Entre las grietas de una globalización violenta, entre la agonía del trabajo y el robustecimiento de la autoexplotación, entre la ferocidad de las pandemias y la fuerza arrasadora de los algoritmos, Tiempo sin lluvia (Chai Editora) de Cynan Jones invita a una pausa en la velocidad de los tiempos. Situada en una granja familiar heredada a pocos kilómetros del mar que abraza el territorio de Gales, la novela se interroga de manera permanente sobre la naturaleza en, al menos, dos modos. Primero, desde la superficie, con pericia y delicadeza, para describir los escenarios de un territorio que corre por fuera del imaginario urbano. “Los colores se despliegan por el campo en manchones uniformes, las pinceladas de otros tonos aparecen después: violas y jacintos, o ajo silvestre en el bosque cerca del arroyo”. Jones apela en esta instancia a la palabra como pincel para retratar un paisaje que ubique al lector en el pantano de la extrañeza, en la vulnerabilidad que genera encontrarse en un territorio desconocido. Luego, en una instancia más contemplativa, el autor evoca a la naturaleza en su dimensión espiritual y la hace entrar en conflicto con la condición humana. No enfrenta, en una mera operación, a la naturaleza con la cultura: explora las influencias y poderes que cada una ejerce sobre la otra como si se tratara de una lucha libre de la cual todos somos protagonistas y ni siquiera lo sabemos.

Tiempo sin lluvia es una trenza de cuatro cabos que sujeta los deseos de esta familia galesa y la fragmentación de los textos ―tanto su carácter y su extensión como sus títulos― no hacen sino subrayar las arritmias de la convivencia entre Gareth y Kate, y sus hijos Dylan y Emmy. Desarrollada en lo que dura un día, pero con relatos del pasado y de un futuro de dolor que se les aproxima en un sigilo atroz, el autor pone sobre la mesa la domesticación de nuestros sentimientos como una de las bellas artes. Con un matrimonio en la ruina, mediado por las exigencias inacabables de la granja y en el que el título de la novela cifra tal vez una metáfora, Gareth fantasea con la aparición de una crisis como método mágico y enfermizo de salvación: “Un accidente de auto del que salieran ilesos y conscientes el valor de la vida. Una aflicción, pasajera y rápida, que reafirmara las compensaciones de la adversidad”. Mientras tanto, Kate se recluye en su habitación por unas migrañas que no hacen más que dejarla sujeta a la culpa y al deterioro de su propio cuerpo: “Las jaquecas de ella empeoraban y Gareth creyó que el problema era que no daba abasto con el trabajo. Ella quería mucho a su marido, pero estaba en el granero y ahí estaba, también, el peón”.

Autor de otras cinco novelas, la prosa de Cynan Jones tiene la facilidad de hundirse en profundas reflexiones acerca de las sensaciones y sentimientos de los personajes para volver a oxigenarse con relatos de tierno salvajismo. Como el deambular de una vaca preñada y perdida ―“Siguió caminando bajo el sol. De vez en cuando le daba una mordida al cerco, atontada por las moscas que se le posaban todo el tiempo en la casa. Tenía mucha sed. Quería encontrar agua y seguía caminando”―, los problemas que traen las bandadas de patos a la comunidad, las enfermedades súbitas de los cerdos y los efectos secretos de los hongos del campo. Estos retratos de la naturaleza no son, desde ya, sin la actuación de la muerte que aparece en varias instancias todo a lo largo de la novela. Algunas veces más velada que otras, el fin de la vida y los sacrificios de los animales de la granja son hechos que permanecen en el mapa de lo cotidiano, de lo necesario, del orden de lo natural. Pero ¿en qué pueden compararse el nacimiento de un ternero muerto a la pérdida de un embarazo? ¿Y el sacrificio del perro viejo de la familia a la muerte de un padre?  “A los animales se los sacrifica por el bien de sus dueños. Gareth pensaba que los animales no complican el sufrimiento como los humanos”. 

Jones deja lugar no solo para lo instintivo sino que escribe sobre la intervención del hombre sobre la naturaleza. Desafía de algún modo los voceos de un activismo urbano que se propone replantear el vínculo de la humanidad con la naturaleza ―revisando las formas de alimentación, la explotación de los recursos naturales en pos de un capitalismo que todo lo devora―, al tiempo que matiza los rasgos de crueldad e impiedad del hombre común de provincias. Traducida por Esther Cross, Tiempo sin lluvia es una novela de sutilezas que nos enseña lo que ya sabemos y preferimos ignorar sobre la potencia de la naturaleza que, en palabras de Julian Barnes, “se vuelve violenta y destructiva y nos pone en nuestro sitio”////PACO

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