I
¿Se puede leer la relación que los personajes de una novela construyen con la tecnología? Es una pregunta pertinente a partir de un título como Los puentes magnéticos. Una cuestión crítica en la medida en que un determinado estado de la tecnología delinea formas de representación —voluntarias o no, reactivas o no, sensualistas o no— que la literatura refracta desde lo imaginario. ¿Cuál es el tenor de esa relación en la novela?

En Los puentes magnéticos hay un trazo: algo que superpone e interpenetra, como escribe Lewis Mumford, a los personajes. Ese trazo es más interesante que la trama de la novela: una profesora de inglés joven y recién separada de un novio mantiene relaciones poco significativas con un par de hombres pulcros de su edad mientras sigue pensando en el primero; un día empieza a darle clases de apoyo al hijo de 19 años de una vecina; otro día le dicen a la profesora de inglés que deberá mudarse porque no van a renovarle el contrato; otro la profesora de inglés vuelve a vivir a la casa de su madre; otro, entre los últimos que retrata la novela, la profesora de inglés establece una nueva relación amorosa con el hijo de su vecina y la novela termina. En las últimas líneas, el padre de la protagonista, muerto años antes en un accidente de tránsito aéreo en Brasil, se le aparece en un sueño: está contento porque va a ser abuelo, aunque la filiación paterna de ese nieto resulta ligeramente ensombrecida («al registro despojado que ya caracterizaba los anteriores libros de Ignacio Molina se agregan aquí las disrupciones de la dimensión onírica», dice la contratapa, y aunque se consignan algunos sueños más, hablar de una dimensión específica es llevar demasiado lejos el asunto).

Del imaginario sexual no puede inferirse demasiado —en cuestión de géneros, al menos, uno intuye que la protagonista consume demasiadas harinas y toma demasiado más alcohol que cualquier otra mujer con las aspiraciones eróticas de su edad—, pero sí del imaginario tecnológico. La tecnología —el juego dinámico de recursos técnicos, hábitos y competencias condicionadas y condicionantes a su alrededor— es la de una Buenos Aires más o menos contemporánea con el año 2013. ¿Qué dice la representación de ese mundo? Desde el comienzo, los objetos en la novela remiten a un estado determinado de la tecnología: una heladera, una calculadora, un reloj: lo netamente utilitario, vetusto y práctico. Es interesante leer en estos objetos —y en los muchos otros que emergen después— categorías de representación de los personajes en sí: el establecimiento de sus fronteras y de su relación y capacidad de vincularse con todo lo demás. «Lo que me intriga es lo que va a representar ser una persona del siglo XXI que escribe una narrativa de la que están ausentes las herramientas de comunicación del siglo XXI como el celular», escribió en una carta J. M. Coetzee: preocupaciones de un autor de setenta y tres años.

II
La primera función asignada al dispositivo tecnológico más moderno en Los puentes magnéticos, un celular, es la del despertador: «Durante los segundos que tardo en apagar la alarma del celular, me llama la atención el poco ruido que viene desde afuera». Ese despojamiento de las múltiples posibilidades de una herramienta como un celular, esa selección limitada de las competencias asociadas a un artefacto de su estilo, se puede leer en relación con el estilo despojado del resto de la narración: en la prosa simple y desadjetivada de Molina, en la minimización descriptiva de los espacios y las sensaciones, flota la influencia de los cuentistas norteamericanos de hace cuarenta y cincuenta años. Más significativo es cuando esa retracción del estilo se convierte también en la retracción de un imaginario tecnológico: después del celular reducido a despertador, aparece un contestador automático. Y durante el «único mensaje grabado» que la protagonista escucha, imagina a su interlocutora «hablando desde un teléfono público«. Más adelante, a las dos y media de la mañana, la despierta «el teléfono de línea«.

(En el inventario hay una mención aparte para los colectivos. El trazado racional y funcionalista de los colectivos a través de la grilla urbana es lo que mantiene en orden el ritmo laboral de los personajes de Ignacio Molina: un vector de control sobre la pulsión flânery de la que se aniquila así cualquier margen para la improvisación. Los personajes siempre están atentos a la línea y al ramal indicado, y a las posibilidades de empatizar desde la distancia moral del turista ante el paisaje humano al otro lado de la ventana, antes que al potencial de conectividad real en las pantallas de sus celulares: objetos una y otra vez olvidados en bolsillos, carteras, mochilas).

En su casa, la protagonista y su hermano discuten por un diario de papel: «Los dos queremos empezar a leerlo por el cuerpo principal». Más tarde, mientras un televisor queda prendido en el living y todos almuerzan «fideos con manteca y cebolla picada», la protagonista sale a la calle con el suplemento de Espectáculos. Se lo olvida ahí mismo. Luego regresa a buscarlo: «Durante unos segundos me parece increíble que el suplemento del diario esté intacto sobre la vereda, tal como lo dejé hace más de seis horas». Después vuelve a sentarse «en el cantero» y se queda «leyendo la cartelera de los cines«. Lo que comienza a prestarse a la interpretación no es tanto el catálogo de tecnologías obsoletas —teléfonos de línea, contestadores automáticos, diarios de papel, televisores, suplementos, cines (y un poco más adelante: radios y el boleto de la máquina del colectivo)— como lo sugestivo de la percepción increíble que tiene el personaje acerca de su obsolescencia y lo que esa relación más bien anacrónica con los consumos tecnológicos de su época dice del modo en que Los puentes magnéticos retrata una cuidad, una clase e incluso una generación. En tal caso, a mayor despliegue de tecnología, menor la capacidad de los personajes para interactuar entre sí y con el mundo: «Es creíble, pienso, que su voz haya sido cubierta por el ruido de un motor«.

La resistencia ante la tecnología fluctúa hasta el punto en que lo trágico, lo violento y casi todo lo que contraviene la neutralidad moral de los personajes de Ignacio Molina en Los puentes magnéticos asigna al imaginario tecnológico el rol casi recursivo de lo nocivo. Así, lo siguiente que le ocurre al padre de la protagonista luego de mandar un mail desde Brasil es la desaparición del helicóptero en el que iba a sobrevolar, por trabajo, el Amazonas. Cuando unos pibes chorros van robar a la protagonista por Chacarita —algo que no concretan por algo que ella misma no logra identificar como «pena, disculpas o gratitud»— lo primero que le piden es el teléfono (objeto que, además de funcionar como despertador, recibirá y mandará SMS conflictivos y nada más). Cuando un hombre de Vicente López invita a cenar a una peluquera bobalicona de barrio y la embaraza en el asiento de atrás de su auto, se lo identificará como «gerente de sistemas en una empresa de Internet».

En el lenguaje  —estación de radio, nombra la protagonista a lo que sintoniza el estéreo de un auto que le llama también la atención porque tiene vidrios polarizados— vibra otra cuerda significativa de la representación: en el único momento en que la imaginación tecnológica esquiva su pasmo constante ante el presente, se instala en el año 2050 y describe el argumento de una historia de ciencia ficción en el que unos espías peronistas enviados desde el pasado investigan el magnetismo especial de unos puentes. Pero enviados desde el pasado, esos investigadores imaginarios tampoco pueden establecer una relación decorosa ni virtuosa con su nuevo presente: recorren la ciudad «vestidos como en 1952», cuenta la protagonista. Ese desfasaje de la indumentaria puede leerse como otro desfasaje entre el ser y el tiempo: inadecuación en sintonía —con ecos más trágicos— con la misma que todos los personajes de Los puentes magnéticos revelan al tratar con la tecnología de su época, los usos de esa tecnología en su época y las competencias necesarias para ser usuarios idóneos de la tecnología de su época (cuando la protagonista recibe un mp3, el lector comprende después de cierto punto que no se trata de un archivo mp3 sino de la forma genérica en que se nombra un dispositivo indeterminado para escuchar música digital).

III
¿Hay en los personajes inerciales de Molina un ánimo contrario a la tecnología de su época? Eso implicaría fijar una posición: una tecnofobia. El inconveniente de los personajes de Los puentes magnéticos es que son incapaces de fijar posición sobre cualquier asunto: «Por suerte», piensa la protagonista luego del triste intento de robo, ninguna de sus amigas «hace ningún un discurso sobre la inseguridad«. Esa fobia, en tal caso, esa aversión obsesiva, es menos una respuesta a la tecnología que un dispositivo discursivo complaciente por su neutralidad ante cualquier ánimo de conflicto positivo o negativo. Conviene reflexionar sobre los motivos por los cuales el estilo Carver logró una asimilación tan cómoda en buena parte de la narrativa argentina contemporánea: como estilo del decir poco y no decir —aunque históricamente la cuestión encontrara su origen en una lógica de la economía en la edición antes que en una estética del lenguaje—, es el estilo literario más eficaz para evitar cualquier pronunciamiento.

La pregunta es hasta qué punto en la retracción del viejo estilo Carver puede leerse hoy y en Buenos Aires la voz de ese progresismo políticamente correcto incapaz de otra expresión que la de quien se siente ofendido y a la vez inofensivo. No hay mejor ejemplo que el de una profesora de inglés de clase media urbana a la que unos jóvenes victimarios intentan robar pero no lo hacen, transformándola en una joven víctima satisfecha con que nada se diga al respecto. En la ciudad de Los puentes magnéticos, utilizar las palabras y utilizar la tecnología es una cuestión delicada: obliga a repensar el confort abúlico de la neutralidad.

Elemento amenazador para la quietud y para la relación servil de esa quietud ante el azar del mundo, la tecnología impone, aunque fugaz, su propio régimen de deseos sobre los cuerpos. La adquisición de una cámara digital, por ejemplo, deriva sin mayor justificación en «una película pornográfica de once minutos y medio, filmada con la camarita fija sobre la mesa de luz y con el resplandor del televisor encendido», mientras que la conexión a internet por parte del alumno de la protagonista —una persona de 19 años que no tiene internet en su casa y pide prestada la computadora— deriva en un rápido vistazo a un par de sitios porno. «Dos rubias calientes juntitas para vos», lee la protagonista «en el historial del explorador», a solas, y la mera huella digital va a provocarle imaginar un cuerpo ajeno en una situación ajena. Aunque levísima, la penetración de la tecnología en su psiquis la espanta al enfrentarla a sus propios deseos: «Entonces me di una ducha rápida, me vestí y, diciéndome que total la cena iba salirme gratis, decidí tomar un taxi para no llegar tan tarde a la peluquería» (a la peluquería, para volver a la cuestión de géneros, la profesora de inglés va a prestar su compañía pero jamás a experimentar ningún goce egoísta como cortarse el pelo, peinarse, teñirse o demás actividades realizadas por las mujeres de su edad. «Entre el deseo y el pudor», anticipa la contratapa de Los puentes magnéticos, aunque es el pudor la pátina más constante).

Dos últimas cuestiones sobre la tecnología. En su única aparición, Facebook —una red social a la que más de la mitad del país está conectada— será el medio digital a través del cual una madre separada y ya añosa reencontrará un amor más bien ridículo de la adolescencia. ¿Qué se lee acerca de la tecnología y acerca de los personajes cuando el uso que hacen de una aplicación del presente solo los lleva a repetir y pensarse aún sentimentalmente con el pasado como único horizonte? En su única aparición, un chat le sirve a la profesora de inglés para pasar «varios minutos buscando imágenes en la web» y «pasar links» a uno de sus pretendientes (estas imágenes y estos links están también relacionados con aquel amor del pasado).

IV
Si lo que se puede leer es un registro de indeleble despojamiento, represión y grotesca fealdad al imaginar los modos en que la tecnología interviene y representa la vida de los personajes de Los puentes magnéticos —»en todas las fotos ella tiene el estuche de la cámara en la mano y él un gesto de molestia por el sol», describe la protagonista a la pareja de veteranos que viajan enamorados a Colonia—, tal despojamiento tiene su correlato en el registro de la miseria material: el dinero es el objeto conflictivo por excelencia incluso para la neutralidad más progre.

Al minimalismo como estética y a la minimización como recurso para una imaginación tecnológica, el minimalismo en el  gusto y en la ética del gasto se le suman de una manera fuera del verosímil. La más traslúcida miseria, en su acepción de avaricia, mezquindad y demasiada parsimonia. Algunos ejemplos: «Con Cristian estuvimos de novios tres años y medio y convivimos los últimos veintitrés meses, uno menos de lo que duró el contrato de alquiler del departamento que alquilamos en La Paternal. Cuando la dueña nos llamó para comentarnos a cuánto aumentaría el próximo año, los dos nos dimos cuenta, casi al mismo tiempo, de que no tendría sentido seguir juntos» (separados por la reindexación de un alquiler, entre la profesora de inglés y su ex novio habrá luego un par de encuentros sexuales bajo la excusa de un par de dólares que deben devolverse).

«De la mano llegamos a la feria de Mataderos, comimos asado con ensalada y vino en un bodegón y vimos las carreras de caballos con sortijas» (en este caso la miseria aparece matizada por el agresivo anacronismo en el registro del cortejo amoroso). «Caminando hasta mi casa toqué las bolsas y me di cuenta de que, durante la filmación, las hamburguesas se habían descongelado completamente. Como no iba a comerlas enseguida las tiré en un container de escombros. Mirándolas, me dije que, por el bolo, tendría que haber cobrado un viático equivalente, por lo menos, al precio de las hamburguesas» (más adelante, durante el estreno de la película de la que participa, en un centro cultural paupérrimo, la profesora de inglés va a estar contenta de comer gratis y recordará con nostalgia las hamburguesas: va a esforzarse en comer lo mismo que perdió y un poco más). «Entro a un chino de Lacroze y salgo con una botella de gaseosa de dos litros y medio; había planeado llevar un vino, pero no encontré ninguno que se amoldara a mi presupuesto y que, al mismo tiempo, tuviera un nombre más o menos reconocible» (esta es otra escena de pudor). «Después, en la parada del colectivo, me ofrece monedas mientras yo revuelvo el interior de mi mochila». El catálogo de miserabilismos podría seguir: lo curioso es por qué la empleada en un trabajo estable, y acerca de la cual no se consignan más consumos que los de una humilde espartana, vive como un personaje de Knut Hamsun: contando monedas, escarbando billetes, pijoteando propinas, tomando taxis solamente cuando no tiene que pagar su cena, calculando siempre quién paga lo que va a comer, almorzando en comederos de mala muerte al paso, sufriendo cuando tiene que comprar paquetes de fideos en supermercados chinos.

Un hecho acerca del sincretismo técnico: en las primeras etapas de la integración, antes de que una cultura haya dejado su propia marca inequívoca sobre los materiales, antes de que la invención haya cristalizado en hábitos y rutina satisfactorios, se encuentra libre para aprovecharse de las fuentes más amplias. Por eso —que no es poco— funciona leer críticamente el haz de rasgos elaborados alrededor de los hábitos, las satisfacciones y las libertades imantadas por la tecnología: una novela es la clase de género en la que uno espera la codificación incluso de esa experiencia, sus taras ideológicas y sus discapacidades narrativas ////PACO