Se me ríen en la cara. Cada vez que queda expuesto mi gusto y conocimiento sobre la vida y obra de Fito Páez recibo una mueca burlona o directamente me corren la mirada con algo de pena. Y en algunas ocasiones aparece algo aún peor, el cuestionamiento más cruel para con el artista, la variable temporal: “¿Qué Fito Páez?, me preguntan, “¿el de antes o el de ahora?”. Cuando era yo un poco más insoportable, solía pedir precisiones sobre el momento exacto en que se trazaba esa línea que divide el antes y el después de Fito. Por supuesto que yo también encuentro mucho más inspiradas las canciones de Giros, de Ey, de Tercer Mundo que las de la última época. La diferencia es que a mí ese supuesto cambio no me molesta, no me indigna, no me hace ruido. No me siento traicionado ni estafado. No me parte al medio la figura de Fito entre el de antes y el de ahora. En principio porque nada de esto se trata de Fito Páez sino de un proceso natural que llega con la madurez de todos los músicos de rock. Lo que necesitamos entender para dejar tranquilos a nuestros ídolos de toda la vida es que ese desgaste, esa baja en la inspiración es un elemento tan propio del rock como la guitarra eléctrica, que alcanza a todos sus íconos, casi sin excepciones. A los del rock argentino y a los de afuera también. A los de antes y a los de ahora.

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No me parte al medio la figura de Fito entre el de antes y el de ahora.

La última vez que tocaron a uno de mis héroes con eso de “ya no es el mismo”, me brotó de manera automática un explicación de este fenómeno intrínseco al rock en oposición a otros géneros musicales: “Así como en la música clásica se llama obras de juventud a las más pueriles de los compositores porque se supone que con el desarrollo y el trabajo estos artistas van amplificando y desarrollando su talento, el rock es el único género o profesión en el cual la gente con el tiempo va involucionando. Por eso nos suelen gustar los discos viejos de Bowie más que los nuevos, los primeros de Lou Reed más que los últimos, los viejos de los Rolling Stones más que los nuevos, los viejos de Charly García, de Calamaro, de Fito Páez… «. Concluido el speach, me quedé un segundo en silencio y noté que esas palabras no me pertenecían, que estaba robando de manera casi literal un argumento que había escuchado hace algunos años en un video de Youtube.

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La última vez que tocaron a uno de mis héroes con eso de “ya no es el mismo”, me brotó de manera automática un explicación de este fenómeno intrínseco al rock en oposición a otros géneros musicales.

Eran palabras del músico argentino Andy Chango. Las había pronunciado allá por el año 2007, mientras vivía en Madrid, en una mesa de debate llamada “El rock y sus novedades”. Sentado junto a periodistas de rock, frente a un auditorio de curiosos, Andy saboteó la temática la conferencia cuando sacó de su bolsillo un papel donde tenía anotados los principios de lo que dio en llamar “Teoría de la involución”. La misma sostiene que luego de dos o tres discos buenos, los músicos de rock -a diferencia de los músicos clásicos o los de jazz- solo pueden involucionar. Básicamente porque el rock es, para citar una vez más a Fito, sólo una cuestión de actitud. En términos formales no es más que un ritmo contagioso y un puñado de acordes fáciles de combinar. Siguendo esta lìnea, la potencia que ha tenido el rock a lo largo de los años se debe únicamente a la transformación cultural que le tocó encarnar en algún momento -como grito de libertad frente a los padres, los gobiernos o cualquier otro enemigo- y por el estilo de vida que aún hoy propone a los jóvenes en el momento justo de las decisiones vocacionales. Por lo tanto, al haber sido incorporado y digerido por sistema, se despeja una de las variables y el rock hoy solo tiene sentido como una opción de vida lejana a las responsabilidades de la vida adulta. “El rock -decía Chango en el cierre del video- es algo muy sencillo que se nutre de juventud, de ganas, de locura, de juergas, de alcoholes, de drogas y poesía. Es verdad que un rockero viejo es un rockero caducado. Por eso hay que dejar paso a los jovencitos”.

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Las bandas que con mucho talento y voluntad hoy sostienen la escena subterránea de Buenos Aires ni siquiera se atreven a soñar con algo así y hasta podrían verlo como algo demodé.

Ocho años atrás, cuando fueron pronunciados esas palabras, la industria musical era otra, especialmente allí en el under donde se mueven esos jovencitos, tanto en los tugurios que Andy podía frecuentar en Madrid como aquí en Buenos Aires. Por entonces aún quedaba algo de la fantasía del camino al estrellato de los grupos de rock. Todavía podía llegar a darse esa escena que vimos en películas (desde That Thing you do hasta la más reciente Begin again) en la que un ejecutivo de una compañía discográfica escondido entre el público espera que los músicos bajen del escenario para dejarles su tarjeta y empezar a construir juntos la leyenda del rock. Las bandas que con mucho talento y voluntad hoy sostienen la escena subterránea de Buenos Aires ni siquiera se atreven a soñar con algo así y hasta podrían verlo como algo demodé.

Hace algo más de dos años Chango volvió de España para quedarse en Argentina donde se le abrió la posibilidad de trabajar en medios de comunicación.

Extinguida esta posibilidad de ascenso al estrellato también se evitará el camino inverso de la involución. Al no poder subir a lo más alto del edificio, los grupos nuevos se salvan de caer. Y allí probablemente se pierda uno de los componentes más atractivos del rock: su aspecto mítico. Ese aparato generador de historias más o menos verídicas -presente en los siempre vendedores libros biográficos de Charly García, Pappo, Spinetta o Cerati- sigue siendo patrimonio de los viejos rockeros. Muertos o involucionados, siguen siendo ellos los únicos capaces de ofrecer esa épica, de marcar el camino sinuoso del héroe de rock, lleno de tropiezos, pasos en falso y aciertos. Por eso sentí la necesidad de encontrar Andy Chango, porque había algo de esa teoría involución que todavía me costaba desentramar. Hace algo más de dos años Chango volvió de España para quedarse en Argentina donde se le abrió la posibilidad de trabajar en medios de comunicación. Fui hasta su casa un domingo a la noche y lo encontré encargándose de la cena de su hija preadolescente. Le pregunté por la teoría de la involución. El tiempo pasó y la industria musical cambió demasiado, pero Andy todavía recuerda y sostiene muchos de los principios de su teoría. Sentados en su living, aproveche para tomar nota de los motivos por los cuales los músicos que más nos marcaron a ambos caen irremediablemente por esta desgraciada pendiente.

  1. La presión de la industria: Las compañía discográfica presiona a los artistas para que graben un disco cada dos años. Tal vez un músico podría esperar más tiempo, hasta que se le ocurran nuevas canciones. Pero no: el ejecutivo de la compañía necesita mantener su estilo de vida y para eso tiene que planificar el futuro y darle regularidad a los lanzamientos de los artistas.
  1. La incondicionalidad del entorno: La idolatría de los fans y el entorno provoca la anulación total de la autocrítica. En la música clásica los críticos son severos y entre los mismos músicos son capaces de marcarse los errores. El músico de rock no tiene crítica ajena, son todos empleados contratados que les chupan las medias de una manera bestial mientras los fans les transmiten adoración total. Así el músico de rock va perdiendo la autocrítica por tanta exposición a ese entorno.
  1. Los excesos: Esta es quizás la causa más comprensible. El alcohol, la droga y el sexo son cosas mucho más estimulantes que componer. Si al músico le va bien de joven tiene la vida muy ocupada con las fiestas, las chicas, la gira. Esto inevitablemente lo aleja del trabajo en la composición.
  1. Los límites del género rock: Es inevitable que se produzca el vacío creativo cuando el músico está preso de su propio género o estilo musical. Siempre hay excepciones como Frank Zappa y otros músicos que crecen y hacen una búsqueda dentro del género, pero dedicarse solo al rock, siendo músico, es una ridiculez. Incluso en las letras el rock tiene algo muy sencillo desde sus orígenes: “vamos a bailar, baby, sacude el cuerpo, twist”. Si bien hay casos de excepción, el rock es un género juvenil que no tiene elaborada la poética y en el cual muchas veces es complicado dar el salto de esa sencillez hacia otro tipo de letras.

Desde esta mirada del rock, la involución aparece entonces como un hecho inevitable pero tratable. Es justamente en los modos en que cada músico elige lidiar con ese proceso donde se descubren los matices más interesantes. El rock argentino, que está cumpliendo ya 50 años, tiene en sus representantes de las primeras generaciones una gran variedad de ejemplos de madurez. Tal vez el caso más curioso sea el de Litto Nebbia, quien luego de grabar en 1967 con Los Gatos el hit de iniciación del rock nacional (La balsa) da un volantazo hacia fuera de la pista del rock, regando sus primeros discos solistas de aires folclóricos que lo dejan para siempre en el terreno más amplio de la música popular argentina y lo salvan de esa mirada lapidaria que pesa sobre los rockeros viejos. Sobre Spinetta alguien pudo haber deslizado alguna vez eso de “ya no sos igual” pero nunca de manera condenatoria sino más bien como una añoranza por la obra superlativa que construyó en su primera década de trabajo con Almendra, Pescado Rabioso e Invisible. “En sus últimos años Spinetta encontró su propio paraíso para jugar con belleza sin caer en lugares comunes -agrega Andy Chango-. Fue encontrando sonidos que lo hicieran volar, sin caer en ficciones, sin hacerse el rockero, ni el jazzero”.

El tercer eslabón de la cadena es uno de los casos más polémicos en términos de evolución/involución. Luego del disco La hija de la lagrima, Charly García da comienzo a lo que se conoce como su etapa Say no more, una era algo más violenta y desquiciada en la que tal vez sea difícil detectar canciones demoledoras como las que había compuesto sobradamente durante las dos décadas anteriores. Desde adentro del rock, el mentor de la teoría de la involución rescata a García de ese mar de acusaciones: “Me parece valorable la destrucción que hizo de su propia música. Fue un impulso creativo, destructivo pero innovador: el arte de hacerlo todo mal, hacerlo todo el tiempo, sin filtro. Podía enchufar diez televisores y grabadores, filmarse las 24 horas, pintar todo con aerosol y estaba bien, tiene un sentido artìstico. Aunque después uno ponga play y esa canción te haga más o menos feliz, la búsqueda es súper valiosa. La estafa sería que se quede encerrado en la fórmula que le funciono y la eternice para seguir ganando guita”.

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Aquel primer disco que prometía a Andy Chango un futuro de estrella de la música era una suerte de manifiesto sobre las drogas.

Si bien la historia no lo puso a Andy en ese podio de los grandes hacedores de canciones del país, su propio recorrido se puede inscribir perfectamente en la teoría de la involución. Un despertar promisorio a mediados de los 90 con el grupo Superchango no le permitió alcanzar la masividad en el país pero le abrió algunas puertas en España donde una compañía multinacional le dio todas las comodidades para grabar su primer disco solista. “Fue un momento de gran adrenalina -recuerda-. Desde la compañía decían que era el nuevo Calamaro. Pero finalmente fui la estrella de rock que se estrelló contra las rocas”. Aquel primer disco que prometía a Andy Chango un futuro de estrella de la música era una suerte de manifiesto sobre las drogas del que participaron, entre otros amigos, Fito Paez y Andrés Calamaro, dos de los principales renovadores que tuvo el rock argentino a partir de la década del 80 y que hoy también experimentan, cada uno con su estilo, el camino de la madurez.

Aquel disco de 1992 en el que el músico rosarino encontró su pico de inspiración y convocatoria, es donde los verdugos del antes y el después bajan la guillotina.

Los lazos afectivos que Andy mantiene con estos músicos no le impiden pasarlos por la matriz de análisis que impone su teoría de la involución e incluso establecer comparaciones con sus predecesores: “Ellos ya tienen un repertorio impresionante. Si se rodean de buenos músicos y se mantienen en forma, van a tener un gran show para ofrecer toda la vida. Andrés es un cantante increíble que transmite muchísimo y siempre tiene bandas impresionantes. Si Charly, con el repertorio que tiene, se hubiera dedicado a cuidar las bandas y trabajar en versiones de los temas que a todos nos gustan, hubiera llenado estadios toda la vida”. El caso de Fito es el más delicado dentro de los músicos de su generación. Sobre él pesan las miradas más crueles, posiblemente porque se expone más, porque intenta decirlo todo cada vez que abre la boca, porque opina de su lugar y su tiempo sin temor a quedar en off side. Porque además de sacar un disco cada dos años, se anima a filmar películas, a publicar libros, sin pedir permiso a nadie. Aún a consciencia de que ya no habrá en el camino un nuevo El amor después del amor.

Aquel disco de 1992 en el que el músico rosarino encontró su pico de inspiración y convocatoria, es donde los verdugos del antes y el después bajan la guillotina que convierte al Fito del presente en un charlatán. Una sentencia que resulta bastante injusta para un artista en permanente movimiento, sobrecargado de proyectos, dispuesto siempre a poner una luz sobre músicos nuevos y a rendir trubuto a quienes fueron sus maestros. Un injusto caso de bullying hacia quien hoy está ofreciendo a sus fans una serie de conciertos por los 30 años de Giros en los que él mismo, con toda generosidad, les servirá en bandeja a ese Fito de antes que tanto añoran. Porque seguramente ni siquiera él crea eso de que su último disco es el mejor. Y si lo dijera en alguna entrevista, sería una mentira que podemos tolerar. Porque tanto a él, como a todo aquel que haya hecho en su vida más de veinte canciones geniales, no le vamos a exigir nada más: se los escucha, se los disfruta tanto como se pueda y se los absuelve para siempre////////PACO