Por @HoracioGris

El calor es detestable. Hace que el cerebro se te cuelgue con pantalla azul de error de Windows y sientas que te sobra cada extremidad de tu cuerpo. Acostado, querés concentrarte en la mínima brisa que creés percibir; lo intentás para entretener a tu atención y que así se borre la desesperación térmica, pero fallás y te invade la sensación de falta de aire, de pesadez, lo irritante del roce de la piel contra lo que no sos vos. Si pudieras, te mutilarías porque con eso obtendrías menos contacto con la superficie caliente: todo, el universo, representa lo caliente, que es sinónimo de hostilidad. Es mejor estar muerto. Los zombis pueden rondar, lentamente, durante horas sobre el pavimento porque están muertos. Esa la única forma de estar en esta ciudad en verano: muerto. O con aire acondicionado. No existe un punto medio.

Pese a la hostilidad del clima, a que mueran personas, se destruya el pavimento y los peces ataquen comiendo dedos a los niños, hay sujetos que dicen disfrutar de estas temperaturas. En serio. Al principio observé esta tendencia como una curiosidad, como a esas personas a las que no les gusta el chocolate o el helado, que son raras y hasta resultan simpáticas, pero después entendí la distancia, la diferencia insalvable. No podemos conectar. No son como vos, yo o cualquier otra persona. Me caen mal y ni siquiera tienen la culpa de ello. Creo. Es una cuestión de piel.

En este instante escribo iluminado sólo por la pantalla de la notebook, y lo haré hasta que se agote la batería, porque se cortó la luz. La gente intenta combatir el calor y pasa eso, ¿querés prender el split? bueno, ahora ni ventilador vas a poder poner. Entonces se activa en mí el sistema de emergencia alimentado a odio, y busco objetivos sobre los que descargar la frustración. Los termófilos son el blanco, los recorro con mi desprecio, busco entenderlos sin dejar de odiarlos.

Borges –dicen– creía que en Buenos Aires el calor no es un estado del clima sino una humillación. Y los individuos que disfrutan del calor consiguen extraer satisfacción de una hostilidad que humilla, que rebaja. Consiguen extraer satisfacción de lo que sucede contra la voluntad, como el sudor cayendo entre los pliegues del cuerpo, la ropa pegándose en la espalda, el olor inevitable de la calle y del transporte público. Transpiración, olores desagradables; consiguen hacerse con satisfacción a partir de aquello que cualquier cultura a la que valga la pena pertenecer apartó, enviándolo al terreno de la barbarie. Pero no es un tema cultural, ellos nacieron y se criaron acá, sus padres también. ¿Entonces?

Hay psicóticos que cagan y se esparcen la mierda alrededor del cuerpo, o se la tragan, para crear un campo de protección a las influencias de extraterrestres o espíritus. Los termófilos, sabiéndolo o no, hacen lo mismo con sus excreciones del verano: Aunque no se pueda conocer el motivo, cualquier persona que transpira y disfruta de ello hace suponer que sobreestima (¿psicóticamente?) su producción corporal. Quizás.

Pero tal vez no son psicóticos. Tal vez es un estilo adaptativo, una forma de afrontar la hostilidad del clima a través de un mecanismo similar al que actúa en el síndrome de Estocolmo. Estas personas entregan su voluntad a una temperatura que atenta, como terrorista, contra el estilo de vida que elegimos como sociedad. Es decir que los termófilos colaboran con terroristas. Y no negociaremos con terroristas. Su actitud, de por sí, es inadmisible.

Pero hay un agravante: Los colaboracionistas de una sensación térmica de 30 y hasta 40 grados o más disfrutan de ella de un modo que ofende las formas normales -o normativizadas, no vayamos a herir susceptibilidades- de nuestra existencia. Hay algo que los lleva a mostrarse con una sonrisa provocadora bajo los lentes oscuros. Una mueca que inquieta porque denota un vínculo retorcido con aquello que les gusta. No quiero escandalizar ni armar revuelo, pero quizás se mueven de la misma forma patológica que una persona que sufrió abuso sexual y que no puede o no sabe qué hacer con la inconfesable satisfacción que pudo provocarle la situación y entonces busca repetirla, activa o pasivamente. El sol se los cogió de chicos y ahora parecieran no tener problema en decir lo mucho que les gusta andar por la calle bajo sus rayos.

Pero por ahí no, quizás el móvil de esa tendencia asquerosa que es la termofilia se deba a algo aún más antiguo: a una ausencia durante la infancia que los marcó. Esa hipótesis cierra aún mejor. El calor espantoso de esta ciudad de mierda es omnipresente, te sofoca hasta el ahorcamiento, no te permite abstraerte de él: es pura presencia. En donde todos encontramos una temperatura que nos abrasa sin piedad, estos fetichistas encuentran un calor que los abraza con ternura.

Pero esa teoría es demasiado compleja. Y la mayoría de las veces la explicación más sencilla es la correcta. Por eso, para tratar de entenderlos, se me ocurre que los termófilos no hacen aquellas cosas que todos hacemos por obligación y que son inherentes a generar aún más calor, como el trabajar. Y entonces esto que a nosotros nos pesa tanto, a ellos les resulta liviano. Como un juego. Y ahí, sí, son diferentes a nosotros. En los términos en que son diferentes las personas que babean de costado y tienen un papelito plastificado que usan cuando suben al colectivo, y que por supuesto las exime de realizar actividades productivas. Quizás hayan tramitado algún tipo de certificado que las habilita a sentirse así y disfrutar del sol con total impunidad. Sí, es la mejor explicación; estas personas se arrojan de cabeza al calor como a una pileta vacía, sin medir las consecuencias. Se entregan al calor con la alegría del débil mental; como yo me sigo entregando al odio al ver el ícono titilando por batería baja en el borde inferior derecho de la pantalla, sin que la luz capaz de reanimar al aire acondicionado -y por ende a mí- se digne a volver.