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Schopenhauer, parafraseando un enunciado de Leibniz con el que intentaba discutir, definió a la música como “un ejercicio inconsciente de metafísica en el que la mente no sabe que está filosofando”. Se podría decir que con el drama wagneriano, desde la concepción de la tetralogía de El anillo en adelante, la música adquirió una mayor consciencia de su capacidad reflexiva, una cualidad que la filosofía del siglo XVIII le había negado sin ambigüedad (Hegel decía que es “irrelevante culturalmente” porque “carece de concepto”). Para algunos, incluso, es un lugar común decir que la capacidad de articular ideas musicales complejas, contradictorias y ambiguas, algo que las artes audiovisuales del siglo XX nunca dejaron de explorar, tienen su antecedente y su punto de partida en los dramas musicales del siglo XIX creados por Richard Wagner. Desde su muerte en 1882 hasta hoy en día, su figura ha sido tanto canonizada como denostada por innumerables razones ajenas a sus habilidades dramatúrgicas y musicales. No resulta inútil entonces analizar a través de unos pocos ejemplos cómo éstas fueron adaptadas a lo largo del tiempo a los diferentes medios tecnológicos. 

La música que John Williams escribió tanto para Home alone (1990) como para Home alone 2: Lost in New York (1992) fue compuesta en gran parte por medio de la técnica del leitmotiv wagneriano, una técnica que ya había utilizado a mayor escala en la saga de Star Wars (1977–83). En Home alone 2, hay una escena que sucede poco después de que aparezcan por primera vez “los ladrones mojados” –ahora “los ladrones pegajosos”. Mientras Harry y Marv caminan por las calles de Nueva York escuchamos el leitmotiv completo de los ladrones que Williams había presentado ya en la película anterior:

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Mientras tanto, Kevin, recién llegado a la ciudad, está buscando un lugar donde quedarse. Desde el Central Park mira el Hotel Plaza y en ese momento escuchamos tres compases del tema principal de la película asociado en general a Kevin:

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Inmediatamente después, con dos planos breves, alternados, vemos que Kevin y los ladrones están, cruzando en dirección opuesta la misma avenida, a punto de encontrarse en medio de la calle. 

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El fragmento en cuestión casi no tiene importancia para la trama, apenas anticipa y a la vez retrasa el encuentro definitivo entre Kevin y los ladrones. Sin embargo es destacable porque la música que acompaña la escena, haciendo uso del leitmotiv wagneriano, establece con sutileza la cercanía de los personajes, el encuentro que no se produce. Cuando la cámara toma a los ladrones escuchamos un leitmotiv derivado su motivo principal, una marcha que expresa movimiento: 

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En el momento en que Harry (Joe Pesci) choca con Kevin la música hace una pausa. Durante el plano en que vemos a Kevin de espaldas, alejándose, escuchamos un fragmento del leitmotiv de su personaje acompañado por una nueva armonía. El momento breve en que el motivo es reinterpretado, rearmonizado –la melodía se encuentra desplazada dentro de una armonía más tensa – da una idea de peligro o incluso de algo más preciso, de la cercanía del peligro: 

Harry mira detrás de su hombro como si reconociera a alguien hasta que desiste y sigue su camino. Justo cuando vuelve a mirar hacia adelante y retoma el paso escuchamos otra vez el leitmotiv derivado del motivo de los ladrones. 

El pasaje, que integra de forma orgánica, con un discurso bien articulado, dos motivos contrastantes, una habilidad a la que Wagner se refería como el “arte más profundo y más sutil de la transición”, es un buen ejemplo del uso oblicuo y complejo del leitmotiv, un uso que los primeros detractores del drama musical pasaron por alto tanto como hoy en día muchos wagnerianos hacen con la música de Hollywood.

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A diferencia de la escena de Home alone 2, donde las dos melodías señalan la cercanía entre los personajes, en Tristán e Isolda, la dualidad que Wagner plantea musicalmente a través de los motivos asociados a las dos pociones, la de amor y de muerte, adquiere un carácter simbólico. Wagner convierte el recurso más trillado de la ópera –el de la poción mágica– en un “rompecabezas dialéctico”, como señala Carl Dahlhaus. Porque Tristan e Isolda creen haber tomado la poción de muerte es que confiesan su amor y porque toman la poción de amor es que están condenados a muerte. Solo pasando por alto la mayor parte del primer acto alguien puede pensar que el enamoramiento es producto de la poción. Por eso Thomas Mann se equivocaba al decir que Tristán e Isolda “podrían tomar agua pura”. Esto es cierto en tanto la poción no modifica los sentimientos de los personajes. Pero la función que cumple la escena no es la de causar el enamoramiento, que de hecho ya existe, sino la de señalar la ambigüedad entre las dos pociones. 

Para entender mejor cómo Wagner postula esta asociación tenemos que analizar con cuidado el Preludio. En el mismo comienzo de la obra podemos escuchar que debajo de la melodía asociada a la poción de amor, suenan tres notas en el bajo, el motivo que más tarde quedará asociado definitivamente a la poción de muerte. 

A los pocos compases, Wagner nos advierte que la naturaleza de las pociones es indistinguible. El límite exacto entre ambas es difuso, amor y muerte son el mutuo revés de una misma trama. 

La teoría desarrollada en Más allá del principio de placer (1920) de que detrás de la pulsión de vida se esconde una pulsión de muerte fue formulada también en 1857 pero no a través de las palabras sino de la música. Las resonancias freudianas fácilmente identificables en muchas de las obras de Wagner no se deben a ninguna casualidad. La fuente común que utilizaron tanto Wagner como Freud fue la filosofía de Schopenhauer. Esta no sólo cambió el curso de su estética ―al menos de la forma particular en la que el compositor solía adaptar las ideas filosóficas a su concepción del teatro― sino que incluso le dio a Wagner “la idea para Tristan e Isolda” como confesó en su correspondencia. 

En el capítulo 52 del primer volumen de El mundo como voluntad y representación (1819), que Wagner leyó por primera vez en 1854 y que nunca dejó de releer, Schopenhauer expuso con detalle su concepción de la música, el único arte que, a diferencia de las demás que son solo una “reproducción de las Ideas”, reproduce la voluntad misma y es capaz de “revelar la esencia íntima del mundo”. Un poco más adelante, sobre la base de que “está en la naturaleza del hombre el sentir deseos, el satisfacerlos y el volver enseguida a alimentar otros nuevos para continuar así indefinidamente” atado siempre a la rueda de Ixión, establece una asociación entre disonancia y deseo, entre la tendencia de una melodía a “vagar por mil caminos” apartándose de la nota fundamental y la “demora de la satisfacción”. Aunque es fácil ver hasta qué punto Wagner traicionó la filosofía de Schopenhauer –la vía de la redención en Tristan, el erotismo, es decir, la estética, para el filósofo no era más que una ilusión, el “consuelo provisional de la existencia”– podemos imaginar al compositor leyendo el capítulo con sorpresa y una sombra de astucia: “una melodía lenta que pasa por disonancias dolorosas y no vuelve al tono fundamental sino después de muchos compases, será triste y expresará el retardo o el estorbo de la satisfacción de los deseos”. Esa melodía que “no vuelve al tono fundamental sino después de muchos compases” es justamente Tristan e Isolda, la ópera sobre el deseo, sobre “la demora de la satisfacción”. El discurso armónicamente elusivo del Preludio queda irresuelto y esos “muchos compases” son una ópera entera. No hay cadencias tranquilizadoras; el planteo del comienzo sólo encuentra su resolución al final, en el Liebestod, la muerte de amor de Isolda.  

La otra idea fundamental extraída de la filosofía de Schopenhauer es la dualidad entre la Representación y la Voluntad que en Tristan e Isolda se traduce en la oposición entre el Día y la Noche. Esta se despliega en el segundo acto cuando los amantes se encuentran a escondidas, mientras la corte va de caza, en la que se conoce como Tagesprächt (la discusión del día). Isolda aún quiere saber por qué Tristán la empujó a casarse con el rey Marke consagrando su “fidelidad a la muerte”. Tristán reconoce que fueron los “honores soberanos de pompa y esplendor” del día e Isolda insiste: “¿Qué mentiras te contó el pérfido día, que la mujer que te estaba destinada como amante debía, pues, ser traicionada?”. Fue la “aureola del honor”, explica Tristán, por lealtad al rey y para conservar la fama y la gloria de los “honores mundanos”. Entonces ambos prometen consagrarse juntos a la noche eterna, “sin nombres, sin separación”. La noche que libera de las “miserias del despertar” resulta la única salida para el amor condenado. Una vez descubierto por el rey, antes de dejarse herir por la espada de Melot, el traidor,  Tristán despierta como de un ensueño  y le pide a los “espectros del día” que se disipen. 

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Como los personajes de Tristán e Isolda, la protagonista de Melancholia (2011), dirigida por Lars Von Trier, Justine, rechaza a los espectros del día e invoca a la noche. Pero la relación de la película con Wagner empieza por la música. El Preludio de Tristán, fragmentado y hasta modificado según las necesidades de la escena, es la única música no diegética de toda la película. También como en Tristán e Isolda la historia comienza a las vísperas de una boda. Pero a diferencia de Isolda que sólo consiente su casamiento decidida a morir por Tristán, Justine se esfuerza por tener una vida normal. Es joven, tiene un buen trabajo y va a casarse con un hombre que la ama. Pero durante la fiesta de casamiento que organiza su hermana Claire en una lujosa mansión, no puede ocultar su incomodidad. Se ausenta de la fiesta, se encierra en el baño, baila sin ganas entre los invitados forzando una sonrisa y todo termina en una pesadilla; renuncia a su trabajo, su novio se va para no volver y ella cae en una depresión permanente. 

Fuera de la “obertura”, como llamó von Trier a los 7 minutos iniciales en los que vemos fragmentos de la película  expandidos temporalmente como si fueran el eco onírico de la trama acompañados de la música de Tristán, escuchamos el Preludio cuando Justine se escapa por primera vez de la fiesta; ella sale, se sube a un carro de golf y se detiene en el campo a mirar el cielo. En el momento en que la cámara hace un plano de Justine mirando hacia arriba escuchamos el leitmotiv de la Mirada de Tristán. 

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En la tercera escena del Acto I, Isolda relata cómo Tristán disfrazado como Tantris –el reverso de Tristán, la máscara de la máscara– la visitó para que ella cure la herida que la espada envenenada de Morold, su prometido, produjo. Gracias a una muesca faltante de la espada de Tristán que coincide con un fragmento de acero encontrado en el cráneo de Morold, descubre la verdadera identidad de Tantris. Pero cuando se dispone a matarlo la mirada del caballero herido la conmueve. Deja caer la espada y lo cura para que vuelva a Cornualles y no la “aflija más con su mirada”. Cuando Isolda dice “er sah mir in die Augen” (miraba mis ojos) escuchamos un violín solo, que nos hace pensar en Tristán desvalido con una mirada de súplica, que expone el motivo de la Mirada.

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Una melodía que habíamos escuchado en el Preludio pero que solo ahora gracias a la referencia del texto queda asociada a la mirada de Tristán. En ese momento se produce lo más parecido a un close–up que Wagner podía crear en su época con los medios técnicos que tenía a disposición: la orquesta. 

En la segunda parte de la película, Justine sufre una depresión incurable. No puede bañarse, no puede comer (“sabe a cenizas” dice llorando cuando prueba un bocado en la mesa junto a su familia), no puede caminar ni levantarse de la cama. Mientras tanto, un planeta llamado Melancholia se aproxima a la órbita terrestre. Pero los científicos, incluído el marido de Claire, suponen de acuerdo a sus cálculos que no hay peligro de que vaya a chocar con la Tierra. Con la presencia y la proximidad de Melancholia, Justine parece más animada. Una noche se levanta, atraviesa el jardín, se acuesta desnuda al borde de un arroyo y mira con lujuria hacia Melancholia. Una vez más, cuando vemos otro plano de Justine mirando al cielo escuchamos el leitmotiv de la Mirada.

Sin embargo, la posibilidad de que el planeta vaya a chocar con la tierra se vuelve gradualmente más certera. Claire entra en pánico. Va al pueblo, compra unas pastillas en caso de tener que suicidarse y las guarda bajo llave. Una mañana encuentra a su marido observando el cielo a través del telescopio. Se duerme a su lado sobre una silla pero, cuando despierta, él no está. Lo busca por la casa –en el cajón, el frasco de pastillas está vacío– hasta que lo encuentra muerto en el establo.

4

Pero aún, la lectura de Wagner que hace Lars von Trier es más acertada de lo que parece a simple vista. Lo opuesto al amor no es el odio sino el miedo. Y es justamente el miedo lo que la dialéctica entre la poción de amor y la poción de muerte logra erradicar de Tristán e Isolda. Una vez que ambos pierden el miedo es que pueden abrirse al amor. A principios de 1856, Wagner hizo algunos cambios en el texto de Die Walkure. En la escena en la que Erda, la diosa de la tierra, advierte a Wotan sobre la maldición del anillo incluyó las líneas: “todo lo que existe morirá, un día oscuro amanece sobre los dioses”, tal como Justine le dice a su hermana Claire: “Sólo hay vida en la tierra pero no por mucho tiempo”. El 25 de enero de ese año, a propósito de la modificación en el texto de Die Walkure, Wagner escribió a su amigo August Rockel: “Debemos aprender a morir, morir en el sentido más completo de la palabra. El miedo al final es la fuente de toda falta de amor y crece donde el amor ya se ha desvanecido”.

La idea de que el miedo a la muerte es la “fuente de toda falta de amor” no solo queda planteada sino que cumple una función estructural en lo que Wagner había terminado de la tetralogía hasta el momento de la composición de Tristan, en 1857.  Pero en Wagner la fuente de la salvación también es la fuente de la destrucción. La ausencia de miedo que le permite a Siegfried cometer actos heroicos, como matar al dragón y recuperar el tesoro del Rin, al mismo tiempo lo priva del don del recuerdo. Un personaje atrapado en el presente es indiferente al dolor pero también incapaz de articular su propia historia y por lo tanto de amar; otra vez una poción, en este caso la del olvido, pone en evidencia una cualidad esencial y previa de los personajes. Al final de Götterdämmerung, la última parte de la tetralogía, solo con su muerte puede recuperar el amor de Brünnhilde. Tristán es su reverso exacto. El enamorado no puede olvidar. Vive en el pasado, en la presencia ausente del otro, y en el futuro, en la espera del encuentro.   Y es justamente el recuerdo inolvidable de Isolda lo que lleva a Tristán a querer escapar, como un Edipo taciturno, de su destino, lo que al mismo tiempo no hace más que precipitarlo. 

Pero en la tragedia del amor las profecías no son enunciadas por oráculos. La catástrofe se prepara en silencio. Queda oculta bajo la máscara de la seducción. Sin la confesión, el enamoramiento puede mantenerse en el terreno de las señales, los gestos y las medias palabras. Después de tomar la poción, suponiendo que van a morir, se confiesan y la confesión desencadena la tragedia. Las palabras del amor antes velado y hasta negado descorren definitivamente el velo de la seducción y dejan caer todas las máscaras, incluso las de la vida y la muerte. El verdadero efecto que tiene la poción sobre Tristan e Isolda es la de eliminar el miedo, la última barrera capaz de impedir la consumación del amor. Así, el honor, el ego, los espectros del día y de la muerte se vuelven insignificantes.

Es justamente el desapego y la pérdida del miedo lo que abre a Justine a la compasión, la única que se vuelve capaz de enfrentar con dignidad la muerte mientras su cuñado se suicida en el establo –las certezas de la ciencia, sus cálculos, pueden darnos seguridad e incluso mejorar nuestra vida pero no pueden enseñarnos a morir– y su hermana en un intento sin sentido trata de escapar con su hijo en un carro de golf. La compasión es la pregunta, “¿qué te duele?”, que Parsifal no sabe formular ante el dolor de Amfortas. Solo al tomar conciencia de ella a través del deseo –y de su renuncia– alcanza la clarividencia. 

Al final de la película el hijo de Claire le dice a Justine que tiene miedo. “No hay nada que hacer, no hay donde esconderse”, le había dicho su padre, desesperado ante la certeza del fin del mundo. Justine le contesta que su padre estaba equivocado, que solo tienen que construir un refugio y que una vez dentro no les va a pasar nada. Buscan unas ramas y lo construyen. La cara del chico está en paz cuando el planeta arrasa la tierra con una tormenta de fuego. 

Como consecuencia de su miedo a la muerte, los demás personajes, a diferencia de Justine, son incapaces de formular, como un último acto de caridad y de amor, la mentira piadosa que permite confortar al niño. Ante los eventos cruciales del mundo se revela el “miedo al final” de los individuos funcionales de la sociedad y su completa incapacidad de amar. Es el miedo que crece donde el amor ya se ha desvanecido////PACO

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