A pesar de haber ganado tres elecciones seguidas entre 1979 y 1990, Margaret Thatcher nunca ganó el apoyo, siquiera, de la mitad del electorado británico. “No obstante”, escribe Ian Kershaw en Personalidad y poder, “gracias a la desproporcionada asignación de escaños del sistema electoral británico, en la Cámara de los Comunes disfrutó de mayorías holgadas, por lo cual pudo poner en práctica sus políticas con gran facilidad”.

Esta particularidad convierte a Thatcher en un ejemplo muy elocuente de cómo las circunstancias históricas, y no los dones para el liderazgo, pueden elevar a un individuo sin otro talento que el oportunismo a una posición de poder capaz de alterar las vidas de millones.

A la distancia, señala Kershaw, tal vez el único rasgo estimable de Thatcher sea algo que sólo las circunstancias culturales de nuestra época hacen pasar por más que una obviedad: el hecho de que, en su camino hacia Downing Street, Thatcher siempre estuvo convencida de que “se había abierto paso hasta arriba porque era la mejor para el puesto, no por ser mujer”.

Primer apunte: “No hay alternativa”

Nacida en Lincolnshire en 1926, admiradora de un padre que llegó a ser alcalde de la ciudad y enemistada con una madre con la que dejó de hablarse a los quince años, la mujer a la que el presidente francés François Mitterrand describió diciendo que tenía “los ojos de Calígula pero la boca de Marilyn Monroe” fue química, abogada y ama de casa antes de convertirse en diputada conservadora a finales de los años cincuenta. Gracias al tiempo que le permitía la buena posición económica de su marido, la “necesidad de acción” de Thatcher, como la denomina Kershaw, quedó cautivada por las ideas de sir Keith Joseph, principal vocero de la flamante escuela neoliberal dirigida por Milton Friedman en la Universidad de Chicago, en los Estados Unidos.

A partir de ahí, gracias al llamado “invierno del descontento” de 1979 provocado por una larga serie de crisis económicas y los sucesivos traspiés electorales del Partido Laborista, el Partido Conservador logró que “la señora Thatcher entrara en el número 10 de Downing Street como Primera Ministra prometiendo la transformación radical de un país que había sufrido más de una década de turbulencias económicas y políticas, añadidas a cierta decadencia nacional que se respiraba en el ambiente”.

Sin embargo, el ajuste neoliberal nutrido por el slogan “No hay alternativa” y la plasticidad oportunista de Thatcher como única ideología sólo desencadenaron la baja del producto interior bruto, la triplicación del desempleo, el derrumbe de la actividad industrial y un gasto público superior al heredado del gobierno laborista. A finales de 1981, “menos de una cuarta parte de los votantes creían que la señora Thatcher estaba haciéndolo bien como Primera Ministra”, escribe Kershaw.

Segundo apunte: Malvinas

Fue en este contexto que el gobierno británico se involucró en la Guerra de las Malvinas contra Argentina. “En 1981 y a principios de 1982, las Malvinas apenas figuraron en la agenda del gobierno británico”, señala Kershaw. Solo en marzo de 1982, muy poco antes de la recuperación argentina de las islas en abril, el gobierno despertó a las circunstancias que le permitirían explotar una indignación que “iba desde los patrioteros conservadores de derechas hasta la izquierda laborista”.

Una vez que la Task Force británica zarpó hacia las Islas Malvinas desde Portsmouth, Thatcher apostó a que un desenlace de la guerra en su favor, a pesar del fuerte dejo colonialista, se convertiría en un beneficio político. El hundimiento del Crucero General Belgrano fuera de la zona de exclusión, en el que murieron 363 argentinos, le valió reproches internacionales y críticas dentro de su propio país, “pero Thatcher nunca dudó de que había sido una decisión correcta”. Poco más tarde, tras la rendición argentina, el índice de popularidad de Thatcher llegó hasta el 51%.

Impulsada por esta fugaz popularidad, Thatcher profundizó la remodelación de la economía británica al mismo tiempo que intentó usufructuar la renacida ilusión de que Gran Bretaña, a pesar de la evidente superioridad de los Estados Unidos, Europa y la Unión Soviética, seguía siendo un actor importante en la escena mundial. De todos modos, cuando en 1984 el Sindicato Nacional de Mineros se enfrentó a su gobierno en respuesta al plan de cierre de yacimientos, la implacabilidad de la “Dama de Hierro”, como la habían bautizado los soviéticos, se había pulverizado.

Tercer apunte: una admiradora

En retrospectiva, ni las internas sindicales, el fastidio colectivo contra los huelguistas o la larga campaña oficial contra una actividad que se consideraba deficitaria y contaminante evitarían “un duradero legado de profundo odio al gobierno de Thatcher”.

Tras su salida del gobierno en 1992, cada vez más aislada y con los estragos de la demencia, la muerte de Margaret Thatcher, en abril de 2013, despertó escenas grandilocuentes de admiración y odio. Caracterizada por haber dinamitado el modo de existencia de los dos extremos de la sociedad británica, como la describió el escritor inglés Martin Amis, la gestión thatcherista del poder significó, ante todo, una entrada por la fuerza a una vida regida por el mercado. “Al día de hoy”, escribe Kershaw, “aún no han sanado las heridas de quienes se llevaron la peor parte de las políticas económicas de su gobierno”. 

Una addenda que ya no pertenece a Kershaw: en 2022, Liz Truss tuvo la oportunidad real de seguir el ejemplo de la “Dama de Hierro” al convertirse en líder conservadora y Primera Ministra británica. Duró apenas un mes, tras una serie de decisiones que hundieron al país en semanas de turbulencia política y económica///////PACO