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Durante 1808, Beethoven logró terminar una serie de obras importantes. Entre ellas, su tercera sonata para chelo y piano que al año siguiente dio a la editorial Breitkopf & Härtel para su publicación. Antes de imprimir la versión definitiva, su editor le envió las pruebas de imprenta para que la revisara. Entre otras indicaciones el compositor marcó un error al comienzo del scherzo, un fortissimo. Probablemente, como supone Paul Badura Skoda, un dal segno –un signo de repetición– malinterpretado por el copista. No sabemos con exactitud cómo era ese primer compás porque el manuscrito se perdió. Pero los especialistas coinciden en que la corrección tenía sentido: la dinámica no se repite en ninguna de las apariciones posteriores del tema en la parte del chelo, ni tampoco, como señala Charles Rosen, tiene “consecuencias a nivel formal en el resto del movimiento”. En la primera carta al editor, Beethoven pidió que se remueva el fortissimo tanto de ese primer compás como de las repeticiones del mismo pasaje.

Pero días después, por algún motivo, cambió de opinión. Había algo en el error, una cualidad esencial. Sin duda, el ataque imprevisto, en apariencia ilógico tenía un trazo beethoveniano. Al fin y al cabo el estilo es una singularidad, un error en la tradición, como lo humano en la naturaleza: un intruso y una anomalía. Entonces podemos imaginar al compositor, tal vez sentado en su escritorio, leyendo su correspondencia. En algún momento se detiene como si recordara una tarea pendiente, vuelve al piano donde están las pruebas de imprenta y entre las hojas desordenadas, busca ese primer compás. Lo mira, un segundo en el que sonríe o asiente, hasta que reconoce en el error un rasgo de su propio estilo. “Cuanto más miraba la errata”, escribe Rosen, “más le gustaba y lo seducía su carácter dramático.” En una segunda carta, del 26 de julio, le pidió al editor que dejara el fortissimo del comienzo “tal como estaba indicado al principio”.

El error de un copista termina por convencer al compositor y la errata perdura en el tiempo. Pero la anécdota revela algo más sobre la relación de Beethoven con el error. El estilo clásico no se trataba solo de buscar la simetría. En la tradición de la música alemana que empieza con Haydn la cuestión era cómo derivar lo general de lo particular, cómo lograr que los temas, los detalles, pudieran servir como principio constructivo de las grandes formas. Heinrich Schenker, el teórico alemán, decía que la organicidad de las sonatas solo podía ser lograda por medio de la improvisación: “si no queremos que sea un grupo de motivos ensamblados de acuerdo a un conjunto de reglas”. La coherencia de la forma se realiza entonces por medio de un esfuerzo de la imaginación.

Por eso la frase que suele atribuirse a Miles Davis, “no hay notas equivocadas, lo importante es lo que hago con la siguiente” describe bien el proceso compositivo de Beethoven, que en sus primeros años era más conocido como improvisador que como compositor. En lugar de forzar el material para que se adapte a una forma, incorporaba los errores al discurso. El más mínimo detalle contiene en sí mismo la necesidad de su propia existencia pero no excluye lo imprevisible. Los accidentes se hacen parte de la totalidad, el azar se vuelve necesario. Por eso suele decirse que Beethoven no creía en las casualidades, sino en el destino y en la fe. En su música los errores son parte de la verdad.

Los errores de los intérpretes, en cambio, muestran un lado más mecánico. “Los intérpretes son esclavos”, le dijo Ravel a Paul Wittgenstein, el pianista manco, hermano del filósofo, que había querido modificar su concierto para la mano izquierda. Los esclavos cumplen órdenes, son máquinas. Las máquinas no se equivocan y si lo hacen pierden su razón de ser. En las grabaciones de principios del siglo XX todavía se puede escuchar a los viejos pianistas cometer errores. Cada uno de ellos se equivocaba a su manera, en cambio, todos los pianistas perfectos de hoy en día se parecen. A medida que buscaron la prolijidad para adecuarse a los cada vez más sofisticados medios de grabación o los estándares de los concursos internacionales, sus interpretaciones se volvieron homogéneas, predecibles. Se puede decir que cedieron una gran cuota de musicalidad a cambio de una pequeña cuota de seguridad. Eliminado el riesgo, desaparece también el placer y el precio que se paga por la perfección es el aburrimiento.

El oyente asiste a un concierto. El intérprete empieza a tocar de acuerdo a lo esperado. El repertorio es conocido, las notas están en su lugar, la musicalidad de las frases es la necesaria. Todo va tan bien que el oyente se distrae. Un pensamiento cualquiera lo lleva a otro y perdido en su imaginación deja de escuchar. Cuando el desafío es alto, el oyente se frustra. Cuando es muy bajo, su atención, de por sí frágil, se dispersa. Pero al fin algo lo despierta. El pianista toca una nota equivocada. Nada que no pueda manejar. Solo una nota falsa en medio de un pasaje difícil. Pero inequívoca. Las notas falsas, como los fallidos y las palabras, son notas que se rebelan ante la mecanización del intérprete, una protesta de los dedos contra la cárcel de la técnica. ¿Habré escuchado bien? Se pregunta el oyente. En un discurso musical vacío, el error tiene la fuerza del acontecimiento. Saca al oyente del ensueño del aburrimiento, interrumpe el continuo de la obviedad e invade la escucha pasiva. Es un oasis en el desierto de la perfección.

Debussy decía que asistimos al concierto de un virtuoso como el público de un circo que contempla al equilibrista esperando que caiga. Hay algo fascinante en el tropiezo del virtuoso. El espectáculo del error se parece al de un desastre natural. Desde el fallo ocasional, el roce imprevisto de una tecla que apenas produce el entorpecimiento de un pasaje, a la laguna de memoria, que puede llegar a crear un clima de catástrofe. En ese caso el pianista se detiene, se pierde, no recuerda qué sigue. Como una máquina tildada que se arregla con un golpe, podría mirar la partitura, un compás, y seguir hasta el final. Ante esos accidentes, los músicos creativos, los improvisadores, suelen estar mejor preparados que los pianistas mecánicos.

Rachmaninov recordaba haber escuchado a Anton Rubinstein, el pianista y compositor ruso del siglo XIX, perderse en medio de una interpretación de Islamey de Balákirev. Al parecer, el pianista se olvidó por completo la obra y se dedicó a improvisar “durante cuatro minutos” hasta que pudo volver: “Esto lo molestó tanto que la siguiente pieza la tocó con una extrema precisión pero que había perdido el increíble encanto de la interpretación anterior.” Para Rachmaninov, cuando Rubinstein se equivocaba tenía una fuerza especial que faltaba cuando tocaba perfecto: “por cada error que pudiera cometer respondía con ideas musicales que hubieran compensado un millón de errores.” Según Heidegger pensar en grande es errar en grande. Por eso es preferible, a veces, volver a los pianistas que podían pensar y errar en grande como Alfred Cortot o Sviatoslav Richter. En cada uno de sus errores están la fuerza, la voluntad, el espíritu del siglo XX////PACO

Publicado originalmente en Revista Chicas.

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