Cine


The House That Jack Built (Lars Von Trier, 2018)

Están aquellos para los que el discurso metafórico es alienígena y aquellos para los que es de uso diario, hasta en las más nimias cosas. Los primeros, afortunados, pueden vivir con un alma reducida pero apaciguada en lo social. Los segundos nos encontramos con numerosas estancias inútiles encharcadas en subtexto y con alguna ventaja discutible, como la de poder argumentar sobre películas de Lars Von Trier, coronarlas como obras maestras, denostarlas como adefesios autorreferenciales.

Para los integrantes del primer grupo, The House That Jack Built (2018), la última película del genio danés, no será mucho más que el recorrido de un sádico asesino contado en detalle por un cineasta más sádico aún y con un nivel de violencia intolerable. De entre ellos, los que hayan ojeado algún libelo podrán añadir a lo cruento las supuestas taras del director (niño mimado, enfant terrible, enfermo mental, misógino, pseudonazi), que inevitablemente entenderán como adheridas a la obra. A los segundos – y especialmente a los interesados por el arte y la filosofía- se nos abre en cambio un campo de interpretación amplio, que empieza con la más banal de las preguntas: ¿sobre qué trata la película?

El hilo principal es simple en apariencia: Jack, encarnado por Matt Dillon, es un ingeniero que hubiese deseado ser arquitecto y que cuenta su iniciación y transcurso como serial-killer, escogiendo ejemplos, supuestamente al azar, entre su patrimonio de atrocidades. Dialoga con un tal Verge -que resultará ser Virgilio, porque la película es también una paráfrasis de La Divina Comedia de Dante- y a través de réplicas y contrarréplicas desvela una personalidad psicopática y narcisista, inspirada por momentos, que permite alternar las ráfagas de comedia negrísima –La casa de Jack es también una gran humorada- con discusiones estéticas y morales de cierto calado. Por supuesto, hay mucho más.

La defensa Eichmann

No es cierto que el asesino en serie sea un invento americano, aunque la mitología yanqui le haya concedido el no-lugar de la carretera perdida, la posibilidad de la comuna druggie y un aura pequeño burguesa que complica su retrato. Gilles de Rais era francés (y amigo de una santa); Erzsébet Bathory, húngara; Ricardo Corazón de León, aquitano; Jack el destripador, es de suponer, inglés; Adolf Hitler, cabeza del organismo vivo (o casa) de crimen en cadena mejor engrasado de la historia, Austriaco. Sin embargo, las tropelías de Jack -cometidas con extraña variedad y vigor, y esencialmente sobre mujeres- se dan en una América suburbana sobre la que no se ofrece más detalle, acaso porque Von Trier, de hecho, nunca ha estado en América, a la que considera, dice, “un país de película”. (1)

Luminosa manía de nuestra época por cuanto habla mucho de nosotros, el asesino en serie ha inspirado decenas de obras válidas y cientos de pasatiempos policiales donde su presencia es mero atrezzo (si quieren verdadera misoginia y verdadera banalidad recurran a CSI y similares). Para este análisis recordaremos las primeras. Citaré cuatro de mis favoritas modernas, por orden de aparición. Primera, Henry, retrato de un asesino (1990), de John McNaughton, gélido retrato interior basado en la biografía del asesino múltiple Henry Lee Lucas. Segunda, From Hell (1999), el libro/cómic con el que Alan Moore alcanza su cima visionaria y donde descubrimos desde el arranque quién es Jack el destripador, cayendo de cabeza al porqué, al corazón del misterio. Tercera, American Psycho (2000), de Mary Harron, descacharrante splatter de afinado comentario social, con psycho-killer (Christian Bale) que encarna el vacío esencial de su clase y su tiempo. Cuarta, sin lugar a dudas, esta Casa de Jack que transciende a las tres primeras, tomando sin embargo elementos ocasionales de todas ellas (2). Añádiré otra obra esencial que no habla sobre asesinos psicópatas, pero sí sobre una entidad que coincide con ellos en demasiadas cosas y que nos acercará a nuestro argumento central: quinta, Mr. Turner (2014), de Mike Leigh, soberbio film sobre el pintor pre-impresionista inglés.

Hay que apuntar aquí (aunque hayamos citado a Hitler, cosa que Von Trier ha convertido también en su costumbre) que hablamos del asesino solitario, que nos resulta –hermosa paradoja- mucho más incomprensible que aquel que está engranado en un colectivo mayor. Me explico: la distancia entre el individuo y la máquina como poder insalvable (entre nosotros y el estado, por ejemplo) es nuestra excusa favorita, y la más difícil de desmontar. Como colectivo, en nuestra vida diaria tendemos a aceptar la defensa Eichmann. Adolf –uno de los organizadores de la “solución final” nazi, capturado por el Mossad en Argentina en el 60 y ejecutado en Jerusalén en el 62- argumentó durante sus interrogatorios que él no había sido más que un engranaje sin poder alguno en tal proceso y que -empático o no con el sufrimiento ajeno- no podría haber hecho otra cosa que la que hizo: seguir órdenes. Y eso lo podemos entender y lo tenemos que justificar –nos decimos- porque a menudo en la vida, a baja escala, nos encontramos en su misma situación. Cobardes relativos, entendemos y justificamos al cobarde relativo que es un mero “instrumento en manos de líderes” (Eichmann). 

En consecuencia, el reducto que no alcanza nuestra vista es el del valor personal, quizá porque el valor es solitario. No nos perturba no entender la inhumanidad del killer (uno nunca entiende el lenguaje ni el fondo de los trastornos de conciencia distintos al propio); nos perturba, en cambio, no comprender su arrojo; su capacidad para contrariar a la ley social y entrar libremente en el terreno tabú de la máquina. Es decir, no entendemos su valentía para afrontar en solitario, a despecho de la reprobación y del castigo, una tarea que nosotros sólo soñaríamos con ejercer en manada y disfrazados de burócratas. Sea esta cual sea la tarea. El asesinato. El arte. La vida. Si The house That Jack Built es un film de género que colisiona con muchas otras cosas, es también, en último extremo, un filme sobre ese valor.

Biografía y violencia

La película causo revuelo en Cannes en su estreno (unas cien personas, dicen, se levantaron y se fueron, escandalizadas, línea; el resto aplaudieron a rabiar, bingo). Las reseñas en internet son numerosas pero igualmente cegadas, en general, por el despliegue de violencia o por la indagación biográfica. Las dos preguntas al uso orbitan sobre la posibilidad de que ésta sea moralmente reprobable, pero ninguna afecta a su esencia como obra. La primera alude a sus ropajes: ¿Es lícito el uso descarnado de violencia en este grado, en una película comercial? La segunda al hecho biográfico de su autor. ¿Cuán fiel es este retrato que Von Trier hace de sí mismo? (es decir, ¿hasta qué punto está enfermo?).

En cuanto a lo biográfico –que se suele dar por hecho sin más duda- mi opinión es que cualquier obra de arte es siempre ADEMÁS un retrato del autor. Éste estará, quiera o no, en cada espacio, cada idea y cada personaje, pero sólo como añadido al mensaje autónomo que ha generado y que debe vivir por su cuenta. La obra debe explicarse por sí misma. En esto soy contrario, probablemente, a toda la teoría actual, que se centra más en el medio, o en las interconexiones entre medios, o incluso en la distribución de la obra a través de los canales artístico/comerciales/digitales, que en la obra misma, como si ésta fuese apenas un exoesqueleto o una excusa. Afilaré mi postura: la obra debe funcionar autónomamente como creadora de ideas concretas y –secundaria, inevitablemente- como generadora de ideas en el otro. Pero todo ese flujo es consecuencia de su validez original, independiente. 

No me cabe la menor duda de que The House That Jack Built impactará –positiva, negativamente, da igual- en alguien sin la menor idea de quién es Von Trier ni de cuáles fueron sus cuitas infantiles, sus peleas con Björk o sus adicciones. ¿Es Jack el asesino Von Trier el cineasta? Fácil, lean esta excelente entrevista de Mark Peranson con el autor: “todavía no he matado a nadie personalmente, pero hay mucho de mí en Jack en el sentido de que quiere ir hasta el final”. Esa afirmación nos servirá, en seguida, pero, a despecho de ella, lo fascinante de las grandes películas es ajeno a lo biográfico y reside en su cualidad multifacética y delegada. Hay una cara para cada espectador, y no tiene que ver con el director, sino con el espectador mismo. O con él mismo en la obra. Es decir, que Jack quiera “ir hasta el final” no importa como similitud posible con el carácter del director danés, sino por lo que esa insistencia despierte en nosotros, por la verdad o mentira que reflejamos al exponernos a la faceta que nos toca.

En cuanto a la violencia, puede ser entendida en varios niveles. En primer lugar, como un recurso para el funcionamiento de una metáfora, deviene utilitaria y, sin perder impacto visual, carece de carga de trastorno. En su segunda misión, más profunda, como fondo abisal de tal metáfora, si puede tener esa carga, aunque sigue sin ser en absoluto el tema. La capa de sangre e insensible atrocidad, tiene una tercera misión: lo que podría llamarse un disfraz de selección. La técnica no es nueva, y recuerdo que la encontré por primera vez cuando leí El péndulo de Foucault, de Umberto Eco. Su primer capítulo está claramente diseñado para que un número ingente de compradores no iniciados o carentes de curiosidad abandone la lectura. Pero no nos equivoquemos, ese abandono habrá sido casi siempre gozoso, porque tal lector se ahorra un esfuerzo que no desea y adquiere fácilmente el prestigio de tener el libro en sus estantes. Ese lector no es exactamente un lector, pero es feliz. Von Trier amplifica tal efecto aquí (lo hace casi siempre): el indignado es feliz de haber ido al cine, de haberse escandalizado y de poder despreciar obra y autor a un tiempo. En cierto modo Lars -deshaciéndose del lector no preparado, dejándolo ir, satisfecho de odiar- hace feliz a todo el mundo. (3) 

El progreso del artista

Pero, volviendo, ¿sobre qué trata realmente The House That Jack Built? ¿Cuál es la metáfora? Si quieren un análisis ortodoxo y concienzudo, prueben con este artículo de Akiramifune. Mi posición es ligeramente divergente: creo que la película trata sobre la predestinación, el proceso de perfeccionamiento artístico, lo engañoso de las exigencias sociales y (como dije antes y como recuerda Von Trier con ese “ir hasta el final”) sobre el valor personal. En consecuencia, es una metáfora sobre la vocación.

Entendiéndolo así, los asesinatos -que Jack dice haber escogido al azar- son un terrible aunque hilarante camino de perfección que retrata las edades de un artista que trata de acercarse a la verdad. Pero es un artista en segundo plano, es un retrato del artista amateur, oculto, secundario. En todo momento, la obsesión principal de Jack (que sólo se nos cuenta a pinceladas) es la de convertirse en el arquitecto que no ha sabido ser. Pero nunca consigue construir la casa con la que sueña, y esa línea fracasada es la de su vida pública. El arte, el asesinato, es su vida privada, sobre la que vuelca los conceptos técnicos y filosóficos que en la otra no parecen dar fruto alguno.

Veamos ese proceso de ascensión artística velada (aunque en primerísimo plano): el primer asesinato (puro Tarantino) es el relámpago, el flash instintivo que nos demuestra que podemos crear, incluso con lo primero que encontremos a mano. El segundo es la confirmación, ya plenamente consciente y actuada, de que se puede recuperar ese relámpago. Jack es un artista aún chapucero (no sabe estrangular), lo que compensa con un perfeccionismo obsesivo en el acabado. Parece aún incapaz de “soltar la mano”, pero ¡he aquí una nueva revelación! Surgen problemas, su respuesta versátil es puesta a prueba y ¡sale victorioso! El asesino aprende así que lo que está más a la vista es a menudo invisible; el artista experimenta la improvisación y la plenitud de la naturalidad (siempre evasiva). Fluye. Los dioses parecen bendecir su audacia con un diluvio que borra todas sus huellas. El tercero es el laborioso perfeccionamiento técnico (ya sabe estrangular) y la progresiva seguridad que es fracturada por el deseo de ir más allá, de romper la frontera, de nuevas técnicas y euforias (asesinatos improvisados, riesgo innecesario, fotografía de cadáveres). El cuarto (quizá el más crudo y grotesco del lote) lo retrata ejerciendo un manierismo neoclásico que roza vanguardia conceptual, y que deriva en la exploración de construcciones mayores, interconectadas. El quinto explora la ambigüedad del concepto de musa. Musa como fuerza en sí, encarnada en mujeres cuyo valor es ese y no más. Musa como elemento sacrificial. (4)

Es al final de este camino cuando el arte de Jack comienza a mostrar un sospechoso vacío tecnicista, a agotarse y a perder el alma (su intento de réplica de una ejecución nazi con bala “full metal jacket”). Se encuentra a punto de desviarse del camino de la vida, valga la paradoja, y ahí interviene Virgilio, el psicopompo por excelencia (5), para recordarle lo que ya sabe, y él mismo ha enunciado anteriormente: que cuando se escoge el material adecuado, ese material tiene su propia voluntad y confluye en el éxito de la construcción, en la realidad de la casa. No creo que ningún artista verdadero sea ajeno a esa sensación, que es, por otro lado, una de las ideas más interesantes y menos recordadas de la película.

Jack se ha empeñado en construir una casa que es al tiempo material y simbólica (su deseo de ser arquitecto, su ansia de realizarse intrasocialmente). Y ha fracasado al no atreverse a darse cuenta de que no puede construir una casa verdadera sino con el material que es esencialmente el suyo, aquel al que está destinado por vocación profunda: la muerte. Iluminado por Verge, construye esa casa de muertos y puede finalmente “ser”, evadirse del mundo, trascender y descender al infierno junto a su guía.

No incidiré mucho sobre el tramo final del film, una ruptura que irritará a muchos pero que pocos pueden permitirse con éxito. Baste decir que todo termina en una prueba, y que en esa prueba Jack se redime de su pecado esencial, que obviamente nada tiene que ver con sus asesinatos metafóricos. Se redime de su resto de cobardía, el que le ha impedido tomar su verdadera vocación como centro de su vida; el que le ha impedido distinguir entre lo esencial (la casa propia, el alma) y lo accesorio (las casas que otros nos han convencido de que deseamos). El infierno, el de Von Trier, al menos, es el lugar donde comprendes lo que has hecho mal pero ya no hay tiempo de rectificar. Sin embargo, aunque fracasado, el último acto de valor de Jack definirá finalmente a un personaje que es, en realidad, un anhelo de perfección y de verdad.

Marginalia, animalia

Por supuesto hay decenas de lecturas más, insertas en el cuerpo de una película tan clara en esencia como múltiple en repercusiones. Vista desde otro punto -perfectamente compatible con el anterior- el film es una reflexión sobre la estupidez (presente en todos los trabajos del autor). Absolutamente todo el mundo aquí es perfectamente idiota. Lo es, sin duda, un Jack que se sobrevalora sistemáticamente con las excusas más peregrinas (ahí podríamos ver el necesario ego defensivo de cualquier artista incomprendido). Lo son sus víctimas, del modo más llano. Lo es incluso Verge, que debería ser sabio, pero cuyos argumentos no pasan de lo mediocre. Los que detesten o amen a Von Trier por incluir alta filosofía en sus películas, tengan en cuenta esto: la que despliegan sus personajes (que no la suya) es de medio pelo. Una de sus duales carcajadas va probablemente dedicada a ellos.

En este sentido el danés es uno de los comentaristas más lacerantes de la estupidez actual –todos son dolorosamente idiotas-, pero no uno de los menos compasivos, porque al menos se incluye en la recua –todos somos idiotas-. Sabe, al cabo, que no hay modo de hacer la primera afirmación si no es aceptando la segunda. En eso va a la cabeza, más allá de Tarantino, junto con los picos de genio de los Coen –Fargo, Big Lewobski– y parte del trabajo de un Yorgos Lanthimos que es, de algún modo, su heredero natural, provocador pero integrado, outsider pero necesitado de que el foco incida permanentemente sobre él. ¿Quién no?

Pero esa reflexión sobre la idiotez no es sólo descriptiva de los personajes o constitutiva de quien los mueve, sino que, en su forma dramática, transgrede la pantalla y nos afecta. Me pongo como ejemplo.

Arquitectura macabra - La TempestadLa Tempestad

Caso cuarto. Jack saca de caza a una familia, madre (se sobreentiende que tiene algún tipo de relación con ella) y dos hijos. En modo family man hace un alegato contra la caza misma mientras explica los procedimientos básicos del uso de un arma y enseña a disparar a los niños. Lo ha dejado, dice. Detesta el asesinato de animales (se ven escenas documentales, nos entristecemos por la muerte de los bichos). Después procede a cazar a la familia. Cuando acierta al primer niño con su rifle de mira telescópica exhalo un gruñido parecido al que hubiese emitido al ejecutar a distancia a un enemigo, en un shooter cualquiera. Me tenso. ¿Me he alegrado? De inmediato, un tiro limpio en la cabeza abate al segundo niño, y el efecto es el mismo, automático. Entre uno y otro, breves segundos, he tenido el tiempo de pensarlo todo… ¿Por qué me apenan las muertes animales (documentales, luego no ficticias, y en las cuales se cuela una clara referencia a los nazis que refuerza el efecto)? ¿Por qué no me apenan las muertes humanas (ficticias, pero tomadas como reales por el tácito pacto fílmico)? ¿Qué nos pasa? ¿Nos pasa algo? ¿Soy yo también un psicópata? ¿He jugado demasiado al puto Modern Warfare? ¿Es incorrecto mi sentimiento, que no he podido evitar? ¿O es incorrecta, por el contrario, una situación histórica que permite que nuestra empatía con lo animal sea mayor que nuestra empatía con lo humano, que convierte eso en lo correcto? ¿Somos escoria, finalmente? ¿Merecemos este final, aún sin saberlo? La película ha pasado directamente de mi cerebro a mis tripas, y luego de vuelta a mi cerebro. ¿Pienso yo acaso lo mismo que piensa Jack, que ya no tiraría sobre un ciervo pero asesina críos perfectamente impasible? La barrera se ha roto por completo. Ya nada es plano. Estoy hablando conmigo mismo y con Von Trier, al mismo tiempo, en el instante dilatado de un relámpago. Magia.

Luego el director se complace en ofrecernos otro par de los momentos más grotescos del film, pero la esencia ya ha sido contada. Preguntada, más bien ¿Qué carajo somos? La respuesta es: somos idiotas (pero su extensión y ramificaciones son insondables, y dan miedo). ¿Qué merecemos a consecuencia de lo que somos? La respuesta es: la muerte. Y yendo un poco más allá, de la mano de los dos niños abatidos… ¿Es ese pecado que hemos construido hereditario? 

El juego con la una de las sensibilidades modernas (la suya, la mía) es perfecto. Se requiere un movimiento de absoluta precisión conceptual para que un letrero plano que dice “somos idiotas” se convierta en la certeza convulsa e interior de que lo somos, sin remedio, tomemos uno u otro camino. Y de que probablemente, sí, merecemos morir por ello. Sin embargo, ese movimiento de precisión no tiene porque ser complejo; el mecanismo es aquí nítido, binario. Igual que sucedió con la hermosa y contenida Melancholia (2011), Von Trier funciona como una especie de manierista neoclásico, apilando pequeñas transgresiones y adecuadas adendas sobre pasados que funcionan como “tradiciones marco”. ¿Deja por ello de ser vanguardista? Esa es una buena pregunta que habría que responder con más tiempo.

Dejémoslo aquí, y abandonemos lo profundo, no sin recordar lo asombroso que es que alguien consiga encontrar el resquicio donde Matt Dillon sí es un buen actor y mantenerlo abierto durante una película completa (6)

Me gustaría, ese es mi anhelo modesto, que algún amigo que deteste a Von Trier de oídas, como tantos, leyese este artículo y, a su luz, viese después la película. Quedan muchas cuestiones en el tintero por discutir. La esencia del humor. El papel del trauma y la crueldad en éste. La infancia como lugar donde se acuña, por primera vez y para siempre, la idea del paraíso (los segadores como símbolo). La indiferencia del mundo ante el sufrimiento ajeno (empezando por el vecindario). El Kitsch totalitario que las grandes producciones y las series del montón aplican al dolor y a la muerte. Patrick Bateman y la histeria de Tom Cruise. El arte como delegación. El subtexto como médula de la época. De Quincey y las bellas artes. Psicosis. Monsieur Verdoux… Sería bonito hablar, en fin, sobre cosas que importan y no importan en absoluto, ya con tranquilidad, a la sombra del arte////PACO

NOTAS

(1) La película fue grabada enteramente en Suecia. El cine vive en “el país del cine”, todos lo sabemos.

(2) La influencia de Henry, en especial, es bastante obvia en algunos momentos de descubrimiento: cuando Jack se da cuenta que el asesinato aleatorio es difícilmente rastreable; cuando teoriza que nadie escucha los gritos de auxilio de su congénere, en una sociedad como la nuestra; cuando da fe de su gelidez emocional, frente al espejo. Dejo el resto las conexiones con las otras obras al lector porque sería muy largo enumerarlas.

(3) La animadversión hacia Von Trier es visceral, y daría para un artículo aparte. Anunciando este, colgué un par de noticias en mi muro de Facebook, y las respuestas se multiplicaron como setas en otoño. La mayor parte (más de 130 comentarios) mostraban lo que yo llamaría una alegría festiva. El desprecio gratuito o la discusión sobre la personalidad de Von Trier -que poco tenían que ver con la obra- se ejercían con el peculiar júbilo con que uno patea fuera del pueblo al chivo que lleva nuestros pecados. 

(4) La reciente Mother! (Darren Aronofsky, 2017), recomendable aunque irregular, aborda el mismo tema.

(5) Usar como guía a un Virgilio encarnado por Bruno Ganz tiene bastante coña. Cierto es que el actor tiene una larga y extraordinaria carrera, pero no menos cierto que el espectador reciente lo recordará de inmediato como al Hitler de El Hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2005). Bajar al séptimo círculo de la mano de un bonachón y admonitorio trasunto del Führer no deja de ser un momento de ambigüedad impagable. Y no, no creo que sea una casualidad.

(6) Leí para el artículo esta entrevista con Matt Dillon en la que demuestra no haber entendido gran cosa, y quizá mejor así. Tiene Dillon algo de esfinge, capaz de encarnar absolutos pero que estalla en cuanto se la fuerza a penetrar en lo particular de la experiencia humana. Y rara vez se le han concedido esos hieráticos absolutos. Aquí está perfecto. En Rumblefish (Francis Ford Coppola, 1983) encarna con claridad su arquetipo (inevitablemente eclipsado por un Mickey Rourke de otro planeta). En Drugstore Cowboy (Gus Van Sant, 1989) tiene un pase también. Por lo demás, su transcurso ha sido mediocre, siendo generosos. Otra gesta, pues, de Von Trier.

Si llegaste hasta acá esperamos que te haya gustado lo que leíste. A diferencia de los grandes medios, en #PACO apostamos por mantenernos independientes. No recibimos dinero ni publicidad de ninguna organización pública o privada. Nuestra única fuente de ingresos son ustedes, los lectores. Este es nuestro modelo. Si querés apoyarnos, te invitamos a suscribirte con la opción que más te convenga. Poco para vos, mucho para nosotros.