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I

¿Qué es aquello que somete y encierra a los cuerpos? ¿Es una presión externa o algo que nace por dentro? Mejor dicho: ¿de qué formas distintas, o no, son disciplinadas las vidas de los hombres y las mujeres cuando sus deseos nunca pudieron, ni podrán, ser formulados? Estas preguntas, entre tantas otras, pueden servir como acceso a la lectura de Ventanas Rotas, primera novela de Agustina González Carman, editada recientemente por 17 Grises. El texto, narrado en una precisa tercera persona, sigue la historia de Irene, una empleada penitenciaria de la cárcel de San Alberto y estudiante de Comunicación Social, que los sábados por la tarde, para ganar unos pesos más haciendo horas extra, dicta un taller de escritura para los internos del penal y que verá su vida transformada, dentro y fuera de los muros,  por un embarazo imprevisto, pero en apariencia inevitable. Pero si Ventanas Rotas sigue la vida, o la reproducción de la vida, de Irene, cuenta la historia de un barrio del conurbano bonaerense mutado por el emplazamiento arbitrario de un centro penitenciario y los efectos que esa decisión transmite al presente y el futuro de sus habitantes, nuevos y pasados.

II

El nombre del texto proviene de la Teoría de Ventanas Rotas introducida en el campo de las ciencias sociales por James Q. Wilson y George L. Kelling en 1982 y que serviría de modelo para el accionar de la policía de Nueva York impulsada por el alcalde Rudolph Giuliani en la década de 1990. La teoría propone, a grandes rasgos, que los signos visibles de la delincuencia, el comportamiento antisocial y los disturbios civiles crean un entorno urbano que fomenta la delincuencia y el desorden. La metáfora funciona así: hay un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se arregla, los vándalos tenderán a romper otras ventanas y, si el edificio está abandonado, eventualmente ocuparlo e, incluso, prender fuegos adentro y cometer crímenes más graves. En pocas palabras, basta con un pequeño orificio, apenas una ventana rota, para que germine el desastre. De manera similar, pero en la dirección contraria, es decir, gestando un ecosistema propio, funciona la novela de González Carman. La autora encuentra en una forma de vida sencilla y burocrática, una empleada penitenciaria que queda embarazada, la plataforma para desplegar una novela que se expande en 360° y habilita una mirada panóptica sobre temas, tal vez más urgentes que nunca, como los lazos entre hombres y mujeres, el delito y su castigo, la maternidad, la paternidad y su ausencia.

III

Entonces, ¿Cuáles son las ventanas rotas en Ventanas Rotas? En principio, la novela propone a la maternidad en un barrio del conurbano como otra ventana rota más, como “un efecto contagio, algo a lo que las mujeres se aventuran sin demasiadas preguntas. […] Los hijos acontecían con la fuerza de lo inevitable, como el envejecimiento”. Pero si la primera pregunta que se formula en la cabeza del lector es quién rompe esas ventanas, la novela va a proponer, lejos de cualquier tono acusatorio a la moda ortopédica de nuestro tiempo, otras ventanas del edificio. Así, las figuras elusivas de los hombres y los padres se ofrecen, junto a las opciones limitadas de futuro de ciertas cartografías conurbanas, como parte de aquello que agudiza la problemática. En la novela, los hombres están en otro lado: presos en la cárcel del barrio, ocultos en una villa escapando de la policía, muertos o simplemente ausentes. San Alberto es presentado como “un país de mujeres solas que esperaban a sus hombres mientras tejían bufandas infinitas e intentaban llevar bebés hacia la adultez con un éxito relativo. Mientras tanto los hombres entraban y salían a voluntad sin que nadie les pidiera pasaporte”. Es en este punto donde el texto de González Carman empieza a plegarse con la precisión de un origami, las ventanas rotas de la maternidad en la periferia urbana son espejadas con las otras ventanas rotas de la periferia de la sociedad. Pero el texto da un paso más allá y formula las preguntas que la teoría excluyó: ¿qué sucede cuando los vidrios rotos, en vez de cambiarlos, se los tapa con cemento, se los encierra? ¿Qué pasa con lo que queda adentro, sin aire, sin oxigenación, como muros sin ventanas? En ese sentido, la prosa de González Carmen es porosa y habilita en la lectura una experiencia palpable de la atmósfera cargada de olores y texturas de la cárcel de San Alberto.

IV

Como todos intuímos, cualquier libro que hable sobre el encierro, en realidad hace una pregunta sobre la libertad. La novela refleja, si cabe dicho verbo, que el encierro y la exclusión de los hombres impone encierros y exclusiones en las mujeres que quedan afuera y libres, que la división del mundo, el trabajo y las tareas disciplinan de distintas formas a los cuerpos. Irene entra y sale de la cárcel, cumple su horario de trabajo y vuelve a su casa, va a la facultad o al hospital para monitorear su embarazo, es decir, transita por las instituciones foucaultianas de rigor. Adentro, quedan los presos, como César, figura de amor platónico y paternal, el interno destacado del taller de escritura, que la protege desde adentro y desde afuera. Pero si los muros son presentados en principio como aquello que encierra a los hombres como castigo, una presión externa, dentro de Irene crece otra fuerza que la oprime en dirección contraria. Irene tenía la sensación de que “el nacimiento del bebé iba a poner en pausa su vida, que no iba a poder hacer mucho más que ocuparse de sus titánicas necesidades”, es decir, entregarse a la “dictadura del bebé”. La maternidad es ofrecida como una libertad condicional.

V

Sobre este eje empieza a resonar las relaciones que Irene entreteje entre su ambiente, los hombres y su futuro hijo, porque, como es evidente, cualquier pregunta sobre la libertad es, en el fondo, una pregunta sobre el deseo, como señala la narradora sobre la voluntad de Irene de ser madre, siendo hija de un padre ausente, con una pareja mediocre y una hermana en condiciones aún más desesperadas respecto a la maternidad: “en esa época no se le hubiera ocurrido preguntar por las ganas de ser madre. Era algo que ocurría y se aceptaba, como el verano o el paso del tiempo. No había una pregunta por las opciones porque tampoco había una pregunta sobre el deseo”. La narradora subraya la idea de que Irene era ajena a la posibilidad de que su propia vida podía “ser diseñada de acuerdo a su propia voluntad”. La maternidad es el siguiente paso de ser mujer en un barrio como San Alberto.  Pero si el deseo individual es sometido por la inercia inestable de la periferia social, la única escapatoria se halla en el rumbo colectivo de las experiencias compartidas. Es así como Irene encontrará en las otras mujeres posiciones para transitar su embarazo. 

VI

La novela propone al lector una visita, guiada por el pulso firme de la prosa de González Carmen, como las visitas que la propia Irene requisa en las cárcel de San Alberto, a la vida de unos personajes que buscan explorar los posibles destinos virtualmente diseñados para ellos y encontrar, tal vez, en ese camino un poco de paz y ternura. Pero si lo que aparece cuestionado en la novela es la libertad, o la falta de, en cambio, se reafirma el poder de la voluntad, de insistir. Los personajes de Ventanas Rotas no se resignan ante un destino en apariencia diseñado, sino que lo hacen propio. Lo que se desprende en última instancia de la novela de González Carman es, quizás, una de las pocas formas de narrar, y de lectura, que son valiosas en la tercera década del siglo XXI, es decir, aquellas que recuerdan que la literatura no es el adelgazamiento de la experiencia personal a unos pocos renglones, sino la posibilidad de crear ecosistemas para formas de vida posibles////PACO

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