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Por Celia Dosio

El formato “serie” ha alcanzado un grado de sofisticación equilibrado con tramas bien construidas, bien filmadas, bien actuadas, bien producidas. Hay películas que hubieran merecido ser series, por ejemplo, la saga de Harry Potter. El cine de industria no logra convocarme de la manera en que lo vienen haciendo las series desde hace ya una década. Recuerdo que vi el primer capítulo de Lost –con ese accidente de avión tan realista y una apuesta tan novedosa desde el guión– y supe que algo había cambiado. Me fanaticé, me decepcioné y no volví a ver televisión. No como antes. No volví a esperar a que tal canal de cable repitiera el capítulo que me faltaba ver. Es cierto también que pocas veces accedí a una serie como novedad, esperando el estreno semana a semana. Vi toda Six Feet Under alquilándola en el videoclub de la esquina de mi casa mucho tiempo después de que hubiera terminado. Compré temporadas enteras a manteros en la calle. Cuevana y otros sitios similares me dieron muchas felicidades hasta que intervino el FBI. Navegué por bajos fondos de internet en busca de capítulos de calidad dudosa, con el audio desfasado y subtítulos en ruso. Y hasta puse en riesgo la integridad de mi computadora con torrents que destilaban ilegalidad pringosa. Pero así, veo series dónde y cuándo quiero.

El capítulo de la muerte de Kennedy de Mad Men y el de la mosca de Breaking Bad me parecen obras maestras. Son dos series excepcionales. Disfruté de Misfits, una serie británica donde unos adolescentes en probation descubren que tienen poderes sobrenaturales luego de una tormenta extraña. Y dentro de las nacionales me gustó La vida según Roxi (http://www.segunroxi.tv) que se puede ver on line. Caí en la identificación gozosa con el retrato de las “mamis del jardín”. Además está bastante bien guionada y producida.

Pero quiero hablar de otra serie. Es de HBO. Tiene como productor al talentoso Alan Ball (que también hizo Six Feet Under). Como otros de sus productos, tanto el guionista como el director cambian capítulo a capítulo. Eso aporta matices que, con el paso de las temporadas, se van haciendo reconocibles. Tiene la mejor presentación de todas, donde la música y las imágenes son uno, donde un niño comiendo fruta puede ser algo tan ominoso como el cadáver putrefacto de un zorro, una orgía, el KKK, un hombre sonriente hamacándose en su mecedora, un bautismo en el río o la previa en un pool. Esa entrada lo tiene todo: el deseo y el fanatismo desatados, la vida sureña en su continuidad sin quiebres.

True Blood me gusta porque no me impone los prejuicios que puede tener un guionista gay sobre el deseo femenino (sí, estoy pensando en Sex and the City). En ese pequeño mundo kitsch de hadas, realeza vampiresca y monstruosidades de todo tipo se sostiene la trama del deseo y el odio que muerde y cura. Y no acepta la elipsis. Sookie, la pequeña telépata ingenua y pueblerina, no tiene respiro. El comisario de Bon Temps se rompe el brazo en la primera temporada, el yeso le dura hasta la cuarta y esa continuidad es uno de los aciertos de la serie. El otro es el casting. Todos los personajes masculinos son hermosos. Todos. Mi preferido es, por lejos, Eric Norman, el vikingo de dos metros de altura, con cara de niño pero frío y despiadado. Está más bueno que comer pollo con la mano. Gracias a Dios estos vampiros no son castos. True Blood no le guste a todos. Tiene una fascinación por la bizarreada que suele resultar refractaria pero al mismo tiempo posee el sentido del humor inteligente y sutil de quien sabe exactamente lo que está proponiendo, del que conoce a la perfección sus límites y sus aciertos y se regodea en ambos. ///PACO