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Por Nicolás Mavrakis

I
No imagino soterramiento más cruel para mi interés particular que el caso policial de Colegiales (o el periodismo policial in toto). Dicho lo cual, las probabilidades de que otro asunto de interés para los medios tradicionales -prensa gráfica, televisión y radio- vuelva a ser tan arrebatado por la lógica de producción y agregación de valor y contenidos de la web, invita a tomar algunos rápidos apuntes más -meras notas al pie- sobre ese asunto remanido hasta la doxa que es el #findelperiodismo. No se trata de insistir en el rol residual del periodismo como discurso agotado o práctica esclerosada -no quedan en eso vestigios de novedad- sino de trazar un rápido mapa de la producción, consumo y circulación de información acotado a un territorio bien recortado.

Un primer dato es que la primera comunidad nacional de nativos digitales menor de 35 será la mayoría demográfica en 2015. Un segundo dato es que el año pasado, en nuestro país, el tráfico de información en internet fue de 12.000 megabits por segundo: cuatro veces más que en 2011 y probablemente cinco o seis veces menos que en 2015. Si se considera que Argentina tiene a la mitad de su población conectada a Facebook -20 millones de usuarios-, las categorías de rating televisivo, share radial y venta de ejemplares de diarios y revistas se convierten, por lo menos, en la melancólica sombra de una industria extinguida. Hackear el periodismo es un libro didáctico de Pablo Mancini al respecto. El caso policial de Colegiales convierte sus principios, además, en un observatorio del futuro inmediato.

II
Uso mi propia trayectoria a través de los datos como ejemplo de los modos en que lo masivo intercepta y reelabora sus sentidos incluso alrededor de un usuario desinteresado en el tema pero integrado al ecosistema digital. Al streaming caótico de  la cobertura en los medios tradicionales, en el que un conjunto cerrado y rústico de periodistas lanzaban teorías y demostraciones en serie -tema en el que basta una mínima experiencia en el rubro para saber que más de la mitad son datos que las fuentes policiales o judiciales inventan por ocio o vanidad-, se le sumaron desde la web las primeras aproximaciones del logos. El primer trazo de un orden sobre la realidad está en Ángeles y probablemente sus líneas principales -con una amplia contundencia a través de las redes sociales- sean tan relevantes en ese momento como ahora. Cito apenas una: «Cuando el polvo se termine de asentar sobre el basural tal vez sepamos qué pasó. Ya sabemos por qué: porque el mundo es un lugar azaroso, irracional y violento». Un segundo trazo del logos digital sobre el caos de los medios tradicionales está en Ángeles Rawson y el juego de tronos. Con mayor densidad argumentativa y casi la misma intercepción de un amplio flujo de lectores, el texto propone una idea central: «La forma en que nos relacionamos con el mundo tiene tres segmentos, introducción, nudo y desenlace. La conciencia y la hipocresía llegan como condimentos exóticos y accesorios».

Conozco a los autores de esos textos y me avergüenza menos citarlos como vectores de sentido que reconocer que busqué otros muchos textos en muchos otros medios y no los encontré. Ahora bien, de las muchas cosas que podría con razón ser, entiendo que la de un lector ingenuo no sería fácilmente admitida. Ante el mérito de los autores de Paco hay un contrapeso más interesante: la falta de competencias (narrativas, digitales y finalmente periodísticas) de los medios tradicionales a la hora de construir relevancia (en lo personal, si vale la aclaración, lo que más lamento del error es la estética de lo erróneo). Al collage del logos circulando en la web, a los intercambios y a la horizontalidad de la trasmisión, se le proponía apenas el eros inútil de los móviles de televisión en vivo en la puerta de un edificio parco en Colegiales, repitiendo insuficiencias una y otra vez. Esa era la contraparte canonizada del sentido analógico y probablemente continúe siéndolo mientras estas líneas se agotan.

III
El arrebato definitivo tanto del eros como del logos comenzó cuando Héctor Yemmi entrevistó a través de una Twitcam desde su casa a la esposa del principal acusado y sospechoso del crimen. Ex productor periodístico de Bernardo Neustadt, abogado y con una presencia intensa en Twitter y en su lógica comunicacional, Yemmi logró con equipo básico, un canal de livestreaming gratuito y astucia lo que una camarilla de periodistas en los medios tradicionales no pudo. Esa entrevista online, trasmitida luego en diferido por los canales de televisión, será recordada por los semiólogos dedicados a los medios masivos de comunicación como uno de los grandes monumentos contemporáneos al derrumbe de una lógica de producción periodística.

El caso de Seprin también es relevante. El sitio de información clasificada no solo tuvo acceso antes que cualquier medio gráfico o televisivo a datos policiales y documentos judiciales, sino que publicó online varios días antes las presuntas fotos del cadáver de la víctima que aparecerían en el diario Muy. (Alrededor de la extraña gimnasia moral que los medios tradicionales suelen poner en práctica cuando se publican fotos de esa naturaleza pueden señalarse muchas cosas; la principal es que la web provee desde hace años las herramientas para el acceso a cualquier información y que discutir la naturaleza moral de ese acceso es retrotraerse en términos de época a las discusiones del monje Jorge de Burgos en la abadía de los Apeninos ligures del siglo XIV). Seprin, que suele ser objeto de burlas entre la comunidad periodística estandarizada -vector que la lógica digital pueden invertir sin contemplaciones, está claro-, dividió el caso, por un lado, entre los periodistas de medios gráficos y televisivos fotocopiando páginas de la causa judicial en el despacho del abogado Miguel Ángel Pierri, mientras que por otro los bytes, sin intermediarios comerciales ni demoras, trasladaban el mismo contenido a la web. Para unos, la obsolescencia de esos documentos estaba decretada aún desde antes que pudieran llegar a la tinta y a la celulosa. Para la comunidad de usuarios en la web, mientras tanto, su relevancia por fuera de la web y por fuera de la sincronía de la demanda de información la hacía penosamente invisible.

IV
Edgar Allan Poe imaginó en las puertas de la modernidad que el periodismo podía ser un instrumento de lectura de nuevos fenómenos sociales. Poe presentía que en la multitud y en el anonimato de un nuevo orden urbano el crimen podía encontrar a través del tamiz del periodismo un sentido estricto. El chevalier Auguste Dupin es, por eso mismo, un preciso y nada ingenuo lector de páginas policiales. En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», Jorge Luis Borges, algunos años después, describe una realidad permeable a la ficción. Basta una distribución consciente y sutil de lo ficticio para contaminar un mundo que necesita de la razón y de las pruebas de la razón para sostenerse.

Si apelo a dos figuras literarias es porque una demuestra la vigencia de las competencias de lectura, mientras que la otra demuestra que el andamiaje de cualquier catedral hecha de palabras no es más que un artificio vulnerable a través de las palabras. Dónde estaría hoy prestando su atención lectora Dupin tiene una respuesta obvia. Hasta qué punto, mientras tanto, los periodistas que se ocuparon desde los medios tradicionales del caso de Colegiales son conscientes de la conjunción de un espejo y de una enciclopedia que les revela que su mundo se ha desintegrado… esa probablemente sea una pregunta que encuentre mayores e inútiles resistencias ////PACO.