Me gustaría empezar tratando de contarles apenas en tono de introducción quién es Byung Chul-Han y por qué sus ideas, sus sospechas e incluso sus equivocaciones respecto a lo que internet es y lo que internet provoca en nosotros y
entre nosotros son útiles para pensar cuál es la experiencia de la violencia en la web. En principio, entonces, Byung-Chul Han es un filósofo, un pensador contemporáneo nacido en Corea del Sur en 1959. Y es alguien cuyos libros, escritos en Alemania, donde vive, fueron logrando en los últimos tres o cuatro años un impacto decisivo en un punto muy específico de nuestra existencia. Un punto que podríamos definir como “el punto ciego de la imaginación técnica”. ¿Y cuál es este “punto ciego” y qué tiene que ver con la “técnica”? Para llegar a esto primero conviene aclarar un detalle que para quien conozca incluso de lejos a Byung-Chul Han no es ninguna sorpresa. Han no cree que ahora, a principios del siglo XXI, con nuestros teléfonos y nuestros televisores y nuestras computadoras inteligentes conectadas en todo momento a internet, estemos viviendo la mejor de las épocas posibles. De hecho, Byung-Chul Han cree casi lo opuesto. Y alrededor de este punto, entonces, podríamos decir que Byung-Chul Han es también un pensador ligado, a su manera, a cierto espíritu romántico. Es decir, a un cierto anhelo nostálgico por un tiempo anterior, un tiempo idealizado, el cual él es todavía capaz de percibir como un tiempo más sensible y verdadero que el nuestro. Un tiempo en el que, por ejemplo, los vínculos entre las personas y los vínculos entre esas personas y el mundo era más genuino, más honesto, más tangible. Puesto en otros términos, Byung-Chul Han siempre apela a la vieja época analógica para darle sentido a sus precauciones ante la nueva época digital, lo cual equivale a decir que apela a un ideal abstracto para “resistir” ante lo concreto de lo real. Sin duda esa es una zona angustiante para pensar, y es ahí donde el pensamiento de Byung-Chul Han encuentra precisamente su zona inquietante, una zona que establece, también, la bisagra más sensible entre nosotros. Formulada como pregunta, esa zona incómoda podría plantearse así: ¿y si la técnica digital que hoy nos rodea con la fibra óptica y con las ondas intermitentes del Wi-Fi y con los cables transoceánicos que mantienen el ritmo incesante de los datos a nuestro alrededor fuera nocivo para la sagrada naturaleza humana? ¿Y si esa marea alta de información que parpadea y vibra y suena con notificaciones, mensajes y advertencias en cualquier pantalla a nuestro alcance no fuera otra cosa que una marea destinada a ahogarnos?

¿Dónde golpean los libros de Byung-Chul Han? En un punto que podríamos definir como “el punto ciego de la imaginación técnica”. ¿Y cuál es este “punto ciego” y qué tiene que ver con la “técnica”?

Entonces, ¿y si esa marea siempre alta de información que parpadea y vibra y suena con notificaciones, mensajes y advertencias en cualquier pantalla a nuestro alcance no fuera otra cosa que una marea destinada a ahogarnos? En este punto podríamos volver, y ya con un tono definitivamente pesimista, a la idea del “punto ciego” de nuestra “imaginación técnica”. Vuelvo a las preguntas. ¿Y si el único dato opaco entre todos los datos transparentes en la web fuera que este revolucionario instante de “progreso y evolución técnica” no va a terminar bien? Desde ya, este miedo a la técnica no es un miedo novedoso ni inaugurado en nuestra época. De hecho, es uno de los miedos más atávicos de la humanidad. Algo que, para hacer una historia breve, empezó más o menos en el mismo instante en que el primer hombre lanzó la primera piedra para matar y comerse por primera vez algo que, de otro modo, no habría podido alcanzar, matar y comer. Y no es difícil imaginar el cálculo mental de los testigos de aquel evento crucial en la historia de la técnica. ¿Qué podrían haberse preguntado? Bueno, por ejemplo esto: “¿Y si la próxima vez me tiraran la piedra a mí?” O, mucho mejor: “¿Y si yo, que no tengo las destrezas óptimas para alcanzar y matar lo que quiero comer, también tuviera una piedra como esa para cazar o defenderme?” Para entender cuál es ese “punto ciego” que explora Byung-Chul Han, cuál es esa piedra, cuál es esa primera gran herramienta técnica, esa elemental pieza capaz de rediseñar el orden del mundo, hoy podríamos pensar la antigua piedra en términos como “trabajo automatizado” o “robots”. Esos son términos acerca de los cuales ya se nos dice, y con un optimismo también sospechoso, que en unos pocos años, apenas muy pocos, van a ser capaces de realizar más de la mitad de los trabajos que cualquier persona cumple hoy a cambio de un salario.

¿Tiene sentido establecer una diferencia tan irreconciliable entre “lo humano” y “lo técnico”? De hecho, ¿no está precisamente en el centro de la “sagrada naturaleza humana” la necesidad de imaginar, diseñar y utilizar herramientas técnicas?

Ahora bien, antes de seguir creo que podríamos pensar algo más acerca de esta “sagrada naturaleza humana” que, de una u otra manera, la técnica siempre parece estar alterando o amenazando. Para eso me gustaría plantear algunas preguntas más y aterrizar de una vez en el asunto de la violencia y las redes sociales. Muy bien, entonces… ¿Tiene sentido establecer una diferencia tan irreconciliable entre “lo humano” y “lo técnico”? De hecho, ¿no está precisamente en el centro de la “sagrada naturaleza humana” la necesidad de imaginar, diseñar y utilizar herramientas técnicas? ¿No es la vida de las máquinas, por lo tanto, una expansión inevitable de la vida de los humanos? ¿Y si entonces la necesidad de pensar los modos de existencia de la técnica fuera una expansión indispensable de la necesidad de pensar los modos de existencia de lo humano? Tal vez cuando a mediados del siglo pasado Martin Heidegger dijo que “la ciencia no podía pensar”, lo que de algún modo quedó inaugurado fue la opción de que la ciencia, en cambio, pudiera “sentir”. ¿Pero cómo dotar a los objetos creados por la ciencia de una densidad existencial propia? ¿Y hasta qué punto esa cualidad podría inaugurar una nueva sensualidad, un nuevo plano para el entendimiento entre los hombres y las máquinas? Tal vez la premisa no es oponer lo que la técnica puede añadirle al mundo humano con lo que la técnica puede restarle al mundo humano. Tal vez la premisa es que el mundo de los hombres no es otro que el mundo de la técnica. De hecho, escritas hace casi seis décadas, las palabras de otro filósofo al que le preocupaban estos asuntos, Gilbert Simondon, podrían figurar en cualquier discurso estándar pronunciado ahora mismo en Silicon Valley: “Si todos nuestros sufrimientos provinieran de los objetos técnicos bastaría con hundirlos en el mar luego de haberlos cargado ritualmente con nuestras faltas. Pero sería mejor conocerlos según su verdadera naturaleza, que no es solamente su utilidad, en vez de involucrar a la tecnicidad y la sacralidad en un combate frente al cual los espectadores no se purifican más que las multitudes cuando contemplaban, en los inicios de la decadencia romana, a los cristianos viéndoselas con las fieras sobre la arena ensangrentada”. Por supuesto, las reflexiones de Gilbert Simondon sobre este “punto ciego” del que hablábamos al principio son más extensas y más complejas. Pero lo que me gustaría señalar ahora es al menos que, entre las ideas de Simondon alrededor de este conflicto, una de las más interesantes, una de las que mejor iluminan el marco en el que piensa Byung-Chul Han, que es el marco opuesto a Simondon, es la idea de que entre los motivos fundamentales de esa aparente incapacidad para pensar en serio la “existencia de la técnica” en relación a la “existencia de las personas” está el hecho de que los objetos técnicos, para nosotros, son casi siempre opacos. ¿Y qué quiere decir que los objetos técnicos nos resultan opacos? Quiere decir que la mayoría de nosotros no sabemos cómo funcionan ni como se estructuran las máquinas que nos rodean. Y esto es un detalle importantísimo. Que nuestros teléfonos y nuestros televisores y nuestros autos resulten por un lado cada vez más pulidos, cada vez más lisos y cada vez más suaves, es decir, cada vez más inexpugnables ante nuestra propia mirada, cada vez más “perfectos” e “indescifrables”, y que, por otro lado, sea cada vez más indiscutible también el hecho de que cualquier máquina defectuosa debe ser reemplazada por una nueva en vez de repararse y reponerse, estas dos cuestiones, estas dos caras de nuestra relación inmediata con la técnica más contemporánea, son dos partes de un mismo problema. Desde ya, que la técnica oculte sus procesos técnicos tiene muchas explicaciones y muchas consecuencias, pero la más interesante ahora podría ser esta: ¿no es justamente aquello que no podemos entender, aquello que no sabemos exactamente cómo funciona ni qué es lo que hace, lo que suele provocarnos o una fascinación inexplicable o un terror inexplicable? Y por “inexplicable” quiero decir literalmente eso. Algo inexplicable, algo más allá de las cuerdas de lo racional, más allá de lo que somos capaces de sustentar con palabras. Ahora bien, ¿qué tiene todo esto que ver con la violencia en las redes sociales? Tiene que ver en un punto que, creo, es interesante porque apunta a lo mismo. Y ese punto es este: sí, es cierto que sobre lo que no vemos en un plano profundo de las redes sociales no conocemos nada. Al fin y al cabo, ¿quién está realmente al tanto de las finanzas y los lenguajes de programación y los intereses corporativos y los últimos algoritmos de Facebook, Instagram o Twitter? Pero, momento, ¿no es más interesante descubrir que, en realidad, tampoco sabemos nada acerca del plano más superficial de esas mismas redes en las que participamos, compartimos, vemos y dejamos ver a otros nuestras vidas? ¿Y por qué no sabemos? ¿Bajo qué forma tan pulida, tan lisa y tan suave se nos presentan las redes sociales para que resulten, al mismo tiempo que las usamos, al mismo tiempo que somos sus usuarios, inexpugnables para nuestra propia mirada? Byung-Chul Han diría que la pátina que vuelve invisibles a las redes sociales aún ante nuestros ojos tiene dos partes: el amor y la indignación.

¿Bajo qué forma tan pulida, tan lisa y tan suave se nos presentan las redes sociales para que resulten, al mismo tiempo que las usamos, al mismo tiempo que somos sus usuarios, inexpugnables para nuestra propia mirada?

Entonces, ¿dónde está la negatividad en las redes sociales? ¿Y por qué el odio podría ser más útil de lo que sospechamos? Pensemos ahora qué quiere decir Byung-Chul Han cuando habla de “negatividad” y qué significa, en consecuencia, esta “utilidad del odio”. Para Byung-Chul Han la negatividad es nada más y nada menos que el elemento que posibilita cualquier acto de conciencia. Sin negatividad, sin cuestionamiento, sin oposición a lo que se nos presenta como intuición o prejuicio, no hay ninguna posibilidad de entendimiento. Claro que el amor puede ser edificante, por supuesto. Pero también puede ser insulso si le falta la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo. Entonces, ¿cómo conoce su valor aquello que no se enfrenta nunca a nada? O, para volver a lo positivo y lo negativo, ¿cómo sabemos lo que vale algo positivo si se mantiene ajeno a lo negativo? ¿Sabemos amar si no sabemos odiar? Y en las pantallas, ¿qué sentido tiene inundar de afecto y cariño la web si, en realidad, en Facebok solo podemos apretar un botón que dice Me gusta y en Twitter o Instagram solo podemos apretar otro con forma de corazón? ¿Disponemos entonces de una verdadera libertad capaz de permitirnos separar, distinguir y decidir qué es ese amor y cuánto vale? Podríamos hacer más preguntas. Pero la verdadera pregunta, en realidad, sería esta: ¿por qué hay un borramiento aparente de la negatividad, por qué se estigmatiza el conflicto? Es ahora cuando la cuestión de la técnica de la que hablábamos antes revela su dimensión más inquietante: las máquinas, las redes sociales, internet, todo eso que podríamos llamar a grandes rasgos “la tecnología”, no se define en el tipo de teléfono o el modelo de tablet que tenemos. La tecnología se define en la capacidad de estructurar el modo en que hoy nos relacionamos con la realidad. La tecnología es el modo en que la realidad se nos revela en la actualidad.

Los sentimientos, como saben quienes leen o escriben poesía, a diferencia de los pensamientos, son idénticos entre sí, “igualmente respetables a la hora de su intercambio”.

Lo que más inquieta a Byung-Chul Han, por ejemplo en un libro que se llama En el enjambre, es que si las redes sociales funcionan como “medios del afecto”, es decir, como espacios cuya instantaneidad elude todo tipo de trabajo reflexivo y donde, en realidad, nos es posible comunicar lo primero que sentimos en vez de lo primero que pensamos, lo que genera ese intercambio permanente de sentimientos y no de pensamientos es una comunicación puramente “simétrica”. ¿Y esto qué quiere decir? Quiere decir que si el pensamiento se somete casi siempre a un juicio medianamente objetivo y jerarquizado que, en tal caso, intenta medir su valor por la eficacia de sus argumentos, los sentimientos, como saben quienes leen o escriben poesía, a diferencia de los pensamientos, son idénticos entre sí, “igualmente respetables a la hora de su intercambio”, podríamos decir, y entonces no pueden nunca resultar jerarquizados. Lo que pasa en las redes sociales, finalmente, es que predomina una positividad muy endeble, muy dependiente de su propia insustancialidad, una positividad que resulta, como dice Han, “carente de ruido”. Entonces, otra vez, ¿qué otra cosa que un discurso homogéneo de la coincidencia alegre entre todos nosotros podemos lograr si solo se nos impulsa a intercambiar afectos y solo se nos permite decir Me gusta? Esta sería, entonces, la primera gran pátina de invisibilidad: el amor, al menos en esta versión insípida y reglamentada que vuelve invisibles los matices de las relaciones sociales. Pero la otra pátina es la indignación. Y con esto nos acercamos finalmente a la violencia. Porque, ¿cuál es esa otra instancia con la que estamos perfectamente familiarizados si habitamos las redes sociales? ¿Qué es eso que alimenta al ciberbullying y a los trolls, que por otro lado son los verdaderos homúnculos de Paracelso? No, no es el odio, es la indignación. Y cuidado porque la diferencia es vital. Cuando en las redes sociales no somos una sociedad inerte hecha de un amor vacío, dice Byung-Chul Han, entonces somos una sociedad inerte hecha de una indignación vacía. Una “sociedad de la indignación”, una “sociedad del escándalo” que entre opiniones histéricas y gritos fugaces no construye “ningún nexo estable de discurso”, dice Han. Y en eso tampoco hay firmeza y tampoco hay actitud, ni hay capacidad de pedir ni alcanzar ni, mucho menos, cambiar nada. ¿Y por qué no? Porque falta ira. Falta odio. Para ir terminando, me gustaría entonces señalar cuál es la paradoja de lo que muchas veces llamamos “violencia en las redes sociales”. La paradoja es que en esa aparente “violencia en las redes sociales” lo que falta es ira y negatividad, y lo que sobra es ese espejismo hecho de un amor vacío y de una indignación inútil y de un narcisismo amable con el que se sostienen y se protegen a sí mismas las redes sociales. Tal vez lo verdaderamente interesante, por lo tanto, sería cambiar un poco los términos del conflicto. ¿Y si en realidad internet no hubiera provocado un nuevo tipo de violencia que supura entre nosotros a través de las redes sociales? O dicho en términos más abstractos y más teóricos, ¿y si la técnica no fuera en realidad culpable de “desnaturalizar” los sagrados lazos humanos y “provocar” oleadas incontrolables de violencia anónima e indiscriminada? En tal caso, incluso ese mundo orquestado por las máquinas que uno puede ver y experimentar en las redes sociales no sería tampoco muy distinto al mundo orquestado por los humanos que uno puede ver y experimentar en el mundo real. Y no piensen en Afganistán, Siria, Libia o Iraq. Piensen también en lo que pasa en París, en Hamburgo, en Manchester, en Los Ángeles, en Caracas, en Juárez.

Las redes no son imperfectas porque son incapaces de protegernos de la negatividad. Por el contrario, son imperfectas porque se nos presentan como espacios que deberían mantenerse ajenos a los traumas de la experiencia humana.

Pero vuelvo al cambio en los términos del conflicto. ¿Y si en realidad, entonces, internet no hubiera provocado un nuevo tipo de violencia que supura entre nosotros a través de las redes sociales? ¿Y si lo que hubiera ocurrido es que las redes sociales privilegian y diseñan y nos mantienen en un entorno que nos hace sentirnos víctimas ante el despliegue de cualquier mínimo conflicto? Y digo esto porque, en las palabras de Byung-Chul Han, “lo propio perece ante la negatividad de lo otro si, a su vez, no es capaz de negarlo”. Suena difícil, pero Han quiere decir lo que ya dijo Hegel. Lo que nos enfrenta, lo que nos confronta, también nos obliga a enfrentar y confrontar. Es la dialéctica misma de la existencia en su punto más alto: la negación de la negación. ¿Y qué significa, entonces, que ese movimiento resulte suspendido? ¿Por qué ante la amenaza del conflicto, aún en su categoría de excepcionalidad, preferimos ubicarnos en el rol de la víctima, que no es más que el rol de quien siempre se presenta como el ofendido y al mismo tiempo como el inofensivo? Y algo más, ¿por qué llamamos “violencia” a esa combinación entre la excepcionalidad y el miedo, una combinación que, en el peor de los casos, solo es capaz de amenazar el ritmo más bien inerte de una vida online consagrada al rendimiento autista? Ahora sí termino con esto y podemos pasar a sus preguntas y comentarios. Una época pobre en negatividad, una época que no puede reconocer “la utilidad del odio”, es una época incapaz de asignarle al otro la posibilidad de ser otro. Una época pobre en negatividad es una época que, en cambio, prefiere asignarle a todo lo que pueda incomodarlo la acusación de que pertenece a alguna “forma de la violencia”. Por supuesto, reconocer que existe alguien distinto a nosotros, reconocer que existe un otro hecho de ideas, sentimientos y costumbres distintas a las que tenemos o preferimos nosotros, siempre impacta en nuestras angustias y en nuestros miedos. Y aún así, por eso mismo, no nos conviene entregarnos a la fantasía narcisista según la cual la medida de todo somos nosotros y que, por lo tanto, deberíamos convivir siempre en armonía. De hecho, de lo que se trata es de considerar los beneficios de la intolerancia. Porque el verdadero problema, creo, no es que sin negatividad tampoco haya miedo ni angustia. El verdadero problema es que esos sentimientos negativos también forman parte de nosotros. Y, es más, son esos sentimientos negativos los que nos permiten la libertad de pensar, distinguir y entender quiénes somos y qué hacemos. Es en ese desdoblamiento a través de la negatividad que nos volvemos auténticos sujetos, un proceso que Hegel describía como “el devenir otra consigo mismo de la sustancia viva que es el ser que es en verdad sujeto”. Y ya que estamos, y por citar a otro alemán, Martin Heidegger: es también en la angustia donde se abre el “propio ser” y el mundo se revela “desnudo como hecho sobre el trasfondo de la nada”. Entonces: no se trata de la angustia frente a la muerte y el odio, se trata de la angustia frente a la vida y el amor. La gran paradoja es que las redes sociales, las redes que hoy le dan forma a uno de nuestros vínculos más inmediatos con la técnica, no son imperfectas porque son incapaces de protegernos de lo traumático de la negatividad. Por el contrario, son imperfectas precisamente porque casi siempre se nos presentan, y nosotros jugamos a aceptar esa presentación, como espacios que, porque son técnicos, deberían mantenerse a sí mismos y a nosotros ajenos a las rugosidades y los roces y las sombras y los traumas de la auténtica experiencia humana. Ante esto, Martin Heidegger y Byung-Chul Han proponen serenidad, es decir, un mantenerse “más allá de la diferencia entre actividad y pasividad”, una forma de distancia lúcida que acepta que las máquinas están entre nosotros, sí, pero que, al mismo tiempo, no se resigna a equipararlas con nosotros. Contra esta posición distante y neurótica, y para tomar una frase de otro filósofo cuyas palabras sonaron hace poco en este mismo lugar, mi sugerencia es otra: ¿y si mejor gozamos el síntoma?

Muchas gracias

(Violencia y redes sociales: la teoría de Byung-Chul Han fue leído el 29 de julio de 2017 en el marco de la la muestra Formas de violencia y el ciclo Hablemos de arte del Área Artes Visuales del CCK).