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Volví a pisar un escenario parisino mientras se disputaba la última semana de la Copa del Mundo en Qatar. El concierto sería anecdótico de no haberse incluido Ein Heldenleben, poema sinfónico que Richard Strauss estrenó a sus casi treinta y cinco años. Por entonces, 1898, los alemanes estaban convencidos de que la música realzaba las dimensiones de cualquier epopeya. El joven Richard no fue la excepción y dividió su poema en varios capítulos que trazan una biografía extraordinaria. Ahí están el héroe, sus críticos, sus batallas, su consagración final. Interpretada los días previos al partido entre Francia y Argentina, esa obra magnánima permite entender hasta qué punto el misticismo romántico se actualizó en el último torneo de la FIFA.

Hay varios motivos –más en el terreno de la estética que en el del periodismo deportivo– que explican este fenómeno. En su Historia social del Arte y la Literatura, Arnold Hauser definía el romanticismo como una de las revoluciones más profundas en la historia del espíritu. El movimiento expresó el cataclismo de la Ilustración y las ideas racionalistas. Instaló, en cambio, una subjetividad basada en el conflicto, en la idea de que la vida espiritual se encuentra en un eterno fluir, en una lucha interminable. Ese ilusionismo prevaleció en casi todas las expresiones artísticas de nuestro tiempo, entre las que el Negro Fontanarrosa incluyó, muy felizmente, el fútbol.

Con su humor característico, el rosarino elevó ese deporte por sus cualidades poéticas: en Argentina, en particular, se trató siempre de un género épico. De hecho, hasta Qatar 2022, el fútbol nacional hallaba en la gesta maradoniana no solo una herencia, sino también un camino de realización predestinada. En palabras de Hauser, “la fuga al pasado es sólo una de las formas del irrealismo romántico, aunque también hay una fuga hacia el futuro, hacia una utopía”, quimera concebida, tras treinta y seis años de agonía, por el seleccionado que dirige Scaloni.

Coronada en Brasil en 2021, la Scaloneta arribó a un torneo signado por el favoritismo europeo y la predicción estadística. Pero en su estreno mundial, los campeones de América aprendieron la primera lección: el hecho artístico, a priori, no se cuantifica. Bastaron 53 minutos para que la probabilidad de victoria que auguraba la big data se invirtiera. Tras ese resultado devastador, la selección se sumergió en la lógica del romanticismo, que oscila siempre entre la epifanía y el sufrimiento. El técnico comprendió el rol dramático de esas fluctuaciones y no repitió un esquema táctico en todo el campeonato. Desde el segundo partido, el equipo comenzó a desplegar un futbol adaptativo, cada vez más exquisito, cuyos escuetos resultados numéricos (2-0, 2-1, 2-2) motorizaron una expectativa de dimensiones demenciales.

Como es natural, la respuesta popular encontró su referente en Leo Messi. La pulga no solo terminó definiéndose como el mejor deportista del siglo XXI, sino que también ocupó el rol literario que deparaba su último mundial. Dos siglos antes de esa consagración, el poeta alemán Friedrich Schiller ya definía a los románticos como “desterrados que languidecen por su patria”. El futbolista sudamericano encarna esa aureola mejor que ningún otro: se forma en el extranjero, donde disputa la Champions, a la vez que su origen, transatlántico, esconde una lucha interior de igual o mayores proporciones. En esa mitología hay dos desenlaces posibles: el héroe puede realizarse de forma espectacular, como Messi en Qatar, o consagrarse en un contexto más trágico, como Maradona. El último caso, claro está, es el del poeta maldito, a quien algunos puristas insisten en comparar con Pelé.

Lo cierto es que antes de O Rei, los brasileros tuvieron a su Rimbaud en Heleno de Freitas, un futbolista brillante que militó la casaca de Boca antes de sucumbir al alcoholismo y la sífilis. Heleno formó parte del seleccionado carioca entre 1944 y 1948, período en que acontecieron dos ediciones prematuras de la Copa América, ambas ganadas por Argentina. Lo menciono porque el cineasta José Fonseca le dedicó un drama fenomenal hace diez años. Y porque, en concreto, el film acierta en dos aspectos: la fotografía, que es un largo poema en blanco y negro, y el soundtrack, que incluye el aria final de Rosenkavalier, última ópera escrita por Strauss.

Ya en la primera escena de Heleno: o príncipe maldito la música tiene un carácter trascendental. Hay tantas cosas en este mundo / que son difíciles de creer / cuando escuchamos hablar de ellas…, canta la soprano de Rosenkavalier, y sin embargo, cuando nos pasa a nosotros / uno comprueba que son ciertas. Esos versos germanos envuelven al futbolista del Botafogo que juega, en low motion, bajo una lluvia torrencial. El montaje resignifica la profundidad del cuadro: con esa melodía, el movimiento del deportista se transforma en danza, cualidad única que se consigue al fundir el repertorio sinfónico con un fútbol aletargado.

La mirada obsesiva de Qatar llevó esta alquimia a situaciones innumerables. Cada gol fue replicado hasta encontrar su versión perfecta, el ángulo preciso en que el juego parece transformarse en un cuadro impresionista. Con una impronta similar, el fútbol argentino desarrolló un contrapunto pausado, disparando el tempo en breves momentos de resolución poética. Frente al racionalismo holandés, cuya estrategia culminó en pelotazos de altura, una jugada preparada en sobretiempo (¡11 minutos!) y el apriete previo a los penales, la selección de Messi sobresalió por su calidad coreográfica. Hasta el gol de Julián Álvarez, ya en seminales, es susceptible a ese montaje. Mirémoslo bajo el foco de Heleno y esa corrida desenfrenada pasa de Forrest Gump a Baryshnikov con una naturalidad sorprendente. La clave, por supuesto, está en la definición: es en ese grand jeté que el delantero del City termina fundiéndose en los colores de un lienzo legendario.

Pero volvamos a la obra de Strauss que sonó en el auditorio de Radio France los días previos a la final. La verdad es que Hauser se equivocaba cuando decía, en su Historia, que los compositores románticos eran la antítesis del clasicismo. En términos musicales, el romanticismo conservó las estructuras del período anterior. Por supuesto, la transición más notoria fue obra de Beethoven, que en 1805 conmocionó Viena al estrenar su tercera sinfonía en Mi bemol mayor, que tituló La Heroica. La obra en sí mantenía la estructura de las obras clásicas, pero daba rienda a suelta a sus trastornos emocionales y rompía, como el primer partido de Qatar, toda idea de previsibilidad.

Con magnífica ironía, el genio alemán quedó sordo al final de su vida, período en que coronó su obra descomunal con una novena sinfonía, en la que incluyó un poema de Schiller y decretó la fusión entre literatura y música sinfónica. Acá también se equivocaba Hauser al decir que los románticos “descuidaban” el final de sus obras. De hecho, desde la muerte de Ludwig van, no hubo alemán que no encaminara su música hacia un final de trascendencia reveladora. Por supuesto, Strauss se obsesionó con esta idea y también con el concepto de obra-de-arte-total (Gesamkunstwerk) que desarrolló Wagner y que, a su manera, reformuló el Negro Fontanarrosa en su concepción estética del fútbol. Desde el primer acorde (Mi bemol mayor), Una Vida de Héroe recopila estos aspectos para contar una historia cuya resolución biográfica se impone al promediar el último movimiento, respetando así la forma-sonata de los clásicos.

Mientras ensayaba ese final que eriza la piel y que Strauss tituló La retirada del mundo y la consumación del Héroe (Des Helden Weltflucht und Vollendung) fue inevitable pensar hasta qué punto esa aventura es posible en el deporte. Por regla general, la gesta del atleta culmina en un punto medio antes de declinar progresivamente hacia el retiro profesional. Messi, por el contrario, terminó acoplándose al ideal nietzscheano de Ein Heldenleben el último 18 de diciembre. En un caso insólito, el chico que debutó de forma brillante, a los diecisiete, en el Camp Nou, alcanzó su mejor versión internacional a los treinta y cinco, haciéndose con el galardón más venerado de su carrera. Por supuesto, lo hizo con una entereza extraordinaria, disputando hasta el último minuto reglamentario y marcando un gol que pareció flexionar las posibilidades de lo real, al punto de no tocar la red, esa pelota, como si el 10 estuviera jugando un partido contra su propio destino.

Ahora bien, decía Byron que el héroe romántico es un hombre perseguido por ese destino y que, al mismo tiempo, se convierte en el destino de otros hombres. Tras esa final de finales, el duelo que expresó Qatar 2022 entre el tecnicismo estadístico y la mística de la Scaloneta tuvo varios reveses políticos. Comprender que la Copa del Mundo vuelve a Sudamérica es reafirmar una versión del deporte atravesada por lo artístico y lo popular. Vale recordar esos reels que circulaban durante el torneo, donde Dolina validaba el consumo del fútbol a partir de “la suspensión voluntaria de la incredulidad” que desarrolló Coleridge. En otro nivel, el romanticismo tardío llevó ese estado a una embriaguez de sentidos, una suerte de ilusión colectiva que permitiría explicar, en parte, la fiesta que desbordó nuestra capital con seis millones de personas.

Las calles de París, por el contrario, vivieron una fiebre mundialista atenuada por el invierno y el rumor transitorio del boicot. Con el eclecticismo propio de la moda, algunos europeos quisieron ver en Qatar esa injusticia social que ignoraron en todas las ediciones anteriores. Sin ir más lejos, la Francia de Mbappé renovó sus laureles en un país que, a pesar de no haber invadido a Ucrania, allá por 2018, ya escondía a sus presos políticos en cárceles glaciares. Ajena a ese progresismo fantasioso, la retórica de la Scaloneta devolvió al deporte sus emociones fundamentales. El gesto del Dibu Martínez es espectacular porque nos recuerda que el mejor futbol, cuando no es romántico, es una expresión de potrero. Su infantilismo dignificó una ceremonia presidida por Gianni Infantino, el emir Al Thani y Emmanuel Macron, el estadista anti-inmigración que viajó desde París para consolar a un crack de ascendencia post-colonial.

La mención de ese tribunal espeluznante permite una disgregación personal. Pocos meses antes del mundial tuve la oportunidad de recorrer Vietnam. Contra todo presentimiento, algunas esquinas de Hanoi se asemejaron de forma insólita a Buenos Aires. Pateando la CABA asiática recordé la historia de esa supercomputadora que consultaba el Pentágono para calcular sus costos de guerra. La pregunta de los altos mandos era sencilla: ¿Cuánto más tardarían en hacer claudicar al Viet Cong? Para obtener el oráculo, la máquina procesaba cintas con variables estáticas: armamento, efectivos, experiencia. El cálculo demoró varios días y el veredicto fue estremecedor: según esa tecnología, la guerra de los yankees estaba ganada de antemano.

Con un despliegue también intratable, el fútbol de Qatar destrozó el fixture algorítmico que pregonaron nuestros celulares al comienzo del torneo. En ese sentido, me gusta pensar que nuestra selección guarda una similitud con aquel ejército lunático que defendió Vietnam durante veinte años. Se trató, también, de un colectivo joven, inexperimentado, liderado por un tipo que transitaba el ocaso físico de su carrera. Ningún cálculo pudo anticipar la precisión de ese veterano obstinado. Tras dos décadas de resistencia, el capitán ganó la Copa del Mundo a fuerza de perseverancia y un sentido de pertenencia descomunal. Dos variables aprendidas, con toda seguridad, en las trincheras del tercer mundo, allá donde el fútbol, según Kylian, no conoce el alto rendimiento////PACO

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