Libros


Una fantasía autodestructiva y megalomaníaca

Flavio Lo Presti es un prosista ajustado y un lector preciso, al cual una serie de acertadas reseñas, una columna en La voz del Interior y algún artículo más, le valieron la atención primero del campo cultural cordobés y de a poco la mirada, más estrábica, de Buenos Aires. Después de sacar dos libros de textos autobiográficos donde se mezcla su actividad como lector profesional con su vida como intelectual de provincia, Recuerdos de Córdoba y Yo escribo mucho peor, publicó en el 2018 un libro de relatos, Los veranos, que continúa con el mismo swing, la acidez y la autoironía en torno a su propio personaje, el lento inspector neurótico de las costumbres cordobesas, rodeado siempre de amigos y familiares que aparecen retratados con una amplia gama de recursos técnicos que van de un realismo inteligente y seco a un húmedo trabajo con la bizarrerie.

¿Qué diferencias ves entre narrar y argumentar?

En mi caso particular, no hay ninguna diferencia, porque tengo la sensación de que no soy un gran argumentador (por eso nunca me consideré un crítico). Tengo una cierta habilidad retórica para hacer pasar por argumentos cosas que son apenas detecciones, aleteos minúsculos, pero que nunca cuajan en lecturas fuertes. Los críticos ven algo que no está a la vista y yo más bien soy un comentarista, a veces con acidez, otras disimulando el elogio con gestos que se parecen a la argumentación. De todos modos, cuando uno considera las diferencias, hay un par de facilidades a favor de los textos críticos: una es la forma, que es como un molde. No sé qué tan difícil será componer un soneto “en serio”, pero he escrito muchos en broma, al estilo canción de cancha (o al estilo de la cuarteta “La señora de Pérez y sus hijas”), y si tenés oído salen solos, porque la estructura los va “produciendo”. Con una reseña, que es un texto que va entre las 400 y las 1000 palabras, pasa lo mismo. La constricción de la cantidad crea en cierta medida el texto, lo empuja, y hay partes formales que tienen que aparecer sí o sí: gran parte del trabajo está hecha ahí. En cambio la narración, al margen de que también hay formalidades estructurales, al no estar tan rígidamente pautada te deja frente a una especie de abismo. ¿Qué va? ¿Qué no va? ¿Dónde escribí algo inútil, inadecuado, caprichoso? ¿En qué persona hay que escribir esto? En general las reseñas tienen un barrefondo formal que limpia todas esas dudas (las metáforas pileteriles no se deben a la lectura de Félix Bruzzone sino a la gigantesca Pelopincho que, comiéndose la mitad del patio, se ha transformado con su misteriosa mugre en mi propio Solaris). Todo esto me hace acordar a la diatriba de Queneau contra el surrealismo que cita Calvino en Por qué leer los clásicos: “el clásico que escribe su tragedia observando un cierto número de reglas que él conoce es más libre que el poeta que escribe lo que le pasa por la cabeza y es esclavo de otras reglas que ignora”. Es más fácil para mí escribir las pautadísismas reseñas que escribo para los diarios, y esa es una diferencia. La más importante, por otra parte, es que al menos imaginariamente la reseña es un texto que alguien espera, casi un servicio a la comunidad (por más que uno disimule con acrobacias retóricas y no quiera transformarse en un comentarista/usuario y trate de hacer algo parecido a la crítica).

¿Cómo conviven en vos el crítico y reseñista y el narrador? ¿Notás alguna compatibilidad, alguna incompatibilidad?

Es complejo el asunto. Hace poco leí La guillotina, un libro muy divertido de Matías Serra Bradford (es mi editor pero no lo nombraría si el libro no me hubiera gustado). Es una especie de trasposición del mundillo literario argentino, y uno puede reconocerse casi en cada página en las debilidades de esos escritores neuróticos que (casi no) escriben en el país de Amnesia. En un momento, el académico narrador dice que en Amnesia todos despreciaban (o marginaban, o querían evitar esa posición) al escritor que al mismo tiempo ejercía la crítica e intentaba narrar, sin recordar que los más grandes escritores del país habían hecho las dos cosas. Esa negación es propia de la dinámica del campo literario en los últimos tiempos, y aunque uno la resiste por temperamento y trayectoria algo de eso se filtra y uno termina pensando, por ejemplo, que los narradores no deberían estar tan “informados” como uno mismo. Todos, casi todos los que escribimos, hemos hecho carreras humanistas, pero a la hora de escribir hay un imperativo reciente (yo diría que coincide con una transformación del campo literario a partir de 2001) que obliga a excluir el saber, con excepciones en la obra de Pola Oloixarac, o en la tuya, por ejemplo (que hacen lo contrario muchas veces, exhibirlo). A mí me cuesta saber dónde tengo que estar parado, de qué lado de la grieta, y de a poco voy entendiendo por dónde pasa lo que quiero escribir. En las crónicas (publiqué dos libros de crónicas antes) la identidad propuesta entre narrador y autor lima la distancia con cierta naturalidad, en cambio cuando uno escribe algo más parecido a la ficción (no sé cómo lee Los veranos un lector que me conozca, si lo ve como ficción) es más difícil no ceder a la voz de un superyó literario que te dice al oído: ¿tan inteligente tiene que ser tu narrador? ¿A quién le interesa ese saber que estás exhibiendo? Muchas veces uno no está exhibiendo nada y termina cayendo en un efecto de falsedad por ir a menos, por condescendencia. Es una cuestión muy compleja que voy resolviendo de a poco. Otro ejemplo de esta demanda tácita del campo se ve en que a pesar de Sebastian Knight, o La literatura Nazi en América, o La ventana Secreta, o Si una noche de invierno un viajero, o La información, o El Aleph mismo (por nombrar un abanico que abarca gustos variados), hay un prejuicio antiliterario y antiintelectual en la literatura argentina contemporánea que obliga a no escribir sobre escritores (con lo divertido que es; parece una suerte de represión). Cuaja en frases que uno lee en redes sociales: “me tienen hart@ l@s escritorxs que escriben sobre escritorxs”. Si todo eso no existiera la relación entre mi yo crítico y mi yo narrativo sería menos conflictiva. Después están otras dificultades sociales que vienen del hecho de ser crítico, haber escrito críticas negativas sobre las obras de otros escritores y ofrecer la vulnerabilidad de la obra propia. Supongo que es una fantasía autodestructiva megalomaníaca, porque en general lo que he recibido en esa dirección es indiferencia.

¿Cuánto tiempo te lleva escribir un cuento y cuánto un artículo?

El otro día, revisando el primer archivo del último cuento del libro (que es largo, tiene 15 mil palabras) vi que lo había empezado a escribir en el 2012. ¿Me llevó seis años escribirlo? ¿O es, de nuevo citando a Calvino, como el caso de Chuang Tzu y el dibujo del cangrejo? Algunos cuentos los empecé en 2014, lo sé porque me acuerdo qué pasaba en ese tiempo, y otros por ahí. Demoro mucho, a lo mejor porque le tengo mucho respeto a la ficción, pero fui bajando marcas. Por otra parte, una reseña o una crónica, una vez terminadas las lecturas correspondientes, no demora más de dos horas en salir (Siempre dependiendo la dificultad, naturalmente; recuerdo algunos perfiles que me han demorado al menos un par de días de confección, aunque nunca tanto como los cuentos de este libro).

¿En qué trabajás ahora?

Ahora estoy trabajando en varias cosas. Por un lado, después de escribir un artículo para la revista Coso sobre la vida y la obra de Vicente Luy, pedí una beca del FNA para escribir su biografía, y estoy con eso. Por otro lado, es probable que retome una novela de (muy entre comillas) “ciencia ficción”, con mi hermano como protagonista. Para ir contra la corriente, estoy escribiendo una serie de cuentos sobre escritores en clave de picaresca tragicómica, que es la única forma en que me sale describirlo. Finalmente, el año pasado me casé y apareció una serie de tres relatos sobre la relación clase media/proletarización/ sexo/burocracia/ trabajo/casamiento/ amistad/ familia, etc. que tengo muchas ganas de escribir y que, si encuentro la forma, quizás escriba. También puede que no haga nada, o solo lo de Luy, por el compromiso con el FNA.

¿Qué recomendás de la narrativa reciente cordobesa?

Descarto a los que hicieron el crossover hacia Buenos Aire, y te digo que estoy leyendo poca literatura cordobesa reciente pero publicaron libros cuatro personas muy queridas para mí, el etéreo Pablo Natale que publicó Amarillo sobre amarillo con 17 grises, Roberto Videla (el astro, el Zinedine Zidane de la autoficción argentina) que publicó Tren en editorial Babel, Mariela Laudecina que publicó Lo mejor es no tener padres con Borde perdido y Sergio Gaiteri, que ha publicado Nadie extrañaba la luz con Alto Pogo. Nunca pierdo la oportunidad de recomendar el primer libro de Fabio Martínez (Despiértenme cuando sea de noche, de Nudista), y los libros de mi amigo Carlos Schilling (los dos últimos, Disfrazado de novia y Experimentos con seres humanos, son de Nudista). Tengo ganas de leer el último libro de Diego Vigna, Cometa de la noche negra (también de Nudista, es casi un chiste), pero además, quien quiera tener un panorama general de la narrativa de la provincia no puede eludir las obras de Eugenia Almeida, Martín Cristal y de la para mí muy querida María Teresa Andruetto. A pesar de los olvidos obligatorios, probablemente se tenga en claro un panorama de lo más interesante de la narrativa de Córdoba leyéndolos.////PACO