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Cuando Joseph Yasser, un musicólogo ruso que viajó a Estados Unidos en 1923 y solía trabajar como organista en una sinagoga de Manhattan, escuchó por primera vez el Tercer concierto para piano de Rachmaninov creyó reconocer en el tema del comienzo un viejo canto de la iglesia ortodoxa rusa. No logró recordar con exactitud la melodía original, pero estaba seguro de que la había oído antes. Hacia 1935 le escribió una carta al compositor –que según él siempre se había mostrado abierto a responder sus consultas– en la que le preguntaba si había escrito el tema imitando consciente o inconscientemente un canto litúrgico. Rachmaninov le respondió al poco tiempo. No había tomado, según le decía, el tema de ninguna fuente popular o eclesiástica. Sólo había querido cantar una melodía en el piano como lo haría un cantante con su voz. Eso era todo. Aunque reconocía la posibilidad remota de una influencia inconsciente aclaraba que esa le parecía “una materia muy oscura”. Además hacía notar que de haber querido darle al tema un carácter litúrgico habría usado un do natural, más acorde con el modo eclesiástico, en lugar del do sostenido que tenía la escala. Tiempo después Yasser volvió a insistir con otra carta pero no obtuvo respuesta.

Hacia el final de los años 60, Yasser escribió un artículo sobre el tema. Es probable que después de tantos años haya retomado su vieja obsesión al encontrar la melodía litúrgica, esa que le había sonado cuando escuchó el concierto, en una antología del siglo XIX. Se trataba de un canto medieval que pertenecía a la liturgia del Monasterio de las Cuevas de Kiev, un lugar que Rachmaninov pudo haber visitado durante una gira. El artículo hacía una comparación minuciosa entre ambas melodías, aunque las dividía en tantas partes que el análisis hubiera servido para establecer una relación entre un tema y cualquier otro. Además, como Rachmaninov había negado cualquier influencia consciente, elaboraba una complicada teoría relacionada con un proceso llamado “somnogénesis”. Según Yasser el compositor escuchó el canto cuando visitó Kiev alrededor de 1893 para dirigir las primeras representaciones de su ópera Aleko (el monasterio, decía el musicólogo, solo quedaba a media hora en tren desde la ciudad), el tiempo produjo un “desvanecimiento gradual” de la melodía en su memoria y, después de quedar “enterrada” durante diez años, “emergió” en 1919 cuando escribió el concierto.

“Comúnmente”, empezaba el artículo, “se da por sentado que la investigación de diversas influencias musicales sobre un compositor es sumamente importante para un estudio profundo de su actividad creativa”. La obsesión de Yasser partía de ese error. Al tratar de explicar la “actividad creativa” a través de la “investigación de la influencia”, terminó por convertir a la segunda en una causa eficiente, en una condición de posibilidad de la primera. Este es un mal que hoy en día no pertenece solo a los musicólogos sino a los oyentes en general. Basta con leer los comentarios en cualquier canción subida a YouTube para ver que no hay una en la que los usuarios no hayan encontrado un parecido con otra y a esta con otra anterior. El ejercicio, tan inagotable como improductivo, parte a su vez de otro malentendido: atribuirle a una operación de la inteligencia lo que más bien es un acto reflejo. Detectar, como hacen los comentaristas, similitudes entre dos melodías o entre dos estilos es algo pasivo como reconocer una cara en la multitud. El vínculo entre lo que escuchamos y el recuerdo nos toma por sorpresa, como un déjà vu. Aunque ese momento imprevisible de reconocimiento tiene el encanto de una revelación, sin una elaboración posterior se vuelve inútil. Es famosa la respuesta de Brahms a un crítico que con razón le mencionó el parecido entre el final de su Primera Sinfonía y la melodía coral de la Novena Sinfonía de Beethoven: “De eso cualquier estúpido se da cuenta”.

El intento de explicar lo inestable, lo dinámico a partir de lo estático, sólo puede asumir la forma de la lista o el catálogo. Esa reducción convierte a la influencia en un proceso sin dialéctica que produce la idea de que no hay nada nuevo, de que todo es una reelaboración de materiales ajenos recombinados o enmascarados. La pregunta por las influencias es la primera que les hacen a los músicos en las entrevistas y estos, como respuesta, ensayan una lista más o menos extensa, más o menos calculada que le sirve al potencial oyente, asumiendo que solo le gusta lo que ya conoce, para decidir sin haber escuchado un solo acorde si puede estar interesado en la música. La enumeración funciona como una forma velada de etiqueta al estilo de las recomendaciones de las plataformas de streaming. Al suponer que la realización de un estilo es el resultado de un proceso aditivo se desconoce su dimensión negativa. “La verdad es que me veo más influenciado por lo que odio que por lo que me gusta” le contestó una vez Frank Zappa, después de dar unos pocos nombres, a una periodista que le preguntó por sus influencias. En una entrevista, Paul Bley, cuando le pidieron opinión sobre un pianista muy influenciado por Keith Jarret, dijo: “No está mal tocar como Jarret, pero aquel que nace en tierra de gigantes debe convertirse en un iconoclasta”.

Se cree que la palabra influenza fue introducida en Italia hacia el siglo XV. Los médicos de la época creyeron ver una relación entre la epidemia de gripe y ciertos cambios astronómicos recientes. Para ellos la enfermedad había sido provocada por la influencia de los planetas o de las estrellas. De acuerdo con el diccionario, influir es cuando una cosa produce ciertos efectos sobre otra, “como el hierro sobre la aguja imantada, como la luz sobre la vegetación” o también cuando una persona ejerce en otra “predominio o fuerza moral”. La propagación de una enfermedad, los efectos, el predominio. Las fuerzas invisibles y contradictorias de la influencia tienen un poder. Como las de la música, están presentes y ausentes a la vez, como las de la palabra, son capaces de vivificar y destruir al mismo tiempo. Es imposible salir de ese laberinto sin resolver su naturaleza contradictoria. Hay obras que animan a componer. Otras cierran caminos, agotan aspectos de la técnica, creando un callejón sin salida. Tal vez algunos compositores iconoclastas hayan resuelto ese problema escapando tanto de la tradición como de la vanguardia, odiando más de lo que aprecian, consagrándose a una fe imprecisa más que a una teoría o a un dogma. Giacinto Scelsi decía: “Mi música no es esto ni lo otro, no es dodecafónica, no es puntillista, no es minimalista. ¿Qué es entonces? No es cognoscible”. Galina Ivanovna Ustvolskaya, otra compositora iconoclasta, solía decir: “No hay en mi música influencia de ningún compositor ni vivo ni muerto”////PACO

*El autor va a dictar junto a Juan Terranova durante octubre y noviembre el curso «Wagner, una introducción» en el marco de la Escuela de Escritura Paco.

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