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Troilo decía que no podía escribir una música si no tenía una letra. Le gustaban mucho las letras de Manzi, una suerte de hermano espiritual para él, y cuando tenía una la aprendía de memoria y la iba repitiendo en su cabeza. “Es como si la fuera envolviendo con la música”, decía. Como el songwriter del siglo XX es músico y poeta a la vez, el compositor que pone música a una poesía, además de conocer su oficio, debe captar el significado poético de los versos para lograr la alquimia particular de la canción. Poner música a un verso es un acto de traducción. Como lo es también hablar sobre una canción, es decir, la traducción de una traducción: del verso a la música y de la música a las palabras.

Leyendo la letra del tango Malena descubrí algo que nunca había notado antes. La estrofa que escribió Manzi es una décima; diez versos en lugar de los ocho que suelen tener los tangos. De acuerdo con esa estructura simétrica más corriente –lo que en música se traduce en los clásicos dieciséis compases, divididos en dos frases de ocho–, sobran dos versos. Entonces me pregunté cómo había hecho Lucio Demare, el autor de la música, para resolver esa irregularidad. Buscando la respuesta en la relación entre música y texto comprendí que Demare había pensado musicalmente como un poeta, es decir, que había captado el significado poético de los versos y los había puesto en música.

Se dice que Manzi conoció, en un cabaret de San Pablo, a una cantante que se hacía llamar Malena de Toledo, que a Manzi le gustó su voz y que esa noche le prometió hacer un tango con su nombre. Pero la historia es incierta. Los orígenes de Malena de Toledo son también confusos –algunos dicen que nació en Chile, otros en Santa Fe– y su destino tampoco es del todo claro. Se llegó a decir que en realidad Malena era Nelly Omar, Azucena Maizani y hasta Mercedes Simone. Como sea, Manzi debió crear a Malena de la materia con que se tejen los sueños: es todas ellas y ninguna.

Los versos del tango, que parecen describir lo que el narrador ve, están en presente del indicativo, más que en una suerte de presente continuo. Malena canta, tiene una pena, incluso el poeta expresa lo que siente cuando la escucha: “Al rumor de tus tangos, Malena, te siento más buena, más buena que yo”. Por eso es verosímil la anécdota de Manzi en San Pablo. Nos hace imaginar al poeta, entre el humo y el alcohol, escuchando entre murmullos la voz de Malena de Toledo. Y así como Pier Paolo Pasolini se preguntaba en uno de sus textos si era posible adaptar al cine el estilo indirecto libre de la literatura –algo que realizó tiempo después en Edipo rey (1967), ubicando la cámara detrás de uno de los personajes–, podemos preguntarnos: ¿es capaz la música de adaptar a su discurso el vaivén de los tiempos verbales?

La música de Malena comienza en un modo menor que ilustra la pena, la “voz de sombra” del personaje. La tristeza sórdida de la primera frase musical tiene una tendencia descendente: “Malena canta el tango como ninguna/y en cada verso pone su corazón” y la segunda –que comprende el tercer y cuarto verso– también se dirige hacia el registro grave y, salvo por un pequeño cambio, es melódicamente igual a la primera: “A yuyo del suburbio su voz perfuma/Malena tiene pena de bandoneón”. Pero al final de ese verso lo que nos sorprende es la armonía. En lugar de la tónica, una conclusión, escuchamos la dominante de la subdominante, una tensión que no resuelve sino que nos conduce a la frase siguiente: “Tal vez allá en la infancia su voz de alondra/tomó ese tono oscuro de callejón”.

Estos versos son un paréntesis en la poesía y ese “tal vez” es una conjetura que hace el narrador sobre el pasado del personaje. Por eso Demare produce un paréntesis músical, invirtiendo la dirección de la frase y, creando un vínculo entre el descenso de la frase anterior y el presente –lo que el narrador relata– y entre el ascenso melódico de la nueva frase y ese pasado hipotético –lo que el narrador supone. Verso y melodía nos llevan a otro tiempo narrativo y el ascenso, que interrumpe la secuencia, funciona como metáfora del pasado. Interrumpiendo la forma, la música enfatiza la poesía, haciendo que el pasado, donde “tal vez” la voz de Malena “cobró ese tono oscuro de callejón”, avance al igual que el paso del tiempo. Cuando el poeta retoma el relato, la melodía vuelve al principio, al presente: “O acaso aquél romance que sólo nombra/ Cuando se pone triste con el alcohol”.

Sin embargo, es poco probable que el compositor haya pensado de forma consciente en esta asociación. En una entrevista que le hizo Osvaldo Soriano a mediados de los 70, Demare cuenta que en el verano de 1942 se sentó en un café de Libertador, frente al zoológico. Hacía algo más de una semana que Manzi le había dado una letra cuando recordó que más tarde iba a encontrarse con él. “Esta noche va a venir Manzi”, pensó, “y por lo menos le voy a decir cómo empieza el tango”. En ese mismo momento, en la mesa del bar, terminó Malena en quince minutos, “de corrido, sin pulir y sin cambiar nada”. Quince minutos que apenas alcanzan para repasar la letra, tararear el tango dos o tres veces y anotarlo, nota por nota, en papel pentagramado.

Si la música es incapaz de traducir literalmente un verso, ningún análisis musical puede sustituir a la escucha. El estribillo de Malena, más sinuoso e irregular que la estrofa, es otro buen ejemplo de la interpretación musical del texto que hace Demare. El clímax no se produce hacia el final, como exige el dogma clásico de la forma, sino al comienzo, por la simple razón de que “tu canción tiene el frío del último encuentro” es la frase más dramática del estribillo. De esta manera, melodía y letra alcanzan, al mismo tiempo, la mayor intensidad. El registro alcanza su nota más aguda y la letra da su imagen más trágica. Sin embargo, este análisis no consigue explicar del todo por qué sentimos una emoción especial cada vez que escuchamos ese pasaje luminoso y a la vez nostálgico. John Berger, refiriéndose a las artes plásticas, escribió: “Las explicaciones, los análisis, las interpretaciones, no son sino encuadres o lentes que ayudan al espectador a enfocar su atención más nítidamente sobre la obra.”

Una obra, nos da a entender Berger, “constituye su propia verdad” más que “una verdad objetiva”. Se trata de la sospecha que recae sobre cualquier análisis. La de que las ideas y las palabras puedan cobrar autonomía y alejarse de la esencia que intentan explicar hasta perderla por completo. “La música es un lenguaje que hablamos pero que no podemos traducir”, decía Eduard Hanslick, el crítico musical del siglo XIX. Pero, creamos o no que en la música hay un núcleo enigmático que permanece siempre inaccesible, existe en todo oyente la necesidad de hablar sobre ella e intentar entender por qué nos conmueve. Esa pérdida, que supone toda traducción, no es más que el espacio que dejan las palabras y los sonidos para que, como hacía Troilo con las letras de Manzi, podamos envolverlos con la imaginación.////PACO

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