¿Y si la conciencia racional y la fe religiosa fueran un solo y único hilo? En
Hitch-22, su autobiografía, Christopher Hitchens, uno de los más lúcidos críticos del pensamiento religioso, escribe: “Con mucha frecuencia, cuando expreso la opinión de que no existe una dimensión sobrenatural, y sin duda ninguna que esté única o especialmente disponible para los fieles, y que el mundo natural es lo suficientemente maravilloso ‒e incluso lo bastante milagroso, si se insiste‒, atraigo miradas compasivas y preguntas ansiosas. En ese caso, me preguntan, ¿cómo encuentro sentido y propósito a la vida? ¿Cómo decide un materialista simple y burdo, sin esperanza de una vida por venir, qué merece la pena, si es que hay algo que lo haga?” A contraluz de las tensiones de la modernidad tal como se la había experimentado en el conflictivo siglo XX, durante el que parecía haber triunfado uno de los procesos más extensivos de secularización política, social y cultural desde el Siglo de las Luces, hoy esa pregunta religiosa sobre “el sentido y el propósito de la vida”, tal como solía irritar a Hitchens, se ubica rápido ‒y de manera terrible desde el ataque a las Torres Gemelas hasta el Teatro Bataclan‒ como una de las más sensibles para la geopolítica del siglo XXI. De ahí que, ante lo más incandescente de Oriente Medio, donde la política y la religión funcionan como poderes equidistantes sobre la vida, y donde incluso pueden fusionarse en un continuo sin grises como el Estado Islámico, resulte interesante afinar la cuestión: en tal caso, ¿qué valor tiene en Occidente la fe religiosa y en qué se transforma, bajo su mirada y la de los demás, aquel que se anima a atravesar la existencia con el horizonte de una vida ultraterrena? Entre las exploraciones inmediatas de esa disputa entre fe y razón ‒y que a poco de los 742 años de su muerte merecería una mueca risueña de Tomás de Aquino‒, el francés Emmanuel Carrère hace en El Reino no solo un recorrido historiográfico del cristianismo primitivo, sino un mapa de sus propias contradicciones personales, un abanico que entre lo narcisista y lo práctico logra consonancia con las contradicciones de casi cualquier lector occidental contemporáneo (en ese sentido, El Reino es el suplemento de Sumisión, la última novela de Michel Houellebecq, que no trata sobre la conversión al islam sino sobre el fracasado intento de conversión al catolicismo).

PARIS : Emmanuel Carrere

¿Y si la conciencia racional y la fe religiosa fueran un solo y único hilo?

Hacia la mitad de su viaje, sin embargo, Carrère, que en su juventud fue un creyente convencido, cancela el suspenso: “No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado”. Pero, ¿y si la respuesta no fuera un verbo sino una lectura más profunda de la evolución del cristianismo y su eco en la historia de las ideas? Para el politólogo y ensayista inglés John Gray, a pesar de esa “fábula que el mundo moderno se repite a sí mismo creyendo que el progreso es irreconciliable con la religión”, de lo que verdaderamente se trata es de entender hasta qué punto la fe en el progreso es un vestigio del mismo cristianismo que narra El Reino. Autor de El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos y La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar a la muerte, dos ensayos editados en castellano el último año, Gray sostiene que dado que Jesús fue un profeta judío disidente que anunciaba el fin de los tiempos, lo que se fracturó desde entonces fue aquello que “para los antiguos egipcios, así como para los antiguos griegos, igual que en el hinduismo, el budismo, el taoísmo y el sintoísmo, como en las partes más antiguas de la Biblia hebrea”, representaba los ciclos de una naturaleza inalterable para la que “no había nada nuevo bajo el sol”. Al crear la expectativa de un cambio radical en los asuntos humanos, por lo tanto, el cristianismo ‒“la religión que San Pablo se inventó a partir de la vida y las palabras de Jesús”, escribe en coincidencia con Carrère‒ fundó el mundo moderno. Y es a partir de ahí que las diferencias entre pensamiento religioso y pensamiento racional resultan más aparentes que reales. En principio, sostiene Gray, lo que la modernidad adoptó como uno de sus puntos de partida es un principio idéntico de fe en la llegada de un futuro mejor, esa ilusión de que el mundo siempre está mejorando. La historia puede ser una sucesión de absurdos, tragedias y crímenes, escribe el inglés con escepticismo sobre la marcha real de la humanidad, “pero todos insisten en decir que el futuro todavía puede ser mejor que cualquier pasado”.

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La historia puede ser una sucesión de absurdos, tragedias y crímenes, escribe Gray con escepticismo sobre la marcha real de la humanidad, “pero todos insisten en decir que el futuro todavía puede ser mejor que cualquier pasado”

En ese punto, también señala que la fe en el mito del progreso ‒la simbiosis triunfal entre la materialidad de la razón y las expectativas de la fe resolviéndose “más adelante”‒ implica beneficios importantes, como “el de evitar un conocimiento excesivo de uno mismo”. Y ese es precisamente uno de los principales conflictos a los que una y otra vez Carrère vuelve en su libro. “Por supuesto, la fe tiene basamentos psíquicos”, escribe en El Reino. “Por supuesto, la gracia, para alcanzarnos, se sirve de nuestras deficiencias, nuestra debilidad, nuestro deseo infantil de que nos consuelen y protejan”. ¿Pero es la desesperación lo que induce a tener fe en Dios, pregunta Carrère, o es Dios el que concede la gracia de la desesperación para que uno se convierta? “Es lo que quiero pensar con todas mis fuerzas: que la ilusión no es la fe, como cree Freud”. Aún así, ¿es esa fe agnóstica del progreso racional compatible con las peores deficiencias y debilidades humanas? Gray responde a través de la vida en Alemania en 1939 según Sebastian Haffner en Historia de un alemán. No hay duda de que el sufrimiento que se infligió a los judíos era parte integral de la felicidad que los nazis fabricaron en el resto de la población, concluye Gray, mientras, en una versión fundamentalista de la fe religiosa, el Estado Islámico ofrece ahora su propio espectáculo grotesco del vínculo entre lo sagrado y el terror. Una historia que, con matices, tampoco es desconocida en el mundo occidental reciente: Gray detalla cómo en la Inglaterra victoriana los “investigadores psíquicos” pretendieron demostrar de manera científica la existencia del alma, igual que poco más tarde, en la Unión Soviética, se intentó divinizar a la humanidad a través de la técnica. Pero el diálogo más interesante entre Carrère y Gray no pasa por la oposición entre fe religiosa y fe científica, sino por la más frágil oposición entre fe religiosa y tradición humanista.

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¿Cómo decide un materialista simple y burdo, sin esperanza de una vida por venir, qué merece la pena, si es que hay algo que lo haga?

Para los humanistas modernos y seculares la solución es simple: los seres humanos serán más razonables en el futuro. Pero “estos entusiastas de la razón no se han dado cuenta de que la idea de que los seres humanos puedan llegar a ser más racionales requiere un acto de fe mayor que la fe que exige cualquier religión”, insiste Gray, porque ¿no se alimenta esa ilusión en el porvenir de una idea de la trascendencia? Su conclusión, “desde un punto de vista estrictamente naturalista”, es que incluso la unicidad humana es un mito heredado de la religión que los humanistas han reciclado como ciencia. Y si cabe elegir, se elegirá entre mitos. Frente al dilema de un camino donde se entrelazan la conciencia de la razón y la inconsciencia de la fe, Gray señala también hacia Sigmund Freud, y remarca que “saber más que antes solo significa que tenemos mayor campo para desplegar nuestra locura” (en El títere y el enano, su propio libro acerca del cristianismo, Slavoj Žižek añade la nota lacaniana: esa felicidad del vivir para siempre cristiano, escribe, “se basa en la incapacidad del sujeto para confrontar las consecuencias de su deseo”, por lo tanto, “el precio de la felicidad es que el sujeto permanezca fijado a la inconsistencia de su deseo”). Esa es la misma parálisis, el mismo intersticio entre mitos, que provoca en Carrère la duda acerca de una fe que “si no tiene obras se marchita y muere”, y la culpa de quien, aún despojado de la religión, se felicita “por haber llegado a ser, contra todo pronóstico, un hombre feliz”. Es ante ese escenario, finalmente, que el flamante siglo XXI desnuda como nunca una paradoja antes subterránea. Porque mientras la fe en la religión promete la vida eterna del espíritu, y en su versión más fundamentalista lo hace a cambio de la destrucción directa de los valores y las libertades representadas por la civilización moderna, por su lado la fe secular en el progreso insiste en alcanzar la vida eterna del cuerpo a través de la ciencia. Y habiendo duplicado ya la esperanza de vida en los dos últimos siglos, la ciencia no duda en volver relativas y manipulables desde las creencias más sagradas hasta las certezas sobre el ADN. Es en el surco entre esos dos presentes que se miran con cada vez más recelo donde las preguntas de Carrère y Gray repercuten con urgencia a través del mundo/////////PACO