuencia, no se dedica a corregir las obras sino a interpretarlas, y por eso el repertorio de la corrección política (que entre nosotros incluye reescribir obras con lenguaje inclusivo, cancelar películas porque tienen protagonistas masculinos o transformar los héroes en heroínas) le parece tan anodino como absurdo.
Desde luego, parece igualmente ingenua la abstracción teórica de que la música no es más que sonido, un absoluto, una universalidad insobornable carente de ideología. Este es el tipo de fantasía para la cual Thielemann tiene una afinidad especial, para la que, de seguir dando entrevistas, podría seguir exhibiendo ejemplos más fructíferos: en una conversación reciente para The Guardian, el director berlinés afirmaba que “un do mayor no es más que un do mayor” y que “la música no tiene más referencia que sí misma”. También My life with Wagner coquetea con esta idea seductora que sólo se sostiene en abstracto. Apenas suena una orquestación, es posible escuchar continuidades y derivas que hablan de búsquedas, desafíos y naciones. Con todo, Hitler amaba los pastores alemanes y detestaba la carne, y nadie se animaría hoy a acusar de nazis a los perros ni mucho menos a los vegetarianos, sus solícitos aliados.
Pero entonces, ¿puede un judío escuchar a un antisemita? La flagrante repugnancia que Wagner sentía por los judíos lo llevó a cargar las tintas en varias ocasiones, como cuando en Sobre el judaísmo en la música afirmó que “los judíos lo manejan todo y seguirán haciéndolo mientras el dinero sea el único valor ante el cual nuestros esfuerzos se vuelven impotentes”. Aun así, Wagner no fue un nazi, y el carácter de su antisemitismo es, en algún punto, parcial. Después de todo, en Cinco lecciones sobre Wagner, el artista y activista político israelí Udi Aloni nos recuerda oportunamente que, al margen del antisemitismo wagneriano y de la apropiación nazi, ciertos judíos todavía asocian a Wagner a los buenos tiempos de la República de Weimar, en la que sus óperas habían jugado un rol esencial. Un judío, por lo tanto, puede disputar la ideología del compositor de Tristán e Isolda, puede reconocer por su sensibilidad artística la grandeza de su música o puede sentir el más honesto desinterés, pero si lo que se le ocurre es acusar de nazismo a Wagner o de cómplice del Holocausto a cualquiera que lo escuche, entonces lo único que le resta por hacer es distinguir la realidad de la fantasía.
Con esto en cuenta, para dirigir en la ambigua arena de Bayreuth hace falta entender que el rol del director no se reduce a una mera función autoritaria: “No me interesa una concepción del director como una especie de guía. Para eso, bien podría estar ‘dirigiendo’ un estacionamiento de autos”. Tal vez la mejor manera de dirigir a Wagner, propone Thielemann, sea a través de la confrontación. ¿Pero confrontar significa someterse o, por el contrario, entender que no es lo mismo lo que las cosas son que el modo en el que a veces se presentan? Consecuentemente, tocar lo que está en la partitura con la mejor versión de la habilidad y la conciencia y dejarle a la audiencia la tarea de pensar sobre el significado de la soberbia experiencia musical que Wagner propone es la única manera de confrontar con su música.
Interpretar a Wagner no es enajenar su obra a través de una lectura deconstructiva sin aportar una base interpretativa firme, porque lo que en esencia representa este tipo de gesto es la cómoda postura de decirles a los demás lo que tienen que pensar. ¿Pero ese tipo de lectura es sólo es superficial o además es un obstáculo? “Si Sigfrido era un héroe, entonces, por más arcaico, ingrato y políticamente incorrecto que resulte, debe ser presentado como un héroe”, esclarece Thielemann. El dilema se dirime con relativa simpleza: siempre habrá por estrenar una versión de Tristán e Isolda con perspectiva de género para las buenas conciencias, pero como dice Thielemann en su momento más declarativo, “para quienes quieran Wagner, entonces Wagner es lo que deben tener”////PACO
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