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¿Qué le podemos pedir a la novela como género hoy? En una primera aproximación, nada nos contradice: puestos a pedir, podemos pedirlo todo. Bondad, moraleja, el mal, la picaresca, sofisticación, política, sensualidad, vulgaridad, reflexión, acción, que despliegue un universo completo, que opine sobre lo sagrado, sobre su época, sobre la historia, que dialogue con nuestros miedos, nuestras frustraciones y nuestra más íntima neurosis, que nos de soluciones prácticas, que nos divierta. Tan amplia es la idea que tenemos hoy sobre la novela que a veces la usamos como sinécdoque del objeto “libro.” Un libro, una novela. Sin embargo, la hipérbole que marca esta conexión resulta falsa. Pedimos mucho, sí, y lo que recibimos es frustrante, incompleto: la aventura del reflejo argentino, esa bisagra. Ahora bien, sin olvidar nuestra absurdas pretensiones, ¿qué nos da La Serenidad de Iosi Havilio? Se trata de una novela. Y de una novela breve. Una novela breve contemporánea. Arriesguemos un poco más. El protagonista va de acá para allá, se suceden escenas y remembranzas. El tiempo se ralentiza o se apura. El final es apocalíptico más allá de la última metáfora donde al parecer se alcanza la “serenidad” del título. En el medio hay listas, escenas gratuitas, altercados, escenarios que cambian. Y sobre todo se siente, constante, la media lengua de la ironía, una escritura que apuesta, de una u otra manera al “entre nos”, al guiño del “ya sabemos cómo funcionan las cosas.” ¿Dónde se lee eso? Está en la misma novela, en su estilo de acumulación, de amontonamiento. Pero también rodeándola. Veamos.
Al protagonista se lo señala de forma recurrente como “El Protagonista.” Havilio avisa, en este gesto, que él es consciente de las convenciones y exhibiéndolas intentará transgredirlas o al menos generar la citada complicidad. “Usted y yo, lector, sabemos que esto es una novela, una excrecencia ficcional, un mecanismo, y no hay por qué ocultarlo” parece decir. Es truco viejo. Pero luego Havilio insiste poniéndole a los capítulos largos nombres explicativos que recuerdan el estilo de viejas relaciones castellanas. Copio algunos: “De cómo El Protagonista rompió con Bárbara, se enredó en discusiones ontológicas y fue humillado por la presencia del Gran Otro”, “Del extraño robo que sufrió El Protagonista, de la larga caminata que hizo bajo la lluvia y de la inolvidable golpiza que le dieron los Rusos”, “De cuando El Protagonista ocupó el lugar de La Madre, se vistió con ropas de la niñez y habló hasta el agotamiento sin pronunciar una sola palabra”, etc. (El uso excéntrico de mayúsculas pertenece siempre al autor.)
Hay más. Por ejemplo, dos epígrafes. El primero dice “Soy una mala historia” y lo firma “Mirko H.” (El nombre es enigmático, la frase aplicada a lo que sigue parece exacta.) El segundo es de James Joyce, extraído del Ulysses: “Bloom: O, I so want to be a mother.” ¿A qué alude este segundo epígrafe? En La Serenidad hay conflictos y recuerdos familiares que bien podrían ser leídos a través de esta alusión: el cambio de rol, el cambio de sexo, transfiguraciones post-freudianas de la maternidad, etcétera. Mucho más destacable me parece la necesidad de citar a Joyce, de extraer y repetir, a la cabeza del propio texto, una parte del Ulysses. Otro detalle. En la foto de solapa, al uso de la editorial Entropía, Havilio aparece leyendo. ¿Qué lee? Un libro sin muchas marcas pero en el que podemos ver con claridad el nombre de John Cage.
La insistencia en parasitar, sin más, el alto modernismo y sus derivados no es infrecuente en la literatura argentina. Está César Aira y su cansadora recuperación de Marcel Duchamp (o del mismo Cage en su conocido ensayo La nueva escritura). Está Juan José Saer y sus lecturas acriolladas de Robbe-Grillet (con sus alusiones algo infantiles al Ulysses en, por ejemplo, “Sombras sobre un vidrio esmerilado”). Los homenajes y las búsquedas de legitimación son frecuentes e invalidarlas conlleva una exigencia excesiva. Sin embargo, no es igual una apropiación sofisticada o un guiño preciso que la ingenuidad, el impudor y el besamanos. En el caso de La Serenidad, las aspiraciones y las filiaciones impuestas desde afuera enseguida tambalean. En la página 17 hay una pirámide de nombres propios que, entendemos, homenaje o recrea la poesía concreta. Cuando un narrador del siglo XXI tiene que recurrir a estos extravíos tipográficos ¿no se instala la desconfianza?
Cito de La Serenidad: “Integrarse al cuerpo social tiene el gusto del merengue, ese baño de crema atroz, la acidez del cítrico chamuscado.” Havilio lo dice aludiendo al cónclave del cual es expulsado el protagonista. Pero la novela misma también admite ese diagnóstico, ese asco, esa distancia. Lo suyo no está en lo social, sino… ¿dónde? En la lengua, o más bien en el uso arrobado de la lengua, en el estilo, que no es para el género un tema menor. Copio un párrafo donde el protagonista se detiene a comer y a orinar y la pizzería en la que entra le recuerda a la mujer perdida:
“El Protagonista superó La Gran Curva. Comió pizza de pie sobre un mostrador guareciéndose los dientes, rodeado de familiares. Chupó frío. Tomo agua de pozo. Sintió un olor de ultratumba que le hizo arder la nariz. La proximidad de ese río, fuente de Contaminación y Vida. ¿Cuánta potencia le quedaba en la reserva? ¿Alguna vez pensaría en echarle un manotazo? La lluvia ya no se creía, se meaba. Entró al Boulevard: árboles nuevos, luminarias espléndidas, pobre de colección. El resto estaba igual que siempre, viejo, sucio, floreado.”
Copio otro párrafo, un poco peor escrito todavía, pero igual de festivo. Aquí el protagonista recuerda algunos escarceos eróticos de la adolescencia o la infancia:
“Desde el centro irradiante de su subjetividad dio a luz al pequeño paquete de signos atroces. Kilómetros de tintas medias, una tentativa de depravación a una niña al pie de la cama y mil pinos lamiendo el ventanal como viejos verdísimos en el corazón del country. Solo con Pajitas. A la hora de la siesta: robo de ladrillos, complicidades en golpizas, sueños de gloria, vómitos en silencio, casi vómitos y un poco de amor peruano en la apoteosis líquida de una vida inmaterial.”
No hay novedad en el estilo de La Serenidad. Tampoco en el hecho de apostar a ese estilo por sobre todo lo demás. Pero, ¿qué sería “todo lo demás”? Personajes, tramas, política, lecturas de la tradición, lecturas del presente, denuncias, pornografía, situaciones dramáticas, observaciones de nuestras contradicciones, o de nuestra psicología, o de nuestros cuerpos, o de nuestras costumbres, o de las costumbres de otros… La lista es difícil, ripiosa, incompleta. Pero, ¿tanta capacidad de eludir lo interesante tiene Havilio? Desde luego, si empezamos a rascar –no esta novela, sino todas las novelas– vamos a encontrar uno o varios de estos items, lo cual no invierte la lectura de que La Serenidad se muestra indiferente a todo menos a la lengua. Ahora bien, describir ese estilo del que hablamos no resulta complejo: mucha arbitrariedad, juegos de palabras, elipsis, metáforas, aliteraciones, desplazamientos. Todo, todo el tiempo puesto en un mismo plano, apelmazado y sin contornos, desbordando en un irreductible atolondramiento general. Y dentro de esa falta de foco y fondo, sobresaliendo, un uso acentuado y consciente de lo cursi. ¿Pretende Havilio hacer pasar la cursilería por alto modernismo? No es una operación destinada sí o sí a fallar. De hecho, la cursilería forma parte de una zona del alto modernismo, donde aparece saqueada y versionada. Sin embargo, leer los desvaríos técnicos como preciosas reflexiones impresionistas sería un error. Quizás el peor capítulo, en este sentido, sea “El lenguaje estúpido del amor” compuesto con la técnica de la lista automática de repeticiones. ¿Qué es lo estúpido? ¿La forma en que amamos, la forma en que comunicamos el amor o la forma en que La Serenidad lo retrata?
Digamos, una vez más, que la deconstrucción lúdica de la novela ya era algo asentado y remanido a mediados del siglo XX. Pero antes de eso, debemos acá lidiar con un texto frío, fóbico, donde la autonomía del arte constituye un aislamiento. ¿Podemos hablar de igual a igual con un escritor europeo de hace cien años sin caer en lastimosos errores? Se constata muy fácil que entre Havillio y las técnicas y los temas del alto modernismo corrió demasiada agua. Manuel Puig, Néstor Sanchez, el mismo Cortázar, la ficción de Carlos Correas, los autores ya canonizados de los años ochentas como Copi, Libertella y los Lamborghini, el Marcelo Fox de Invitación a la masacre, un buena parte de la revista Babel, todos ellos llegaron antes y con más éxito. ¿Cómo pasar por alto ese largo rosario de experimentos formales que –residuales, periféricos o excelsos– abundan en las literaturas nacionales? Incluso al obviar el boom, Havilio comete un error grosero. Paradójicamente, cuando un autor elige el afectamiento del hermetismo no puede alegar línea directa con el pasado. Estas mediaciones, y tal vez cierta senilidad, llevaron a David Viñas a escribir su tardío Tartabul, o los últimos argentinos del siglo XX que, sin ser un texto del todo feliz, cumple mejor –tanto mejor– el designio de violencia verbosa y complejidad que se imponían los citados novelistas experimentales. Dicho esto, creo que ignorar los eslabones que nos separan y a la vez nos unen con Joyce no genera libertad creativa ni ningún otro tipo de libertad, sino meras rebarbas anacrónicas y pretensiones dislocadas.
Un poco más allá, la hipótesis con la que Erich Auerbach cierra Mímesis no suena acertada. La novela del alto modernismo, sea Joyce o Virginia Wolf, o cualquiera de sus variantes y también muchos de sus derivados, no tenían pretensión mimética, no eran continuadores del esfuerzo realista. Su programa se centraba, más bien, en llevar el género a su máxima capacidad expresiva, explorando sus límites, impulsándolo hacia adelante, a veces en fugas no controladas, tediosas, fallidas. Su fetiche fue el auto-oscultamiento, la lengua con instrumento que se ve, la mirada que modifica y sabe que modifica. Por todo esto a los novelistas posteriores del siglo XX les costó esquivar o jugar a esquivar las marcas que dejaron sobre el género. El riesgo era la ingenuidad. Y también por esto, si las técnicas del alto modernismo empujaron la novela a su futuro, que muchas veces fue de desintegración o estrangulamiento, al tomarlas de referente sin mediaciones, con tanta ingenuidad, Havilio regresa, vuelve. Dicho en una línea: en La Serenidad, lo que hace cien años iba hacia adelante, hoy va hacia atrás. Y esto resulta especialmente improcedente cuando comprendemos que Havilio tiene muy pocas ideas narrativas para ofrecer. La anécdota del ovejero alemán suicida que escapa por la muerte al amor sin prejuicios de su dueña troskista merecía una realización menos afectada. Hay otra anécdota con perro cuando el pragmático pasajero de un tren, fastidiado por los ladridos, lanza al animal por la ventana casi sin inmutarse. Ambas escenas presentan una sensualidad magnética y es a partir de estos momentos que el lector comprende que la novela podría haber sido una sátira a la vida intelectual porteña. O un compendió de raro costumbrismo, fijado por ese idioma barroco. Pero Havilio elige perderse, abandonarse a su narcisismo, derivar por lo que el barro del lenguaje le propone, y eso lo sumerge en una afectación estilística que recuerda los trazos de un adolescente o los intentos de un neófito ansioso. Insisto: la voluptuosidad que alcanza Havilio en el uso de la lengua se vuelve una masa donde todo es igual que todo, y entonces nada tiene peso y nada importa. Desde el principio la mezcla recuerda al engrudo, muy especiado, pero engrudo al fin. Así, hay algo de solo de guitarra excesivo en esta Serenidad. Se repite mucho la falta de un conflicto, la pérdida del tiempo en los ornamentos, los grumos ofrecidos como delicia. Por esto, decir que La Serenidad es diarréica no sería justo con Havilio, que como autor vale más que esta novela, y tampoco con la diarrea que es, a fin de cuentas, una instancia liberadora.
En la página 61, dentro de un capítulo titulado “La síntesis o lo sintético”, leemos: “El Protagonista va descubriendo olores de horas de tedio y televisión, charlas pesadas, chistes fáciles, la exploración de genitales.” Si los genitales son los propios, y la observación funciona como analogía de una larga y sosa masturbación, la frase bien podría describir la novela misma.
Pero finalmente, más allá de todo, dentro del aburrimiento que genera La Serenidad, dentro de su inocencia desabrida, sobresale su anodina felicidad. Por momentos parece la novela de un cocainómano. En otras zonas, opuestas, recuerda el habla positiva del adicto recuperado. En la página 99 leemos: “El Protagonista sospecha ahora de un exceso de entusiasmo de su Yo Narrador.” El lector también lo nota. ¿Pero de qué tipo es ese entusiasmo? La voz que narra en La Serenidad desarrolla el timbre y el ritmo de la voz amiga pero no sentimos esa intimidad, esa confianza, sino lo contrario. La novela de Havilio genera el mismo rechazo que una borracho que nos viene a dar la lata, que nos cuenta historias que no comprendemos, o que comprendemos banales, y que encima intenta abrazarnos. Pese a la fiesta, a la algarabía, no hay empatía ahí, no hay caritas. Esa falta, y no otra cosa, describe con precisión esta serenidad.
Algo más. El título es una cita, irónica o no –¿cómo saberlo a esta altura?–, de Heidegger. Sin desenredar las relaciones, influencias y capilaridades que podría tener la obra del filósofo alemán con esta novela –ya con Joyce alcanza y sobra–, vale una aclaración. Raúl Gabás, traductor al español de Un maestro de Alemania, la clásica biografía que Rüdiger Safranski le dedicó a Heidegger, da a entender que la traducción “Serenidad” para la palabra alemana “Gelassenheit” conlleva un corrimiento, un poesía algo turbia. El prefiere “Desasimiento” y ofrece un ejemplo ligado a los objetos técnicos que “descansan en sí como cosas que no son algo absoluto, sino que permanecen referidas a algo superior.” En consecuencia, Gabás traduce “el desasimiento de las cosas.” ¿Estamos frente a una situación muy conocida y estudiada en la literatura argentina donde una traducción genera sentido a partir de un equívoco? La novela La Serenidad publicada en el 2014 por editorial Entropía, demasiado aislada de todo, demasiado caprichosa, no parece tener más que indiferencia para ese dato.///PACO