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Por María Bernardello

“La conciencia es breve pero dulce
y uno es capaz de arriesgarlo todo por sentir un poco más”

 
Abrió la puerta y me dijo “Qué hacés acá, nenita? Qué venís a buscar?”
Era un mono-ambiente. Me senté en la cama sofá y él en un sillón tipo Le Corb, frente a un televisor viejo de 29 pulgadas. Escuchaba jazz y fumaba un porro.
“Te gusta el jazz, nenita? La poesía es el jazz”, dijo.
En la tele daban desfiles de alta costura, pasarelas internacionales del canal Fashion TV en mute.
“Estas mujeres me inspiran. Las miro todo el tiempo. Me gusta la tele. Es tener una ventana abierta al mundo. Qué querés tomar?”, me dijo y me pasó el porro.
“Lo mismo que vos”, contesté.
“Me puedo fumar tres o cuatro porros yo solo en una tarde. Me encanta. Es como entrar en el fantasma”, dijo.
Me hizo un fernet con coca y hielo.

Era macizo, no muy alto, con el pelo un toque largo, y barba. Jamás me hubiera fijado en él. Nos hicimos amigos en las clases de francés. El era licenciado en ciencias políticas, publicista y escritor, y estaba interesado en mis poemas. Nos juntábamos los miércoles en un bar a conversar después de clase. Me miraba serio, fijo a los ojos y a las tetas y al culo y no hacía nada para disimularlo. Se fijaba en cada detalle, en mis zapatos, en el peinado, en mis anillos. Si me desperezaba o levantaba los brazos para atarme el pelo decía que eso era provocación. Me aconsejaba qué ropa me quedaba mejor, o si era más atractiva sin maquillaje. Hablábamos horas de cosas de infancia, y de películas, y de cómo vivir en caída libre. Me daban ganas de reformular mi vida y me angustiaba pensar que no iba a poder porque tenía dos hijas a quienes criar. Yo era maestra bilingüe, una profesora simple de nivel inicial. El sí parecía libre, y era culto y correcto para hablar, típico porteño erudito de barrio norte. Era todo lo opuesto a mi mundo. Me llevaba casi treinta años, y se llamaba Edgard, Edgardo Shaw.

“Tomaste ajenjo alguna vez?”, le pregunté, pero él no contestó. El siempre llevaba la conversación a su antojo y yo lo dejaba.
“Cada mujer tiene un lugar que le queda bien y en determinada posición todas son perfectas. Hay que encontrarle a cada una su mejor ángulo.”
“Leíste mis poemas?”
“Sí , los leí. Tenés que encontrar tu propio mood. Sabés lo que es eso, nenita?”
“Ya sé , la cosa del jazz. Leí el prólogo. Me gustó la idea sobre el amor y la revolución”.
“Los escritores cuando estan juntos no hablan de literatura”, dijo y le dio una pitada al porro. “Anarquía y revolución. La poesía es eso. Caída libre”, agregó.
“Pero no se puede vivir así”, dije. “vivir del amor, y de la poesía y laburar cuando se me canta es imposible para mí. Y mis hijas? Quién les da de comer y las lleva al colegio? El padre no está, dependen de mí. Decime cómo se hace? “
“Todavía te falta, nenita, te falta ésto”, dijo raspando los dedos de una mano. “Es algo más profundo. Ya vas a caer”.

Era cruel en sus críticas. Me recomendaba qué leer y me hacía anotar todos mis pensamientos en un cuaderno de páginas en blanco, lo llamábamos “soporte de ideas” .
“Recostate si querés, no tengas miedo que yo no como bebés”, dijo.
“Te traje esto, lo vas a leer?”.
“Dejamelos acá. Así parecés de otra época. Sos una mezcla de Grace Kelly y Edith Piaff , a Edith Piaff te parecés en lo vulgar”.
“Y vos te parecés a Martín Karadagián”.
“Lo que no se vive no se puede tocar”, dijo y me mostró la tapa de un CD de Ornette Coleman. Prendió el dvd, puso el cd y vimos el documental.

Habló de las cosas que hacía cuando era más jóven y tomaba cocaína y lo mucho que le gustaba en tiza, para raspar, y que le daban muchas ganas de tomar conmigo.
Una pared estaba forrada con placas de corcho donde pinchaba figuritas antiguas, aviones y relojes de plástico de cotillón. Colecciones de cosas. Al costado de la computadora había una foto en blanco y negro de un elefante lleno de polvo, juguetes antiguos de latón, dinosaurios de goma, libros y revistas viejas. Había un poco de él en todas esas cosas. Su mundo en cuatro paredes.
Leyó un poema de Ted Hughes sobre un animal salvaje y otro de A. Sexton. Cerré los ojos en la parte que dice Queres un poco de salame? Y apareció entre mis piernas.
“Shhh no te voy a hacer nada que no quieras”, dijo.

Me sacó la bombacha. Lo dejé hacer. Con él era fácil dejarme. Podía aislarme del resto del mundo y dejarme llevar y no pensar. Tenía tacto, sabía cómo agarrarme y dónde, con la presión exacta.
Me abrió de piernas y me chupó.
“ Sigo la música, lo sentís? “, dijo.
Acabé y el cuerpo me temblaba. Me bajó la presión, me dijo que tenía la cara blanca y la boca morada.
“Vivir en caída libre, nenita. Te cojo en un beso”, dijo y me besó.

No cogimos. Coger, lo que se dice coger nunca cogimos. Solo fueron mamadas y jazz.
Una vez quise tocarlo y no me dejó. Pensé que no se le paraba por la edad. No sé cómo gozaba él y tampoco pregunté. “No te puede no gustar el jazz”, decía. “Lo tenés que sentir”. El jazz me aburría de sobremanera. Quería que salteara la parte musical lenta pero para él el jazz era todo, y yo lo acepté así de entrada, porque lo que vino después fue brutal, por eso me entregué de lleno y ahora, a lo lejos, se lo agradezco. El jazz no cambió nada las cosas pero no estaría escribiendo si no fuese por Edgard y sus principios jazzeros revolucionarios: vivir en caída libre, entregarse. Ese empujón hacia la nada misma era lo que me faltaba para iniciar mi propia revolución y tomarme la escritura como mi verdadero oficio.

Después de esa primera vez en el departamento empezó a mandarme mensajitos de texto. Cada miércoles, desde temprano, me mandaba “los deberes”, así los llamaba él. A las 7.30 am empezaba. “Hoy ponete un vestidito negro”. “Hoy sacale una bombacha a la mucama y ponetelá para mí”. “Hoy traé sandalias con taco”. “Que se te vea el talón”. El daba órdenes y yo sumisa, le hacía caso.

En el segundo encuentro vimos el documental de Eric Dolphy. Fue como entrar en otro planeta, o en una tercera dimensión. Me sacó toda la ropa, menos la bombacha y el corpiño y las sandalias, y me puso los brazos arriba extendidos, las manos apoyadas contra la pared, los pies separados a la altura de los hombros, en “Posición A”. Con su brazo me acomodó, y me quebró un poco hacia atrás.
“Así sos perfecta”, me dijo.” Ofrecete toda, nenita, dejate caer en mi boca, quiero ver como ofrecés todo eso para mí”.
Después pasó a la “Posición B” que era igual pero sin bombacha y con las manos apoyadas en el respaldo del Le Corb, un poco inclinada hacia abajo.
Por último la “Posición C”, con las manos apoyadas en un banquito, casi en el piso. Me agarró con la precisión de un veterinario y me cojió con la lengua.
El affaire duró siete documentales y una porno: Ornette Coleman, Eric Dolphy, Charles Mingus, McCoy Tyner, Sonny Rollings, Charles Parker y Art Blakey.

Repetimos el mismo órden en cada encuentro: los mensajes de texto más los deberes, el ABC y el documental. Yo me entregaba. Me iba en su boca, en caída libre.
Menos la vez que vimos la porno. Fue una lección aparte. No me acuerdo cómo se llamaba, algo tipo Evil Anal Expedition, o Evilution o Le diamant éternel. No sé. Tenía subtítulos en francés.
Edgard me dijo de una, “Hoy te voy a enseñar a ver una porno”.
Fumamos y me senté en el Le Corb, en frente del televisor.
“Lo más importante es que los actores tienen que ser creíbles. Vos vas a decirme todo lo que te gusta y mientras yo te voy a comer”, dijo y puso play. Recuerdo partes. Sobre todo el principio. Una chica de pelo largo y oscuro estaba sentada en una banqueta al aire libre en medio de un patio. Sonreía. Su piel parecía suave. Era hermosa. Un hombre decía en voz baja shoe me, shoe me, sho sho show me, o oh my god, oh my god, show me that beautiful face, does it hurts?
El cámara POV enfocaba la cara de la chica y su culo. Le rompió las medias y muy de cerca apareció un diamante en el culo. Zoom out. Un swarovski anal divino.
“Eso me gusta, quiero un diamante de esos”, dije.
Al departamento no volví. Los encuentros siguieron en el bar hasta que terminaron las clases. A veces me manda canciones por e-mail. A veces le dejo un comentario en el Facebook.///PACO