Detrás de todo lector hay siempre una biblioteca. Así lea un solo libro a lo largo de su vida, y ese libro sea la Biblia, o el Corán, o la Divina Comedia. Así no tenga libros en su casa, ni haya comprado nunca un libro y entonces lea en la cárcel para olvidar o evadirse. Extremando la idea, cada hombre moderno lleva encima una biblioteca mental desordenada. Entiendo que el nivel de ese desorden estará relacionado con factores como la alfabetización, su contacto con la vida urbana, las librerías, su neurosis o la web. Si es lector, quizás los estantes de esa biblioteca aparezcan más prolijos, menos destartalados. Pero muchas veces son los lectores, y no otros, los que tienen que lidiar con los ásperos pasillos del caos.

En la Argentina una biblioteca famosa es la biblioteca de Borges, selección de libros propios y ajenos con un peso específico indiscutible. La biblioteca de Roberto Arlt, menos clarificada, aunque ya igual de ofrecida, también resulta fuerte en alcance. Esos anaqueles subjetivos, esos rejuntes de lecturas, resultan más conspicuos y fértiles que la sólida Biblioteca Nacional, lugar físico y espiritual que los lectores argentinos han visitado mucho menos que, por poner un ejemplo, la estridente colección de la Revista Noticias y sus titulares.

Esperando el 2 de abril, que trae siempre esas enrarecidas y muchas veces sordas festividades de Malvinas, me gustaría señalar la existencia de tres bibliotecas. La primera es la biblioteca argentina, la segunda es la biblioteca de las Islas Malvinas y la tercera es la biblioteca de la Guerra de Malvinas. Si las ordeno así es por practicidad y pereza, y lo hago sin dejar de señalar que mantienen relaciones de contención, de tensión, superposición y muy pocas veces de distensión.

La biblioteca argentina la conocemos todos, tropezamos con ella, la consultamos, vive con nosotros y en nosotros y nos rodea. Está en los nombres de las calles y avenidas de nuestras ciudades, en los indiferentes monumentos que decoran nuestras plazas, en los billetes que usamos. Y es también la biblioteca escolar, un cúmulo de nombres, hechos y textos mil veces versionados y reescritos, absorbidos por los estudiantes de todos los niveles que a su vez los bombardean con una muy puntual picaresca. Ahí encontramos al Sarmiento padre del aula y a Sarmiento que se tiró un pedo y se lo llevó el viento.

La de Malvinas es una biblioteca más antigua. Para contar la historia de las islas tenemos que remontarnos a los primeros tiempos míticos de la historia americana, cuando en 1520, Esteban Gómez, también Estevan Gómez o Estêvão Gomes, un marinero de origen portugués, desobedeció las órdenes de su capitán Fernando de Magallanes e intentando volver a España, al parecer, dio la noticia del primer avistamiento. La historia de las Malvinas, por lo tanto es una historia muy larga, mucho más que la historia argentina, que recién comienza a principios del siglo XIX. La biblioteca que la toma como objeto de estudio incluye muchas lenguas y naciones europeas, y otras tantas fundaciones, ocupaciones y conflictos. Por Malvinas pasaron españoles, portugueses, holandeses, británicos, estadounidenses, y desde ya argentinos. Su posición de privilegio geopolítico como parada obligada entre dos océanos se intensifica a fines del siglo XVIII y acompaña todo el siglo XIX y el XX, con una inflexión ineludible en 1832 cuando Puerto Luis, el asentamiento de bandera argentina construido por Luis Vernet, fue destruido por la Fragata Lexington y luego en 1833 ocupado por la British Royal Navy.

La biblioteca de Malvinas está llena de viejos tratados, de mapas hechos a mano, de anécdotas y de rarezas. Algunos de los autores de sus libros fueron marinos, o militares, o juristas, o políticos de vanguardia como Alfredo Palacios. Otros eran poetas como José Hernández, o bibliotecarios eruditos como Paul Groussac. Para muchos, el tema se volvió obsesión y eso no sorprende ya que tiene todas las características para ser obsesionante.

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En esa biblioteca de Malvinas hay una sala de constitución arborescente y semblante abrasivo que plantea un recorrido en sí mismo y que muchas veces se emancipa como una casa aparte. La biblioteca de la guerra parece auspiciar muchos, miles, de autores de un solo libro. Una gran parte de los soldados que marcharon al conflicto bélico, tanto conscriptos como oficiales y suboficiales, escribieron su experiencia al volver. Y también parece haber acaparado la atención de los narradores argentinos. Salvo algunas muy laterales novelas históricas, toda la ficción que se escribió sobre las islas toca, de una u otra forma, el tema de la guerra.

Las armas y las letras, los libros y la guerra: conocemos y seguimos tematizando y analizando esa relación, pero la falta de equilibrio y la intensidad de las bien delimitadas zonas de discusión contrastan con las áreas de indiferencia, oscuridad y olvido justo en la intersección de estas tres bibliotecas. ¿Por qué? La pregunta es en sí un debate que se resiste a formar parte de la historia maleable y se actualiza cada vez que surge, licuando las expectativas de consolidar ideas cerradas. Sin embargo, creo poder aportar algo al esclarecimiento de la biblioteca de la guerra, o al menos recordar y glosar algunos conceptos que no debemos perder de vista a la hora de empezar a responder.

El humanismo y su poderosa vulgarización se resisten a aceptar la guerra como una institución social estable y recurrente, aunque la historia misma de la humanidad certifica esta idea. Como especie, la guerra nos convoca y nos seduce. Es el llamado de la muerte y de la presión, supresión y superación del hombre. Hablar mal de la guerra, condenarla y detenerse apenas en el borde de esa condena, puede ser una ingenuidad con visos de hipocresía.

Al mismo tiempo, el hombre se dedicó a historizar sus conflictos bélicos y a analizarlos de forma particular, pero no poseemos todavía una epistemología operativa de la guerra. Así toda guerra es única a los ojos de sus contemporáneos. En el caso de Malvinas, en tanto guerra excepcional, en tanto guerra aislada en el entramado histórico de la región durante el siglo XX, su magnetismo se vuelve todavía mayor. Cuando, por ejemplo, se lee No picnic (No fue un paseo) del general Julian Thompson, con esa esmerada descripción de la burocracia que implican los desplazamientos de armas y soldados británicos, Malvinas se parece mucho a una batalla más dentro de la larga guerra colonial británica. La perspectiva argentina es muy diferente, casi opuesta.

Pierre-Joseph Proudhon escribió que “ningún lector tiene necesidad de que se le diga lo que es, física o empíricamente, la guerra; todos tienen de ella alguna idea: unos, por haber sido testigos; otros por haber tenido otra relación y, un gran número, por haberla hecho.” Aunque es posible que durante algún sueño macabro y sensual, Proudhon haya vislumbrado la maquinaria de Hollywood, nos consta que no llegó a conocer el cine. Por eso el sujeto de su frase es el lector. Como fuere, la cita es hoy todavía más válida.

El sociólogo francés Gaston Bouthoul reclamaba una «polémologie», un estudio de la guerra en sí, como fenómeno, no el análisis de los casos singulares: “En una palabra, la guerra es la más notables de todas las formas de transición de la vida social. Es una forma de transición acelerada.” A lo largo de toda su obra, Bouthoul señala que es necesario deconstruir y luchar contra esta “pseudovidencia” que señala Proudhon. Luego se distancia de las buena intenciones de los leguleyos que quieren prohibir los enfrentamientos bélicos con reglamentos o legislaciones y describe como “terapéuticos” los proyectos de arbitraje que no comportan más que una reproducción del derecho privado. Bouthoul es preciso. Esas preocupaciones, por muy legítimas y comprensibles que sean, funcionan como “principal obstáculo para el estudio científico de las guerras.” Y luego agrega: “Tenemos prisa por encontrar remedio antes de conocer el mal, de creer antes de saber.”

La biblioteca de Malvinas está llena de páginas que atestiguan escenas de felicidad o violencia, narran impresiones, dejan constancia y nos emocionan o desagradan, pero hace poco empezamos a tener algunos libros que intentan conocer, darle un sentido, una tradición, a la sorpresa de esa guerra que nos llega como efeméride en abril. O quizás los libros siempre estuvieron ahí y necesitamos más de treinta años para empezar a leerlos y entenderlos. Mientras tanto, estas tres bibliotecas siguen creciendo y nosotros seguimos acudiendo a ellas, con ilusión, entusiasmo y a veces con resignación triste o vital, porque como canta el Chango Garcia “crece más el mar, más lo mido yo.”///PACO