Viene de la Parte Uno.

“me resultaba cada vez más difícil desligar el mundo de la magia de lo que hoy llamaríamos el universo de la precisión”

Casaubon en El péndulo de Foucault, de Umberto Eco

Así pues, estos tres términos –Interzona, Psicogeografía, Hauntología- se nos intentan vender a diario como ideas nuevas que nos distinguen, cuando son meras actualizaciones terminológicas de potencias polimorfas anteriores. Lo curioso es que parecen ir siempre de la mano. Pongamos dos ejemplos simples.

En el Facebook de Carlos G. De Marcos -que habla de todo esto con conocimiento y claridad- encuentro una historia sobre la estación de trenes Shinjuku, en Tokyo, monstruoso cruce de caminos por el que pasan cuatro millones de personas al día. La estación, dice, “es sólo un elemento más de un laberinto mucho más grande. Es una Interzona”, y en ella, a veces, algún viajero se despista, se pierde, y acaba llegando a un corredor tranquilo y vacío, desconocido, y jamás se lo vuelve a ver. Tenemos en ese pequeño cuento, aquí muy resumido, el mito de la ciudad en su esplendor posthistórico, la Interzona estacional de la que hablábamos antes, su dimensión grotesca y alienante, su mapeado casi imposible, y sus fantasmas. El primero es ese mismo pasaje “inexistente”, pero hay otros, espectros de victimas de un “suicidio secreto” que a veces socorren al extraviado (fantasmas-persona frente a fantasmas-lugar). Una actualización del mito, con la variante –no nueva, pero inhabitual- de que lo espectral surja dentro del lugar masificado, a contra de la tradición occidental, que tiende a las soledades.

Si viajamos unos 2.700 años atrás en el tiempo nos encontramos otro ejemplo, fundacional en este caso: La Odisea. Escrita a finales del siglo octavo antes de Cristo por un poeta ciego -y la ceguera es una Interzona en sí, pregunten a Sábato- su localización es la “tierra de nadie” por excelencia: el viaje azaroso entre los dos estados naturales de la sociedad estable. la familia y la guerra. Su carácter, perfectamente psicogeográfico. Lo apuntó, agudamente, Michel Tournier: “Distingo entre escritores inspirados por la historia e inspirados por la geografía. Yo estoy completamente del lado de los geógrafos (…) La Odisea se inspira en la geografía y me subyuga”. En cuanto a lo hauntológico, en su acepción persecutoria, pocas cazas más jodidas debe haber que la inquina de los dioses, y pocas dudas sobre la identidad profunda más claras que la contenida en la pregunta de sí realmente deseo volver a casa. Mi teoría, antigua, es que la historia del rey de Ítaca no es, al fin, la de alguien que trata de retornar, sino la de alguien que no lo desea y se demora todo lo posible en el viaje. Un rey que prefiere ser un príncipe, al menos por un tiempo. Un hijo pródigo, lúcido, que conoce las tasas que le esperan al regreso. De hecho su hazaña no parece residir, en último término, en arribar salvo a la isla natal, sino –le daremos la ventaja a Kavafis, por una vez- en el proceso intermedio, en el cual se encuentra en un territorio de las maravillas que los habitantes de reinos legalizados no conciben, un lugar de prodigios y revelaciones que el mismo héroe no parece querer abandonar. 

Shinjuku Station

Si observamos este transcurso de veintisiete siglos, que se podría llenar con otros tantos ejemplos donde los tres conceptos trabajan al unísono (de la Männerbünde odínica a Pat Garret y Billy el Niño de Peckimpah, de a La Isla del tesoro a El Sur de Borges, y así ad infinitum) topamos con un cuarto elemento renombrado por la postmodernidad: la Hiperstición. Lo encontré por primera vez leyendo dos libros de Francisco Jota-Pérez, al que respeto mucho, quizá por nuestra propia y radical diferencia en la aproximación. El primero, Polybius, me alegró una tarde de calor sevillana con su delicada fantasmagoría del videojuego generacional. El segundo, Homo Tenuis, es la historia de la creación de Slenderman –leyenda urbana nacida en un foro de internet como puro juego (1)- y de como “cobra vida” al acabar influyendo no ya en la realidad imaginativa de aquellos que la consumen, sino en la exterior y “práctica”: convencidas de que Slenderman existe en realidad, dos adolescentes terminan por obedecer sus órdenes e intentan asesinar a una compañera de escuela.

El mito de Slenderman sería un ejemplo de hiperstición: una idea/juego de carácter supuestamente irracional que adquiere potencia psíquica suficiente para influir sobre el comportamiento y entrar en “la realidad” (a través de un proceso en tres fases que Jota Pérez explica muy bien AQUÍ). Yo difiero de nuevo: cuando Homero escribe La Odisea e “inventa” -presenta, fija- la mística del viaje tal y como la experimentamos aún hoy, acciona un mecanismo complejo de ideas que provocará glorias y miserias, vidas y muertes perfectamente reales. Hace, así, a mucha mayor escala, lo que los creadores de Slenderman. Es decir, ejecuta el acto –criminal o sagrado- de la verdadera creación, activando un poderoso generador permanente de pensamientos y, por tanto, de hechos. Que los sucesos narrados sean o no creíbles desde un punto de vista científico poco tiene que ver, ya que lo mitológico y lo arquetípico funcionan en un plano distinto al que, pobremente, llamamos racional o irracional, como bien saben las religiones. A tal cosa, en fin, no se la puede llamar en puridad superstición. Entonces, ¿por qué llamar hiperstición a su hermana gemela actual, que sólo se diferencia de ella en que usa el medio tecnológico de la época, es decir, en nada? El matiz y el alcance los marcaría, más bien, el talento, personal o colectivo: La Odisea es refrendada con genio y permanece (reencarnada mil veces, versionada, mutada, parafraseada, actuada en la vida real). El mito de la figura fantasmal invasiva -no menos antiguo, quizá más- adquiere con Slenderman sólo una nueva formulación, que sin ser la más fina resalta poderosamente en una época de viraje tecnológico esencial.

Teoría simple ampliada: Interzona, psicogeografía y hauntología son potencias intrínsecas a la cultura desde tiempo inmemorial -ahora renombradas, y así disminuidas– y que tienden a manifestarse de forma conjunta. La hiperstición es un modo igualmente imperfecto de nombrar a la coagulación final en mito activo de tal proceso de cariz mágico, que no me atreveré a llamar literatura. Si la nueva formulación de todos estos elementos es vaga, quizá no sea tanto por la falta de raíz como por la negativa a admitir que tal raíz existe. Y en esa negativa está otra de las claves.

Incomprensiones

Dado el campo casi infinito de recursos narrativos, históricos o científicos que pueden ser estudiados desde la perspectiva interzonal y que pueden devolver luz a la disciplina, impresionan las estrecheces de una doble corriente que –si se mira con calma- es en realidad el mismo río: por un lado, con cuentagotas, los “clásicos”; por otro, el abigarrado brote de obra dentro de un nuevo y muy legislado canon, en el que, por desgracia, los hallazgos son a menudo sepultados por la jerigonza técnica –cortina de humo que nos aproxima a los matasanos y los picapleitos- y el chauvinismo.

La primera corriente, el canal POP(ular), incorpora a un puñado de creadores de diverso valor y alcance relativamente amplio. Primero el agudo Burroughs, después las luminarias del sci-fi (nuestro preferido es K. Dick); luego los erráticos profetas visuales y literarios de la nueva carne, Ballard, Cronemberg, Lynch; con ellos, un par de teóricos franceses, ya citados, que mediante chanzas voluntariamente oscuras se atribuyen la invención del círculo, y finalmente algún hábil renovador de la crítica musical (Reynolds, Fisher), experimentadores reconvertidos (Sinclair) y, paseado en triunfo, un mago inglés autoproclamado que confunde a La Cosa del Pantano con Doktor Faustus. 

En la segunda vía fluvial pueden ustedes investigar bajo su responsabilidad. Leyendo, por ejemplo, el muy interesante ensayo de María Tausiet Mil y un fantasmas, llego de inmediato a un número enorme de nombres y títulos que se subdividen, a su vez, en infinitas variaciones. En los mejores casos, como dice mi buen amigo Luis Moner, si no aportan novedad señalarán, al menos “tensiones interesantes”. Pero un camino a seguir es, precisamente, salir de esa doble corriente, tomar perspectiva, analizar incomprensiones.

Acababa, precisamente estos días de pandemia, de releer Crash, de Ballard –por trabajo, por masoquista curiosidad- cuando retomé a Michel Tournier, en un volumen que guarda tres de sus mejores libros: El rey de los alisos, Viernes o los limbos del Pacífico y Los Meteoros. Después de la yerma polaroid repetida de Ballard, el francés fue un bálsamo: su estilo es caudal y preciso, su inventiva casi mágica, su originalidad enraíza poderosamente con el mito, donde todos estos temas de los que hablamos bailan vivos, bullentes. Pasaré levemente por la magistral El rey de los alisos, no sin apuntar que su teoría del internado como metáfora vertebral de Europa (esencia, paroxismo y catástrofe) es pura interzona psicogeográfica. Pasaré sobre la irónica fábula de fallida reconstrucción social y fecundación orginaria de Viernes, que lo es igualmente. Me centraré, en cambio, en Los Meteoros, la más imperfecta, pero donde Tournier da vida nueva a la “tierra de nadie” internándose en ese páramo opaco y demencial, ese universo visitado que llamamos “basureros”. 

Es allí donde reina el personaje más explícito de este libro relativamente coral, el ambiguo y contradictorio Alexandre Surin. Homosexualmente aristocrático, cazador de heteros, pretendidamente amoral, gestor de los vertederos de cinco ciudades francesas en vísperas de la segunda gran guerra, Surin amaga una “Ética del Dandy de los basureros”, y la atalaya de deshechos desde donde mira le concede una cristalina percepción de la vida de los otros, sus glorias y miserias. Su doble condición de apestado y de príncipe lo coloca en el núcleo mismo de una Interzona profunda, un no lugar sublimado desde el que es posible una mística, un principio de contemplación del mundo, de comprensión del otro y de lo otro, de percepción del mapa de lo desconocido. 

Así le sucederá en la “llanura de detritos” del vertedero parisino de Saint-Escobille. “Sombra blanca”, escribe, “imagen negativa, ¿no cabría hablar de limbo? Palabra vaga, pálida y diáfana que mezcla el más allá y el más acá de la vida y que, a mi juicio, le va muy bien a esta llanura sin rostro y sin voz”. Hay, poco después, un glorioso momento de sístole en el que el vertedero se expande, literalmente, por el París vaciado que espera la llegada Nazi: “Este caos que se extendía un kilómetro tras otro bajo un sol radiante tenía un significado evidente, resplandeciente: era el triunfo del basurero, el paraíso de la recuperación, la apoteosis del dandy de los vertederos (…) una profusión tan grande y desbordante que desalienta el uso, la posesión (…)”.

Michel Tournier

“No existe un solo servicio de investigación científica enfocado hacia el pasado (…)”, se lee en El retorno de los Brujos de Pawells/Bergier. “La idea de que ha habido de pronto un Siglo de las Luces, que hemos aceptado con desconcertante ingenuidad, ha sumido en la oscuridad al resto de los tiempos”. Surin soluciona esa carencia desde el basurero/observatorio, que deja al descubierto lo risible de la mismas ideas de presente y de actualidad que manejamos. Hace, desde el deshecho, lo que nosotros tratamos de hacer aquí sobre los términos.

Después de Los Meteoros, me enfrasqué, de modo sucesivo y casual, en las relecturas de Austerlitz (Sebald) y El procedimiento (Mulisch). El primero es una joya de aridez prusiana que habla del fantasma, del recuerdo omitido y su búsqueda a través de las estaciones, las casas abandonadas y otros accidentes significativos del paisaje humano. En el segundo, obra maestra de concisión y humor al servicio de la ontología, podemos paladear la obsesión que Mulisch comparte con Tournier por los gemelos univitelinos, los Golems y una deconstrucción profunda del mapa de la creación en todas sus posibilidades (de la arcilla al libro, del teléfono al genoma). También releí La piel y Kaputt, de Malaparte, aparentemente distantes del asunto: encontré que no son otra cosa (son muchas otras) que la crónica de una sociedad ya desintegrada, cuyo fantasma reverbera, sin embargo, presente, grotesco, de comilona diplomática en comilona diplomática, de palacio en palacio, mientras fuera el “mundo real” se descuartiza a sí mismo. 

Estos autores, quitando a Sebald, rara vez aparecen en los estudios sobre las disciplinas que tocamos aquí, a las que sin embargo aportan –fuera de cuadro- una apabullante variedad de enfoque y de estilo. Pero además, y eso me sorprendía, yo había escogido aquellos libros perfectamente al azar. Hice entonces la prueba de tomar más volúmenes de mi biblioteca, sin orden alguno: TODO lo que encontré era susceptible de ser estudiado como Interzona, o como fantasma, o bajo una luz psicogeográfica; o bien era, en sí, un tratado potencial sobre estos “géneros”. La bruja, El grito silencioso, Abbadón, Otra vuelta de tuerca, ¡El escarabajo de oro!, El péndulo de Foucault (la gran risotada final, ambigua, sobre lo arcano), un diccionario Gallego-Castellano de 1876, mis viejos comics de Asterix que se deshacen en polvo, El Quijote… Incluso las películas que vi, de modo igualmente aleatorio, se zambullían a pleno pulmón, burlonas, en el asunto: poco más psicogeográfico, fantasmagórico y fronterizo se puede ser, en efecto, que el Fellini de Roma, o el Joshua Logan de La leyenda de la ciudad sin nombre.

Curzio Malaparte

Podríamos seguir con la lista, pero es innecesario. ¿Existe el arte meramente zonal? ¿Existe la obra no psicogeográfica? ¿Existe la casa sin fantasmas? Probablemente no. O bien yo estoy infectado hasta el tuétano por estos espectros que trabajo, como toda nuestra cultura. Pero ambas soluciones son la misma: “Los hombres no encuentran lo que merecen, sino lo que se les asemeja”.

Concluí que los practicantes de una disciplina que se pretende original sin serlo deben acotarla con mimo y defenderla con lenguajes arcanos, revestirla de una majestad de tumba mágica, o declinar la defensa. Y concluí que para alguien interesado en su carrera (ya se reduzca esta al salón de su casa) es más sencillo surfear una nouvelle vague que zambullirse en una ola vieja y permanente, cuyas preguntas se multiplican en espejo y son más vastas que el mundo. Esto no exime de nada, claro. Los apologetas-tipo de todo este asunto, los popes autocoronados (hauntólogos del ruido blanco, psicogeógrafos de su patio freudiano,  masones de la neolingüistica, teósofos del transidos de máquina, lovecraftianos extáticos) resultan, por lo general, ventajistas de baja gama que te venden que han inventado el viaje cuando sólo le han puesto un nombre nuevo al carro. El agravante es que en el intento de dar consistencia formal a la falacia, restringen el campo de acción de los demás bajo la excusa de ampliarlo.

Otra cosa son los simples “aficionados”, a menudo más brillantes en su juego, por esa regla moderna que suele hacer lo subterráneo más fértil que lo académico, lo montaraz superior a lo reglado (2). A estos, entre los que espero contarme, tengo poco que decirles. Bastará con recordarme a mí mismo que es benéfico y posible -sin merma de un prestigio que de todas formas no existe- abandonar el microscopio un rato, dejar de una vez este texto y salir a la vida, al viento. Como en aquel cuento de Asimov, la puerta del bunker está en relidad abierta, y un paseo por el exterior no mata a nadie.

(re)ampliación del campo de batalla

Cierro, pues, esta aproximación meditando sobre la vida de ese hombre común que ahora pasea, la mía, yo mismo. ¿A qué llama Interzona este vulgar ciudadano invisible, el hombre instituido como engranaje, un cualquiera? La pausa de la comida, donde con un par de allegados se critica a los compañeros de trabajo. El sol de las tascas un domingo, desde el que se ve pasar el fantasma de los sueños no logrados. El calor ambiguo de las/los amantes, si existen, con su lejano hedor de promesa. Siga usted la lista, amigo mío. El ser común parece a veces el habitante de interzonas ya estragadas para siempre, colonizadas por la publicidad, reubicadas por Google Maps. El teléfono desea saber su ubicación. Aceptar. Tiranizadas por “the man”, que dirían los rastafaris. Propiedad de la Hiper-Babilonia.

Sin embargo, forzando la vista se descubre pronto el gusano en la manzana. Y después que la manzana es el gusano. El basurero, lo hemos visto, es interzona. La homosexualidad lo es también, Surin lo sabe. La heterosexualidad lo será pronto, porque probablemente la sexualidad misma, en su totalidad, no es más que eso. Le llaman, señor Freud. Cristo es interzona, pero el espíritu santo lo es aún mucho más. El viento es interzona. La lengua lo es. Señor Barthes, caja tres. La mitología es interzona nutricia, primera y última entre el arquetipo y el yo que nos lleva. El ojo, el oído, los sentidos. Su ausencia o amputación. Las comunas son interzona, familia alternativa y fallida de la que surge toda contracultura. La música. Los parias, los nómadas. Los hijos desclasados de la burguesía que los reinventan como ley moral. El recuerdo. La memoria. La masturbación. El guetto. La historia. La habitación propia. La pandemia, donde los hijos de la estabilidad entienden, acaso por primera vez, las ciudades como orden de lo contemplativo. El trastero. El patio de atrás. La vereda ya inútil. Los santos. La Wehrmacht. Lo marginal, que se nos enseñó oscuro y menor, empieza a perfilarse luminoso y superabundante a poco que cada uno comience a hacer su propia lista, siguiendo, recortando, amputando o ampliando esta. Así, el mapeado no ya de las franjas en sí, sino de su posible extensión y conexión, ese sondeo abisal, descubre algo asombroso por obvio: que todos vivimos en Interzona, al menos en algunos momentos del espíritu: que el ser estrictamente zonal es una quimera o una aberración estadística. Que ser interzonal es la misma ley humana. 

Pienso, después, que inter -no lo advertí antes- indica también transversalidad. Y que quizá olvidamos que es nuestro carácter interzonal lo que nos une al otro, en realidad, en sentido profundo. Y que ahí está, acaso, la discusión clave que no he sabido ver////PACO

(Pontevedra, 22 de Julio de 2020)

NOTAS PARTE DOS

(1) Creepypasta, he ahí otro término de arcana modernidad, no sé si ya obsoleto o aún vigente.

(2) No me resisto a recomendar dos textos más que interesantes que tuve el placer de ayudar a publicar en la ya extinta revista Karate Press (números 1 y 5 respectivamente), y que transitan por terrenos psicogeográficos y hauntológicos con conocimiento de causa. El primero es Semente de Cthulhu: nacionalismo y terror cósmico en las Rías Baixas, de David Bizarro, que bien merecería una continuación largamente pospuesta. El segundo Elabyrinthinian Dementian, una camaleónica investigación sobre las letras del grupo musical Portal, a cargo del ya citado Francisco Jota-Pérez.

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