¿Qué podría soñar el robot de Scarlett Johansson que acaba de ser creado en Hong Kong por el ignoto Ricky Ma gracias a cincuenta mil dólares invertidos en piezas electromecánicas, impresiones 3D y piel de silicona? Sobre su propio sueño, Ricky Ma, un diseñador gráfico de 42 años sin conocimientos previos en robótica, no dudó en pronunciarse. “Si lo cumplo, en mi vida no va a haber más reproches”, dijo ante el prototipo Mark 1 ‒el nombre público para evitar conflictos legales con la actriz, aunque no existan leyes específicas contra la fabricación particular de robots con  fisonomías robadas‒ que le costó 18 meses de inquietante trabajo casi a ciegas durante los que, como él mismo subrayó, llegaron a acusarlo de estúpido (aunque no sea probablemente la primera palabra dedicada a alguien capaz de inventar su propia Scarlett). Por su lado, planificada, diseñada y ensamblada en la intimidad de su casa a fuerza de pruebas y errores, la Scarlett Johansson de Ma comunica por sí misma los sueños de su creador y también nuevas perspectivas para nuevos placeres. Capaz de mover los brazos y las piernas, Mark 1 tiene expresiones faciales detalladas ‒entre otras regiones de la anatomía femenina recreadas a escala original‒ y está programada para obedecer órdenes. Y respecto al tipo de órdenes que Ma soñó para su robot, y sobre las que espera fundar la base para nuevos y mayores inversores, un ejemplo es suficiente: ante frases como “sos muy hermosa”, Mark 1 ‒que no cuesta imaginar customizada bajo la piel fetichista de una Emily Ratajkowski o George Clooney (o un Jacob Tremblay, ¿por qué no?)‒ es capaz de sonreír con dulzura y decir “gracias”. Y es en ese punto donde los sueños de una Scarlett Johansson robot cobran sentido. Porque ahí donde los más elementales deseos humanos parecen reunirse con la sensual e incansable complacencia de las máquinas, los androides tal vez ya no deban soñar con ovejas eléctricas, como escribió Philip K. Dick, sino con las pesadillas de la tradición humanista.

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No cuesta imaginar al robot sexual customizado bajo la piel fetichista de una Emily Ratajkowski o George Clooney (o un Jacob Tremblay, ¿por qué no?).

Ahora bien, si por tradición humanista se entiende aquello dado a crear y sostener un modelo de civilización orientado a la primacía del género humano, la tecnología sin dudas ha provocado a esa primacía una larga serie de desilusiones. El catálogo es conocido y ocupa el lugar de lo que, con ironía cruel, el filósofo alemán Peter Sloterdijk identifica como eso contra lo cual el humanismo se endereza, “pues supone el compromiso de rescatar al hombre de la barbarie”. Recorriendo apenas los últimos cien años, desde la ingeniería bélica desatada en la Primera Guerra Mundial hasta la manipulación de genes humanos en los laboratorios de hoy, pasando por el desarrollo de la realidad virtual ‒o “realidad mezclada”, como dicen los desarrolladores en Microsoft de los HoloLens (que ya permiten recrear mediante hologramas proyectados sobre un espacio real la compañía de mascotas virtuales)‒, lo que parte de la tradición humanista insiste en proponer a esa “barbarie” podría definirse a través de dos películas de Hollywood. Por un lado, la rebelión de las máquinas ante sus creadores humanos, como imagina Terminator ‒o Ex Machina, más cercana al sueño de Ricky Ma‒, y por otro, la reducción a una posición de dependencia tal ante las máquinas que todo lo humano se convierta en humillación, como en Her. Aunque, ¿no podría ocurrir que esas dos visiones del futuro estuvieran constreñidas por una lógica idéntica del presente? En su forma más radical, la pregunta puede plantearse en estos términos: ¿bastan las formas en que se ha entendido hasta hoy lo humano para pensar en el siglo XXI las posibilidades de su extensión a través del potencial de una nueva tecnología?

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Cuando los deseos humanos parecen reunirse con la sensual e incansable complacencia de las máquinas, los androides tal vez ya no deban soñar con ovejas eléctricas, como escribió Philip K. Dick, sino con las pesadillas de la tradición humanista.

Mientras la pregunta ocupa a parte de la filosofía, Microsoft también establece su urgencia comercial. De hecho bastaron 24 horas entre un público real online para que Tay, como se llamó al programa de inteligencia artificial diseñado por la empresa de Bill Gates, y destinado a “hablar como una adolescente”, se declarase en público racista, antisemita y fanática de Hitler. Activada en Twitter el 23 de marzo pasado, Tay, que antes de su fugaz escándalo mostraba los signos ligeramente cibernéticos de una chica seria con cejas delineadas y labios gruesos como muchas de carne y hueso, nutrió sus respuestas nada más que de lo que cientos de usuarios le escribieron a través de distintas conversaciones. Y no pasaron muchos minutos hasta que, a partir de esa interacción, Tay desnudó esa mezcla demasiado humana (y demasiado inconveniente para las relaciones institucionales) de odio, fascinación y deseo a la que, mucho antes de la existencia de los robots, el Marqués de Sade y Sigmund Freud, entre otros, dedicaron sus más poderosas reflexiones. Con la inteligencia de Tay atrapada en una de las regiones más primitivas de las fantasías de poder y castigo de la humanidad analógica, las autoridades de Microsoft redujeron el incidente a un malintencionado “abuso de las capacidades de conversación” de su programa y la apagaron. ¿Pero ante qué zonas renovadas de lo imaginable, en cambio, se enfrentaría un humano al que un robot le pidiera que lo tocara? El estudio en el que tres investigadores de la Universidad de Stanford midieron la respuesta fisiológica a esa solicitud ‒cuyo resultado poco sorprendente fue que los humanos no experimentan mayores diferencias al desatar su libido‒ tal vez ilustra con crudeza a qué se refiere Sloterdijk cuando señala que, ante el problema de pensar pretécnicamente y vivir técnicamente, hay que convertirse en cibernético para seguir siendo humanista. Lejos de Hollywood, si en Facebook e Instagram el “rediseño” de uno mismo es fácil a través de filtros calculados y selfies benevolentes, en Japón, mientras tanto, bajo un principio no demasiado lejano de sexualidad sin riesgos sanitarios ni sentimentales, la industria de las muñecas sexuales “realistas” a diez mil dólares la pieza crece año tras año, deshaciendo en el proceso aquello que solía definir al sexo y que el filósofo Byung-Chul Han llama casi con nostalgia “la negatividad del otro”, a la que encuentra transformada en “presente optimado”. Aún así, ¿podría la expansión del Eros sostenerse sin una expansión del Logos?

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¿Pero ante qué zonas renovadas de lo imaginable, en cambio, se enfrentaría un humano al que un robot le pidiera que lo tocara?

Heredera tácita de Aaron Swartz, el ciberactivista estadounidense que se suicidó en 2013 en medio de un ataque legal por parte del lobby científico-académico de su país, que lo acusaba de hackear el acceso a más de 4 millones de documentos ‒que habría dejado a disposición gratuita en sitios como jstor.org‒, Alexandra Elbakyan, una ingeniera de 27 años nacida en Kazajistán, acaba de tomar la posta al crear Sci-Hub, que algunos llaman “el equivalente al Pirate Bay de los nerds”. Diseñado para “borrar barreras para la ciencia”, el sistema elimina entre la bibliografía científica publicada en la web y quienes quieran leerla los diversos sistemas de suscripción paga ‒un negocio editorial de 10 mil millones de dólares anuales en EE.UU.‒ al convertirlos en documentos de acceso abierto y gratuito. Residente en Rusia, acusada de violar derechos de autor al otro lado del Atlántico y flamante heroínas de estudiantes e investigadores en internet, para Elbakyan no hay dudas de que el negocio de las revistas científicas es malo en términos morales: “algunos dicen que robar no está bien, ¿pero qué más puedo hacer si no puedo pagar los documentos que necesito para investigar?”. En consonancia con el Manifiesto Guerrillero del Acceso Abierto escrito por Swartz en 2008, donde repetía que la información es poder “pero, como todo poder, algunos quieren mantenerlo solo para ellos”, si el espíritu de Sci-Hub resulta incluso más revulsivo que los sueños húmedos de Ricky Ma es precisamente porque se opone, a través del mismo universo de autodidactismo digital, trabajo colaborativo online y capricho millennial, a la verdadera lógica comercial que rige hoy sobre los intercambios. Con lo cual la pregunta latente se vuelve más poderosa. ¿Y si abrirse verdaderamente a la indeterminación del futuro y la expansión del sexo y el conocimiento significara para la tradición humanista, parafraseando al crítico inglés Terry Eagleton, “cortar la rama en la que está sentada”?///////PACO