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¿Qué fue la posmodernidad? ¿Una moda académica que desbordó? Antes que un proceso histórico la posmodernidad puede ser vista desde la actualidad como un concepto que avanzó desde la agenda universitaria hacia un más allá de reconocimiento casi masivo. Pero, ¿no participó del discurso de las ciencias sociales y de las humanidades? ¿No atravesó los requerimientos científicos que imponen esas instituciones, que son legión aquí y en el mundo? Sea cual sea su recorrido en el pasado, ya nadie recuerda a la posmodernidad. Nadie utiliza el adjetivo “posmo”, cumbre de la vulgarización del concepto. Vive, eso sí, en la memoria de los docentes y los estudiantes, en las inconsultas actas de congresos centrales o laterales, en los viejos apuntes que todavía se demoran en las redes, muchas veces en formato pdf.

Pero, ¿de qué estaba hecha esta posmodernidad? Había ingenio en ella, y no poca sensualidad. Así lo atestigua Posmodernism, or, The cultural Logic of Late Capitalism, el libro de Fredric Jameson, cenit de la escritura elegante y la pose canchera de superación que el tema demandaba. (Paidós lo tradujo en 1991. El año siguiente salía por Planeta el megabestseller El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama.)

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Y sí, nos magnetizaba el atractivo romántico y tánico de decir que algo ocurría, aunque eso que ocurría era la entrada en la inmovilidad, el fin de lo mayor y el comienzo de lo menor, y la tergiversación y mezcla de todo. ¿O no se excitaban el docente y el panelista de TV al decretar el fin de los grandes relatos, un gran relato en sí mismo? La URSS había caído y Andy Warhol seguía más vigente que nunca. ¿Era eso que nos rodeaba parte de la modernidad que tan bien habían descripto Marx, Freud y Nietzsche? ¿O ellos habían anticipado esta era de posteridad? El gran ganador de esa pelea espuria parecía ser Saussure, padre del giro lingüístico que no paraba de girar.

Algunos se resistieron. Nicolás Rosa para no quedarse afuera, pero con cierto pudor, decía que no había habido un corte, que esa etapa posterior era dependiente de esa etapa anterior, ya que en la posmodernidad podía leerse la modernidad, y la llamaba, por eso, transmodernidad. La opción era interesante pero ya en ese momento, pese a la ebriedad discursiva, se notaba que no alcanzaba.

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Lo más notable es que las “teorías posmodernas serias” sufrían, gracias al entorno que ellas mismas creaban, una fuerte vulgarización que las deformaba hasta el absurdo. Si eran flojas y frívolas, sus divulgadores banales las llevaban a un extremo de parálisis festiva. El arma defensiva consistía en acusar de “viejo”, “reaccionario” o “anacrónico” al que insistía en politizarse de forma partidaria o retomaba el concepto de clase. No había necesidad de esto último. Con la posmodernidad todos podían gozar. Las excentricidades eran no solo toleradas sino celebradas. ¿O no podía un docente, un psicoanalista, un militante, todavía joven, llegar tarde pero con entusiasmo a la cocaína, la sodomía o la música tecno? Se combatían así viejos entusiasmos revolucionarios y culpas nunca del todo bien compartidas.

La subjetividad, entonces, tenía un valor y primaba sobre la estructura. Y así apuntaladas, con poco sigilo, las teorías posmodernas generaron pequeños guetos universitarios donde el dinero y las rentas se repartían con la prolijidad y el nepotismo que nos tiene acostumbrados la academia, pero la novedad implica que ellas mismas inauguraban un marco conceptual donde ninguna acusación valía mucho y todo lo personal era político y por eso nada era político.

Luego de un tiempo prudencial, y millones de papers más tarde, la posmodernidad simplemente desapareció. El debate modernidad/posmordernidad se terminó de cerrar en Europa después de la caída televisada de las Twins Towers y, en la Argentina, cuando Fernando De La Rúa partió en helicóptero rumbo al infinito. En el 2011, Andreas Huyssen dijo “hoy nadie habla seriamente de posmodernismo.” Internet y un mundo que ya no se percibía tan unificado abrieron nuevos horizontes para otros maniqueísmos y otras escrituras. Pero como no podía zafar de su curro, Huyssen sacó un libro que se llama Modernismo después de la postmodernidad. Es perdonable, porque todo pasa y todo vuelve.

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Creo que hay que leer libros malos. Si alguien me pidiera un consejo sobre qué leer para escribir daría ese: lean libros malos. Desde luego, hay que leerlos sin abusar, con cuidado, encontrando los defectos y también, si las hay, y siempre se puede rescatar alguna, las virtudes o los aciertos. Los escritores buenos son buenos porque en algún momento leyeron malos libros y entendieron por qué eran malos. Los escritores malos por lo general solo leen buenos libros, no los entienden del todo y no tienen forma de contrastar con nadie ni nada y quieren ser leídos con la devoción, comprensible, con la que ellos leen a Joyce, a Beckett, a Rimbaud o a Foucault.

Lo mismo pasa con las teorías. Podemos sacar mucho provecho de toda la bibliografía, hoy polvorienta y un poco jocosa, que trabajó la postmodernidad. Sus pretensiones, su afectación, su impostura y su falta de nobleza, hoy evidentes, conviven con un swing muy especial. La primera línea de este catálogo perdido será mejor, la segunda ya demostrará fisuras y luego el enorme receptáculo de publicaciones académicas y monografías nos terminará por dar la verdad de una época que ya pasó.  

Al mismo tiempo, escarbar en teorías vencidas puede darnos un poco de perspectiva sobre lo que pasa hoy. ¿Cuales de las teorías o los conceptos que manejamos en este momento serán cerrados, con justicia, en el futuro próximo? ¿Qué parte de las ideas que hoy se esparcen por nuestros canales de diálogo que nos llegan muchas veces con despiadado entusiasmo y adhesión incuestionable sobrevivirán a la inclemencia del olvido? No es difícil ver que las redes sociales toman conceptos y los convierten en causas y en herramientas de autoafirmación más allá de toda crítica. De fondo a esta performance suena la música del narcisismo, la sinfonía ansiosa de la presión social y el ruido de la desorientación. Para el que no puede elaborar, paciente, un sentido que siempre es frágil, el destino asegurado es de atolondramiento.

Hace unos días Crónica publicó en su sitio web el siguiente titular: “El samba la volteó y la desnudó.” La nota que sigue es apenas un copete que presenta un video y dice: “Ocurrió en un parque de diversiones aunque no se tienen precisiones del lugar. La chica y su novio disfrutaban de la atracción hasta que ésta se volvió tan fuerte que la tiró al piso y la despojó de sus ropas. ¿El detalle? No tenía bombacha.” En el video se ve el conocido juego en funcionamiento y, sin mucha definición, a una mujer cuyo pantalón, al ser sarandeada, comienza a deslizarse hacia abajo. El video no es nada del otro mundo. No alcanza ni la categoría de softporno amateur ni llegará jamás a viralizarse. Y el mundo puede espiar en otras zonas digitales accidentes y las partes bajas de una mujer. Sin embargo, al publicitar la nota en las redes sociales, los CM de Crónica eligieron esta frase: “¿Moraleja? No hay que ir sin ropa interior al Parque de diversiones.”

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Menos por Esopo que por la modernidad que finalmente sigue ahí, hoy sabemos que la moraleja puede ser tanto o más interesante que la moral. ¿Es una analogía demasiado extrema pensar que la agenda política del día nos somete a los peligros de la vibración contínua y que eso puede dejarnos desnudos en público? Como fuere, me animo a parafrasear la anécdota y a señalar que nunca hay que ir sin ropa interior al parque de diversiones de las teorías. Necesitamos poner algo más entre el pantalón social y las carnes pudendas. Entusiasta o ingenuo, el precio del desafío a esa convención puede ser el ridículo, que por efímero, no deja de comportar una irremontable incomodidad frente a los que tienen memoria.///PACO