El otro amenazante, desalmado, implacable puede tener muchas caras y muchos nombres. Los judíos, el comunismo, el peronismo, el diablo, el narcotráfico, el patriarcado, la sinarquía internacional. Pero su función es una sola: lo que cohesiona ese grupo, esa organización, es la destrucción de lo existente, de lo bueno, de lo aceptable, de lo nuestro. Por lo general, no se lo ve. Entidad fantasmal, muchas veces distorsionada y amplificada, aparece de la mano del que señala su existencia para inocentes y legos.

Así, los comunistas se comen a los niños, los judíos conspiran en las sombras, el capitalismo esclaviza y los plutócratas empobrecen al mundo mientras se enriquecen. Por lo general hay algo al mismo tiempo ridículo, grotesco, exagerado y, en última instancia,  cierto en lo que se denuncia. (Los comunistas no se comían a los niños, pero en muchos momentos se comieron a sus padres.) Dicho esto, las brujas existían. Envenenaban el ganado, robaban niños, maldecían a Dios. Sí, alguna vez las brujas hicieron eso. Como fuere, en determinadas épocas, el poder de turno les dio una respuesta abismalmente más cruel a esos delitos crueles. La bibliografía sobre el tema abunda.

No se trata, entonces, de negar la existencia de estas fuerzas organizadas. Insisto: el peronismo era y es demonizado por las clases dominantes argentinas porque cambia el régimen del capital. Lo que sí me gustaría señalar es que el combate de estos enemigos, la mayoría de las veces, por no decir siempre, conllevaba y conlleva una ganancia política. Esa disputa se instrumentaliza con un fin que excede el mismo combate. O sea, se lo transforma en excusa para tomar el poder. No por nada la lucha de facciones preocupaba tanto a la República de Roma.

Según los esclarecidos, ¿qué hay que hacer y quienes lo tienen que hacer para que esa otredad que amenaza no nos arrase? Enseguida aparece el viejo recurso de la conciencia obligatoria, con sus herramientas más importantes, el miedo y la paranoia. Dentro de la modernidad, es imposible no verlos operando en la ingeniería social. Existe incluso una pedagogía que los impulsa. Detallo el funcionamiento: si no tengo conciencia, soy, primero, un ser indefenso, ingenuo, y si, una vez ofrecida la luz, persisto en la tiniebla, me transformo en cómplice. En una tercera instancia, oponerse a la clarificación trae la sospecha. Y una vez concientizado el sujeto, la dialéctica se suspende y cualquier acción es válida para destruir al enemigo que lo acosa.

La escena resulta hollywoodense. Se queman brujas. Alguien dice que hay inocentes entre las brujas que se queman. El fiscal que lleva adelante la querella y la ejecución pregunta: ¿usted las defiende? Y enseguida: ¿Por qué las defiende? Es imposible salir de ese atolladero. La sociedad se parapeta, crea anticuerpos y purgas. El beneficio de la duda se suspende. Algo habrán hecho. Y las llamas son tentadoras, atractivas. Prometen la purificación. Son simples, directas. No tienen toda esa melindrosa incomodidad que comportan las leyes, divinas o de los hombres. Cuando se enciende el fuego de la Inquisición, hay dos bandos, los justos y los pecadores. Las sutilezas quedan abolidas.

Dicho esto, al momento del juicio, la humillación pública es fundamental para aleccionar a indecisos o ajenos. Por el mismo momento, las penas no pueden ser más que ejemplares y contundentes. Hay una adenda final: una vez enseñado y aprendido el procedimiento, el Estado o el gobierno de turno pierde la potestad de su uso. Comienza una democratización de la delación. Todo desacuerdo, pelea o disputa puede ser zanjado con una denuncia, porque la verdad no es relevante, alcanza con la acusación. Los que había empezado como la defensa de la comunidad se transformaba así en una práctica que atendía a intereses privados.

¿Qué genera este mecanismo de plegamiento a una idea y su acción? ¿Por qué se vuelve a él, una y otra vez, desde los comienzos de la historia? El comodity más importante de la raza humana: identidad. Insumo insustituible para gobernar y disciplinar al que viene adosado el control. Pertenecer a un grupo, saber quién soy, crear sentido. Esos son los objetivos. Toda comunidad se basan en la destrucción, la relativización o el menosprecio de otra comunidad. Así se entra en la historia. No existe la fundación piadosa, que no implique, dentro o fuera de la modernidad, el saber de las armas. Puedo ser yo porque no soy otro, otra cosa, lo desconocido, lo informe. Somos nosotros porque nos afirmamos en nuestras creencias y ya se sabe que las ideologías no conviven, sino que tienen a desafiarse y destruirse.

Para regular este funcionamiento social, y “regular” es aquí palabra clave, el mundo grecolatino creó leyes y con ellas la democracia y el Estado de derecho. Pero hay que hacer una salvedad. Roma no fue Grecia. Grecia se cerró. Buscó la pureza de sus ciudadanos y pronto entró en decadencia. Fueron los romanos los que entendieron que había que mantener una política dialéctica. Roma, así, se abrió al mundo y dos generaciones después de conquistar las galias, permitió senadores galos. “Sus abuelos mataban legionarios, ¿cómo traerlos a Roma?” dijeron los conservadores. Pero perdieron la discusión.

El Estado de derecho es un conquista de la civilización. No me refiero a la tan mentada democracia, sistema de gobierno, manoseado hasta el hartazgo, percutido y luego blanqueado mil veces. Me refiero a las leyes más básicas de la existencia en conjunto. “Un hombre es inocente hasta que se demuestre lo contrario.” Hasta que el poder judicial demuestre lo contrario. Un hombre y, desde ya, una mujer.

Hoy, tanto desde la izquierda como desde la derecha lo que se cuestiona es el Estado de derecho. Importa más la gratificación narcisista de la identidad, el despliegue nunca inocente de fuerzas, la conducción de la masa y su potencia, que la ley. Internet y su falsa democracia de las voces no es ajena a este sentimiento.

Presos políticos, reos mediáticos, una dirigente de los pueblos originarios encarcelada sin juicio, un ex ministro que pasa dos años con prisión preventiva, un presidente latinoamericano pidiendo que se prohíba investigar el accionar policial, un actor juzgado por un grupo de actrices en un teatro y condenado al ostracismo, adolescentes de ambos sexos inducidos al suicidio. Estas historias nos cuenta todos los días la prensa.

Ninguno de los héroes tuertos del progresismo, ni de los ultramontanos defensores de la República señalan todos estos ataques al Estado de derecho. Los que tomaban con rigor insultante las banderas de la democracia cuando ya los militares se habían ido, hoy callan. Son los lentos cobardes de la cultura letrada. Allá ellos. Los tendremos que aguantar cuando la ola pase y, entonces, como hormigas laboriosas, empiecen con las autocríticas chirles.

El Estado de derecho es, entonces, la dialéctica de la identidad que persiste, cuyas instituciones son más previsibles, menos paranoicas, más justas. Sin embargo, ese pacto de convivencia que nos rige en la actualidad, insisto, aparece cuestionado. Se lo cree prescindible, relativizable, incluso anacrónico. Se lo desacredita y ataca. La justicia por mano propia abunda y se propone como la verdadera justicia. El fuego social es un proceso físico-químico que se puede acortar pero, al parecer, no evitar. ¿Hay que dejar que el fuego prenda, crezca y pase? ¿O hay que apagarlo antes de que genere más daños? No tengo respuesta. Pero sí una certeza: los que hoy incendian, mañana, horrorizados, llorarán sobre las cenizas./////