“Los artistas confundirán emisión y creación. Irán por ahí chillando lo de ‘un nuevo medio’ hasta que deje de darles pasta…”

El almuerzo desnudo – William Burroughs

Debemos a Bill Burroughs –así se cree generalmente- la formulación no expresa del concepto de Interzona. A sus discípulos, su desarrollo no siempre brillante. Interzone fue el título de un volumen de cuentos escrito por él en los 50, aunque no publicado hasta 1989, y el término aludía a la Zona Internacional de Tánger (bajo control de diversos países europeos, entre ellos temporalmente España, desde 1924 hasta 1956). Allí había residido el autor hasta que tuvo que elegir entre muerte y vida, como cuenta en su prólogo a Naked Lunch (El almuerzo desnudo). En este -publicado en España con 30 años de retraso, precursor de la técnica del Cut-Up, al poder ser leídos sus capítulos en cualquier orden- la Interzona aparece de nuevo pero ha pasado ya de referencia física a idea infecciosa: se convierte en esa salpicadura abigarrada de naciones, mutaciones del lenguaje, deshechos humanos y crueldades de control, que baila al tic tac del “reloj de arena de la droga” y que amenaza con devorar la sociedad entera. Es mitad frontera y mitad sanatorio de castigo, y su autor la edifica con una pulsación bastante deudora del mejor Miller (1). En todo caso, allí la neutra franja de sombra colonial (2) ha pasado a ser linde fantasma. Bill fue un hábil programador de código fuente contracultural, de palabras/idea que viajan aún hoy en nuestra conciencia colectiva, fluidas, abiertas. Ahora bien, ¿son esas ideas puramente suyas? ¿Hemos de reformularlas? ¿Las entendemos?

Cada vez que digo Interzona me vienen a la cabeza otros dos términos más vagos, posteriores pero inevitablemente conexos: Psicogeografía y Hauntología. Las usan desde hace años, hasta el hartazgo, las camarillas universitarias, parapetadas en su patois técnico, en Derrida, en Foucault; resuenan también en las barricadas confusas de la resistencia, revistas, fanzines, noise psicofónico, ambient terminal. Haré el esfuerzo de definirlas, libremente, y de apuntar sus nexos. Lo haré para mí mismo y para los lectores que, como yo, no pertenezcan a tan insignes gremios.

Ley suspendida

La Interzona –más allá de Burroughs y su leve desdén patriarcal, drogadicto, homoerótico- es, de nuevo, la vieja “tierra de nadie”, aquel espacio dónde la ley de las zonas sí pertenecientes no rige o ha sido suspendida (3). Leyendo a Jacques Le Goff, pionero en el estudio de los elementos marginales en la Edad Media, encontramos que el extenso vagabundaje (4) de entonces no vivía en lo profundo de la Silva, sino en el cruce de caminos o en el claro del bosque, en las lindes donde –inevitable, necesariamente- existía una fricción y un comercio con la sociedad establecida. La Interzona, pues –una primera aproximación- es vieja y no es un aparte, sino un cinturón de contacto no domesticado entre lo social y lo salvaje. 

Entendamos esto superando el pensamiento estable, que rechaza de plano la existencia de zonas no controladas y las cataloga como no lugares, y que entre estos sólo tolera aquellas que considera estaciones de paso. Pero apuntemos tal categoría como válida: las estaciones, las dársenas, los intercambiadores, los Hotel Terminus, son Interzonas poderosas, aunque constituyan sólo el atisbo o la puerta de un reino más extenso. (5)

Por otro lado, el prefijo latino inter indica tanto lo que yace entre dos cosas (el espacio entre dos zonas) como aquello que vive dentro de un conjunto de cosas idénticas (relaciones inter pares, dentro de un círculo de iguales). Así, la Interzona puede ser espacio intermedio pero también la zona “dentro”. Quien haya probado drogas similares a las que Burroughs frecuentaba sabrá que esa zona interior puede ser vasta, aunque a menudo vacía. También entenderá que existe per se, sin necesidad de droga alguna: la Interzona es, en potencia, física, mental o espiritual, a condición ser el lugar donde la ley es otra.

Memoria y olvido

Tenemos, pues, ese espacio negado por el establishment pero preexistente y que puede transgredir lo meramente físico. Al contarlo, Burroughs actualiza –puente entre lo beat y la contracultura de los sesenta- una teoría de lo marginal, renovando su validez como posición desde la que pensar y actuar. “Algunos lugares hablan de forma inequívoca”, había escrito Stevenson, setenta años antes, en su ensayo Un chisme sobre la novela (A Gossip on Romance, 1882). “Ciertos jardines húmedos piden a gritos un asesinato, ciertas casas viejas exigen estar encantadas, ciertas costas están destinadas a un naufragio. Y otros lugares parecen obedecer a su destino, sugerente e impenetrable, con ladina maldad”. De algún modo podría decirse que las interzonas apelan así a la humana compulsión por hacer mapas (6). Obsesionados como estamos con ese trasunto del territorio y del propio ser, siempre incapaces de distinguirlos del todo entre sí, el constructo llamado Psicogeografía podría no ser otra cosa que nuestra necesidad de mapear la Interzona, que también a nosotros nos pide a gritos una historia.

La idea imperante parece algo distinta. Aunque iniciada por el movimiento letrista y por personajes como Iván Chtcheglov, es conocida la definición de Debord: “El estudio de las leyes precisas y los efectos específicos del entorno geográfico, organizado conscientemente o no, en las emociones y los comportamientos de los individuos”. Amplia y antigua, la idea llega, de nuevo, un siglo tarde al Stevenson de Caminos, Caminatas o Edimburgo, por no decir a Stevenson en sí. Multiplicada en cientos de textos teóricos centrados sobre todo en la posibilidad de un nuevo urbanismo, ha sido formulada en pop para mi generación por el “mago” Alan Moore en obras como la excelente novela gráfica From Hell o la desastrosa ficción Jerusalem, tras la cual queda claro que a un guionista de comics a veces puede venirle muy grande la novela río. 

Nada puedo tener contra una rehumanización de la ciudad, ni contra el desarrollo de su “historia secreta”, dique contra la falacia sistemática de las historias oficiales, aunque encuentro ahí una primera objeción obvia: ¿Por qué sólo la ciudad? O, ya que el cine es aún más sensible al lugar que la literatura: ¿Por qué sí La Dolce Vita y no Desu Uzala o Solaris

Daniel Lesmes, en su magnífico ensayo Aburrimiento y capitalismo en la escena revolucionaria: París 1830-1848 (Pre-Textos), y en particular en su segundo capítulo, El Mito de París, dibuja con referencial exactitud el momento en el que el paradigma romántico pasa de proyectarse en pasados legendarios y lejanías difusas a encarnarse en LA ciudad, que definía Caillois como “lo bastante poderosa sobre las imaginaciones para que jamás, en la práctica, se formule siquiera la cuestión de su exactitud”. Es la metrópoli, a partir de ese primer tercio del XIX, el lugar en el cual se encarna, dice Lesmes, “la estructura dialéctica más evidente del ennui: la fuga”, espacio interzonal donde “se le concede al proscrito la ventaja de salir a plena luz del día y al mismo tiempo esconderse”. En este sentido, la psicogeografía oficial no ha salido nunca totalmente del fortín ciudadano ni del dique de una fiebre romántica algo estreñida: finge ser rabiosamente actual pero es ocultamente decimonónica, casi colonial en su condescendencia. O quizá por todo eso es de este siglo. 

Uno de los mejores libros “psicogeográficos” que conozco, uno que sí hace justicia a la totalidad humana, se llama, paradójicamente, El mundo sin nosotros. Este ensayo científico de Alan Weisman es de una belleza perturbadora precisamente por nuestra total ausencia -que resuena como pregunta y respuesta a un tiempo-y salta de hábitat en hábitat con implacable justicia. Pero no es la norma. La psicogeografía al uso es ciudadana, aunque se empeña, en todo caso, en llevarle la contraria a Caillois: quiere exactitud donde es quizá imposible; aplica su microscopio sobre una presencia, urbana o no, “poderosa sobre las imaginaciones”, es decir, fantasmal. Ejerce una hauntología.

Tres versiones del viento

Y así llegamos al concepto más vaporoso de los tres. Hauntología es un neologismo acuñado por Derrida en Spectres de Marx, a medias juego de palabras (la pronunciación en francés es muy similar a la de “Ontología”) y que parece vincular el estudio de la esencia humana al de lo espectral. Lo que empezó como una referencia a Karl Marx (“un espectro recorre Europa”) y a la permanente radiación de fondo de su pensamiento (7), ha acabado por convertirse en presencia ubicua y, en efecto, fantasmal: nadie sabe a ciencia cierta qué quiere decir el término, todos lo usan. El chapoteo teórico hace un ruido infernal. Reflexionemos. 

El término alemán Zeitgeist se entiende como “espíritu de la época”, el alma de un tiempo. Sin embargo, Geist deriva etimológicamente de “mente” o de “idea”, y evolucionará hacia el inglés Ghost, que también significa “fantasma”.  Si nos quedásemos en lo estrictamente germánico podríamos hablar de “la idea de la época” o de “la mente de la época”. Si aplicáramos, en cambio, al término alemán la raíz latina tanto de “alma” (anima: aire, aliento) como de “espíritu” (spiritus: soplo, aire), tendríamos una formulación de mayor potencia poética, visual e intelectual: “el soplo/aire de la época”, es decir, “el viento de la época”. Si fuésemos hacia delante, en cambio, hacia la mutación anglosajona, nos encontraríamos con “el fantasma de la época”. Viento, mente, fantasma. No olvidemos que también es el viento, el aire, el que permite que exista la inspiración (de inspirare), y que, forzando, podríamos incluir en el grupo “la inspiración de la época” o “la respiración de la época”. Es a esto, en mi opinión, a lo que intenta contestar la llamada hauntología: ¿Cuál es la idea, el viento, la inspiración de nuestra época? Es decir, ¿cuál es nuestra alma social? Su respuesta es –al menos por elección etimológica- anglosajona: se trata de un fantasma.

Dada esta respuesta, la hauntología se dedica a buscar el fantasma que “encanta” (8)  no sólo nuestra época sino cada una de sus manifestaciones artísticas, políticas o sociales, constituyendo al tiempo una vaporosa genealogía de las ideas. Varias de mis manías recreativas, por ejemplo, son puramente hauntológicas, en este sentido, como la música retrowave de Miami Nights 1984 o Perturbator, cuyo espíritu alguien definió como “una investigación en visiones del futuro ya caducas”, o videojuegos de mundo abierto como el glorioso Fallout 3, que, obedeciendo a la misma premisa, conecta la psique de una época (la del Burroughs de los 50, precisamente) y sus proyecciones fallidas de futuro con nuestro estado mental de hoy. Tales constructos culturales dan cuerpo a una idea que fracasó pero que aún nos persigue: solucionan la persecución y encierran al fantasma en la botella creando, de forma alternativa, aquello que la “mente de la (otra) época” imaginó pero no supo luego construir.

Hasta ahí todo tiene cierta simplicidad que se alía con el juego, cierto elemento indagatorio, lúdico, bañado en “nostalgia el futuro”. No negaré, tampoco, que la teoría steampunk de una época sin alma propia y que se nutre por tanto de fantasmas de lo anterior, que vampiriza espectros, es atractiva y refinada como un cuento gótico. Elude, sin embargo, el hecho preexistente: que todas las épocas han contenido y contendrán ese tipo de canibalismo espectral de doble vía. Que todas pescan en la psique anterior y son al tiempo cazadas por esta. La recreación lúdica de ese gemelo perdido, la aceptación creativa del fantasma, ocurre en cada época, y los vientos se solapan entre sí, impidiendo que los límites históricos sean jamás exactos. El verdadero problema llega cuando del alma histórica pasamos al alma personal, al viento propio.

Curioso problema el del alma: nos hemos pasado los siglos discutiendo quién la tenía y quien no (los no bautizados, los negros, los indios, los animales) sin haber llegado antes a un pacto claro sobre qué carajo era ese alma en realidad. Desde la segunda mitad del XX hasta hoy, ese paroxismo de atribución se ha intensificado, hasta el punto de que la discusión se desplazó primero a la máquina (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, 2001), constituyéndose la ciencia ficción en perfecta sombra de la teología (9), y después a las ideas de supraentidad y supraentidad por interconexión (Ghost in the Shell, Matrix, toda la realidad en red que ya vivimos). A las teóricas puertas de lo transhumano, difícilmente hemos sabido decidir qué era, en primer lugar, lo humano. Somos la especie que decide trascenderse sin haberse conocido jamás.

Si a esto sumamos que el crecimiento tecnológico actual es “hacia dentro” -exploración de espacios conectivos interiores, con sus propios fantasmas- y que se vuelca, por tanto, en desdibujar los límites de la personalidad; y si a ello añadimos que en cualquier Interzona los contornos de la identidad son de por sí difusos -pues allí cada uno es parcialmente quien desea, parcialmente quien no puede evitar- el trazado de mapas se complica enormemente. En ese contexto, La hauntología se convierte en el fantasma que viene a recordarnos al fantasma. Una ficción gaseosa que denuncia, por imitación, a su igual. La hauntología es recuerdo –apenas esbozado, pregunta– de que el problema esencial de “el otro” (de “lo otro”) persiste. De que el alma sigue eludiendo ser definida. 

Por otro lado, recordemos, To haunt: aparecerse, perseguir. Pero también to be haunted: ser frecuentado, visitado. “Soy visitado por otro” (“contengo multitudes”, dicen Whitman y Dylan). Hauntología, Ontología… Otrología, podríamos postular, dándonos de bruces, de nuevo, con la más antigua y la más moderna de las disciplinas. 

Para mí, la pregunta en la que arrancaría una hauntología (10) posible, aplicada, y que ata el concepto a los dos anteriores, es: ¿Cuál es el espíritu de esta cosa que vive bajo otra ley y en un territorio cuyos mapas aún no poseemos? Es decir, simplificando,  ¿quiénes somos? Los retrofuturistas hacen recitar esa vieja letanía a máquinas que mueren. Los poetas solucionaron el problema hace más tiempo, con esa desdeñosa claridad suya ante lo inevitable que los acerca a Dios: “Je est un autre”////PACO

Sigue en la Parte Dos.

NOTAS PARTE UNO

(1) Puestos a establecer breves líneas de sangre, Miller es obviamente heredero del Cendrars de El hombre fulminado (llegó a afirmar que había aprendido francés para poder leerlo en el idioma original). Burroughs, a su vez, un copista avezado y personal del Miller más visionario (el del sprint final de Sexus, por ejemplo). Sin embargo, Entre Cendrars y Burroughs no hay ya parecido alguno, de no ser el amor enfermizo hacia la aventura, que por lo demás enfocan de modo casi opuesto.

(2) Como es sabido, la famosa película Casablanca (Michael Curtiz, 1942) se llamó así por razones puramente comerciales, pero la acción transcurre precisamente en esa Interzona, desde donde, durante la segunda guerra mundial, numerosos exiliados trataban de alcanzar Lisboa y, desde allí, América.

(3) Interesante artículo ESTE (https://thefunambulist.net/law/archipelago-burroughss-interzone-as-the-space-of-the-law-contained-in-the-thickness-of-the-line) sobre Burroughs y “el grosor de la línea”.

(4) “Lo salvaje no es lo que está fuera del alcance del hombre, sino lo que está en los márgenes de la actividad humana”, dice Le Goff en Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval. Después, en su intento de clasificación de los marginados medievales, deja ver la enormidad de ese círculo “fronterizo” que apenas deja lugar a una normalidad estricta: asesinos, ladrones, vagabundos, extranjeros, prostitutas, enfermos, tullidos, pobres, mujeres, niños, bastardos, comerciantes “deshonestos” (carniceros, tintoreros, mercenarios), venidos a menos, locos, mendigos, usureros, monstruos

(5) Como no usuario de coche y por tanto frecuentador de no lugares, he pasado días enteros en las estaciones (Días perdidos en los transportes públicos, como tituló un libro de poemas Roger Wolfe), que a buen seguro hubiesen hecho las delicias de Jean Genet y otros teóricos del margen. Debemos la formulación del concepto de no lugar al antropólogo francés Marc Augé.

(6) Compulsión que afectaba gravemente a Stevenson y a su padre, como cuenta el escritor en el delicioso ensayo Mi primera novela: La Isla del tesoro.

(7) “Si Marx afirma que esa sociabilidad de las mercancías hace de doble de la de los hombres”, escribe Lesmes, “es porque con el sistema de producción que se les aplica también estos se espectralizan; como si el mundo de las mercancías, ese mundo de espectros, tuviera así mismo una función social”

(8) A mi el término “encantar” me resulta correcto, si bien el uso común ha degradado bastante su misterio original.

(9) Es curioso comprobar como la biografía de Carrere sobre Dick, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, deriva a menudo en un libro sobre espiritualidad y  religiosidad. 

(10) “Fantasmagoría” me sigue pareciendo un término perfectamente utilizable en lugar de hauntología, tanto en lo etimológico como por su resonancia histórica y psicológica.

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