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El pasado martes 13 –la fecha queda sujeta a interpretación del que lee– una chica que se presentó como María José López me llamó y me invitó a charlar con Alan Pauls en el bar Vivaldi de la calle Santiago del Estero, muy cerca de la nueva Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Para ganarse mi confianza, María José me citaba un amigo en común, al que yo tardé en identificar como el dueño de un antro de rock de la calle Moreno en el barrio del Once. Dudé. ¿Tenía que entrevistar a Alan Pauls en público? ¿María José me ofrecía un trabajo tratando de que no me diera cuenta? Faltaban apenas un par de días para el encuentro. La idea general del ciclo, me dijo María José, era poner a dialogar “una personalidad de las letras” con “alguien de sociales”. El ciclo, de hecho, se llamaba “Sociales invita literatura”. Alan Pauls es un eminente novelista, así que por default, yo iba por el lado de sociales. Como me sintió dudar, María José, empezó a hablar más rápido intentando convencerme con nombres propios, enumerando a los prestigiosos invitados de otras charlas. ¿Sabía María José con quién estaba hablando? Mi primera reacción fue negarme. Finalmente, luego de pensarlo –pedí unas horas para responder–, algo me convenció. Mejor dicho alguien. Me convenció Alan Pauls, la idea de charlar con Alan Pauls. Hace unos años, yo lo había entrevistado para un suplemento cultural en el que trabaja. Así, una mañana de agosto del 2006 Pauls me había recibido con muchísima amabilidad en un salón vacío de Palermo. Recordaba esa charla con cariño. Hacía mucho frío, lo cual me pareció un accesorio, una coquetería franciscana. Pauls venía de ganar el Premio Herralde pero la entrevista se centró en La vida descalzo, un breve ensayo de costumbres que había salido en una ya extinta, creo, colección de Editorial Sudamericana. No le confesé que era su lector atento desde hacía por lo menos diez años. Lo confieso ahora. Y agrego que la posibilidad de ampararme en una “charla”, en esa invitación que uniría los universos, al mismo tiempo irreconciliables y solidarios, de las ciencias sociales y la literatura, me daba, si no impunidad, cierta distancia. Por eso acepté. Acepté para poder hablar con Alan Pauls. Para poder, como se dice en el castellano del Rio de la Plata, “tratarlo”.

Como señalé, ya lo había entrevistado e incluso lo había saludado algunas veces en alguna situación social de tantas, pero nunca lo había enfrentado en un diálogo público. ¿Enfrentarlo suena demasiado beligerante? ¿De qué íbamos a hablar? El temario de la conversación se transformó muy rápido en responder una única pregunta egoísta: ¿quién era Alan Pauls para mí? Revisé sus libros. Descubrí, frente a la biblioteca, un factor determinante: mi admiración hacia su obra. ¿De qué tipo era esa admiración? Sentir admiración es una de las pocas cosas que me hacen sentir literariamente expuesto, algo que activa en mí un pudor atávico.

Mientras releía Wasabi, y repasaba su humor seco, y su caracterización del pequeño intelectual argentino en Europa, María José me llamó y me dijo que “Alan” había tenido un contratiempo y que “el encuentro” se posponía para el otro viernes, el viernes 23. Con más tiempo, volví –¿qué mejor verbo que ese?– a El pasado, ese Wasabi expandido, extremado. Se sabe: escribimos sobre el amor o sobre la guerra –en su defecto la política–, y Pauls es muy bueno escribiendo sobre el amor. (La primera vez que leí Wasabi el sushi no era popular, iba a camino a serlo, pero no lo era. La novela formaba parte del plan de estudios de una materia que dictaba Beatriz Sarlo en la UBA a mediados de los años 90. Durante su clase expositiva Sarlo leyó Wasabi con mucho virtuosismo crítico desde Paul Feyerabend y una de sus teorías del tiempo. Mientras la escuchaba, yo pensaba “pero si esto es una historia de amor”. Todavía era joven y veía en el amor como algo alejado, disociado del tiempo.)

También releí partes El factor Borges me resultó un ensayo sólido, inspirado, que presentaba a un Borges admirablemente leído y comprendido. (Lo recomendé muchas veces y no quiero hablar de él, no quiero extenderme sobre El Factor Borges porque como me dijo alguna vez Mauro Libertella posee “una lucidez y una prosa medio cegadoras”. Y cegarme es algo de lo que, borgeanamente, se encargará el tiempo.)

El ensayo “Las banderas del célibe” que prologaba hermosos y sensibles fragmentos de diarios íntimos famosos –el oximorón es parte de la cuestión– me volvió a emocionar por su calidad para llevar al lector a pensar el corazón de esas escrituras dobles y llenas de pliegues, difíciles de asir. Y acá viene mi primer aporte crítico real: Hay algo pausado y seguro en la forma de escribir de Pauls. Algo que no es didáctico, que está lejos de ser didáctico, muy lejos, pero que se vuelve pedagógico, instructivo. Funciona como ese amigo que nos corta un problema con una historia que no viene a cuento de nada, y es una historia que se estira, una historia elaborada y precisa, lejana, sosegado o violenta. Nos lleva un tiempo comprender de qué nos está hablado y finalmente interpretamos y entendemos, nos está hablando con un rodeo que es necesario, que es útil, que mitiga nuestras vanas exigencias de inmediatez. Thomas Bernhard, a quién Pauls conoce bien, decía que cuando alguien le pedía un consejo, él le narraba una historia. El control de mi perenne ansiedad –mi analista lo sabe– le debe mucho a la prosa de Pauls, a esa sana pausa inicial que se siente cuando él escribe y nosotros leemos.

Así las cosas, podría contar una anécdota o realizar un señalamiento crítico positivo por cada uno de sus libros. (Salvo sobre los que escribió con Puig y Lino Palacios como objeto de estudio, que nunca encontré y nunca leí. La anécdota sería esa, la búsqueda infructuosa de esos libros.)

Ahora bien, más allá de sus libros, comprendo, hay otras cosas que hacen al Pauls autor. La lista es por fuerza incompleta. Debería empezar con La era del ñandú, un película de una ironía sensual que Pauls guionó y que vi por lo menos tres veces a lo largo de mi vida, siempre con sosegada sorpresa. (Mencionar la droga fantástica Bio-K-2 ya me saca una sonrisa.)

También me sedujo habilidad para leer y reubicar a Houellebecq, cuando el novelista francés estuvo en Buenos Aires. Pero lo más significativo de este anecdotario variopinto fue una frase que Pauls dijo una vez, al pasar: “Yo fui el lector de mi generación”. Cito de memoria pero esa era la idea. Quizás no hablara de “generación”, pero sí decía “lector” y dejaba en claro que había leído a todos los que habían empezado a publicar con él, a todos sus compañeros de la revista Babel. ¿Es lícito preguntarse cuánto habría ganado esa generación si Pauls hubiera decidido ser el crítico, en vez de ser un novelista laborioso y aventajado? La frase se transformó en una guía para mi actividad como lector. Mientras todos escriben, escribir, pero también ser el lector de todos.

En mi relación con Pauls, en mi admiración, acompañando toda esta celebración afirmativa, hay momentos, ¿cómo evitarlos?, de extravío. No desánimo, para nada. No antipatía. Al contrario. Hay eso sí una luz, una rebarba, un gap, que hace que Pauls y yo seamos diferentes, muy diferentes, incluso irreconciliables.

La bicicleta de Alan es uno de esos puntos. “Por primera vez me echan de un lugar” empezaba el muy comentado artículo “La ley del mercado”. Lo escribió para Radar y ahí contaba que no pudo comprar una bici por Mercado libre y lo echaron del sitio por ofertar y no adquirir, por comprar y no pagar. Qué admirable comienzo. “Por primera vez me echan de un lugar.” Lo digo sin ironía. Siempre hay algo hermoso y trágico, un vértigo, en ser objeto de una acción que se realiza por primera vez. En este caso encima una acción violenta, de reducción, de privación, de exclusión. La marca identitaria se proyecta, despiadada. Confieso que tanto el artículo como la frase me retrotraen, me impulsan por contraste, a recordar cuando me echaron de la cátedra en la que trabajaba en el universidad de Buenos Aires, cuando me echaron de un empresa de software RP en la que trabajé dos años a principios del siglo XXI, cuando me echaron del diario Perfil en el 2007, cuando me echaron de la revista El Guardián hace unos años, cuando me echaron de La Crujía ediciones hace muy poco, cuando me echaron sin siquiera emplearme de la editorial Planeta, cuando me echaron incontables veces de incontables bares… (No fueron tantos, apenas tres, los tres entre los diecisiete y los veinte años, y el último fue una fiesta de quince.) Quiero decir, dejar bien en claro, que toda esta violencia laboral, que no es excepción en una ciudad mercantil como Buenos Aires, se debió a malentendidos, a desacuerdos evitables, como le sucedió a Alan con su bicicleta, y no a que yo me entregara sin más a la pereza o que me comportara de forma poco proba. He sido y lo soy y lo seré un trabajador incansable y honesto y eso me llena de orgullo. Pero a instancias prácticas, digamos la verdad, a mí me echaron siempre de todos lados. Salvo, curiosamente o no tanto, de Mercado Libre, donde compro y vendo, y no tengo un solo negativo. A diferencia de otras instituciones, la web siempre fue generosa con Juan Terranova.

Y qué decir de su belleza. La palabra “belleza” parece no encajar del todo en la idea de lo masculino heterosexual. Pero Alan Pauls es un hombre bello. No solo atractivo. Incluso puede no ser atractivo, ya que la atracción depende de los gustos del consumidor. Atractivo no, bueno, pero más difícil es negar las líneas que componen su mandíbula, sus labios finos y alargados, su frente abierta, y sobre todo sus ojos pequeños en marcados por esas arrugas que el tiempo ha perfeccionado como le sucede, por poner un ejemplo lejano –ustedes me disculparán, no encuentro otro, la belleza masculina no es mi fuerte– como le sucede, digo, a Clint Eastwood. El tiempo también trabajó para exaltar la capilaridad de Pauls y su barba y su cabellos que encanecieron no reflejan cansancio sino vitalidad y experiencia.

Hay una armonía ahí, entonces, hay en ese rostro una mirada franca, que genera confianza, que seduce. ¿Es posible disociarla de su obra, de su voz, de su estilo? Posiblemente se vea este breve análisis como una frivolidad imperdonable, que nada tiene que ver con el Pauls escritor. ¿Podríamos decir lo mismo de su buena educación, de sus modales amenos, de su forma de ser sin excesos conocidos? Hago una lista. El egocentrismo, las orejas escolares y la bemba de Sarmiento, el muy sacudido Edipo distorsionado de Borges, sus rasgos de tortuga y sus ojos opacos, la cabeza cuadrada de Arlt, la fortachona voracidad sexual de David Viñas, el maquillaje snob de Victoria Ocampo, la actitud mega-fóbico-narcista de César Aira, la miopía y los lentes de Walsh, la redondez turca de Saer, la delicada mirada de Puig, la afectación y el bigote de Caparrós, la calva fría y los ojos hundidos de Sergio Chejfec, el bigote y las canas de Jorge Asís, la larga barba de Eduardo Rinesi, el gesto enclenque de Martín Kohan, el cabello lacio apenas dominado de Horacio González, los ojos vidriosos y la sonrisa ladeada de Fogwill. Podría seguir pero prefiero citar a Sergio Pángaro que alguna vez cantó “Todo lo que leíste. Todas las películas que viste. Todo fue directo a tu cara. ”.

Tengo, lo confieso, una debilidad lombrosiana. Soy lector del médico italiano y me parecería mal ocultarlo. Pero si me permito hablar de la belleza masculina, de las fachas y la imagen que proyectan estos autores, no lo hago habilitado por el criminólogo veronés, lo hago porque Pauls tocó esa sensibilidad en un texto suyo, una especie de principio de novela que fue publicado en una antología no del todo feliz que promocionaba el género de la crónica. Ahí Pauls hablaba de un grupo de hombres que se juntaban a compartir sus momentos melancólicos sin la prohibitiva coerción de lo social. También lo hago amparado en el principio de El Factor Borges, ese libro sobre el que no quiero hablar, pero del que termino hablando siempre. Ahí Pauls dice buscar tras la marca distintiva de Borges “no solo en las letras de los textos de Borges, donde aconsejan exhumarlas las lecturas “serias”, sino también en su voz, su cuerpo y sus maneras, y en esa especie de dimensión paralela, a la vez íntima y exhibicionista, privada y teatral”.

Dicho esto, finalmente, ¿qué es nuestra cara sino el principio de nuestra biografía? Uno de los instrumentos comunicacionales más exitosos y masivos de la historia de la humanidad la conjuga con otro invento excepcional para comunicar. Si la televisión podía ser sospechada de enemiga del Logos, nuestro querido, perverso, omnipresente y adictivo Facebook combina la “cara” con el “libro” y despeja así muchas dudas, convocando muchísimas otras.

Cesare Lombroso, Facebook y Alan Pauls, entonces. ¿Qué señala esta serie? A mí mismo. Me señala a mí. Si me permiten la osadía, me encuentro en los libros de Pauls –en esos amantes ridículos, en esos pequeños intelectuales, a veces atolondrados, a veces sagaces, siempre sentimentales– y de la misma manera, por contraste, me leo en sus facciones. En ambos casos, se trata de un juego de marcas y diferencias. Cuento una anécdota y termino.

Lo entrevistaba a Pauls esa mañana fría de hace ya ocho años y él me habló de un ensayo que había leído o releído hace poco. El ensayo venía de ser publicado por Tusquets y se llamaba Contra Saint-Beaveu. Su autor era Marcel Proust. Ligado a ese tipo de género, dijo Alan, le interesaba que se leyera La vida descalzo. El ensayo confesional, donde converge lo privado, el amor, los recuerdos y las pasiones perdidas. (Yo agregaría el estilo.) Charles Augustin Sainte-Beuve fue, en muchos sentidos un crítico malo. Por eso Proust no lo quiere y está en su contra. Sainte-Beuve fue malo de mala leche, malo de mal lector, malo de corrupto, malo de patotero, malo de gordinflón tira pedos, malo de nepotismo, malo de voracidad, malo de haber fracasado como novelista y malo de diálogo con la maldad. El santo patrono, entonces, de los críticos literarios. A mí Proust, o mejor dicho la lectura porteña de Proust, nunca me dijo nada. Así que dejé el salón vacío donde me recibió Pauls con una ligera revelación. Yo no podía ser él. No podía ser Alan Pauls. Y no podía ser Proust. Pero podía jugar a ser Sainte-Beuve. Podía ser el crítico, el lector que escribe sus lecturas, el que mira, el que envidia, el que no calla. La revelación se fue complejizando con el tiempo. Cierro esta ya demasiado larga introducción presentando una breve lista de preguntas para que elijamos alguna. ¿Qué libro estás leyendo? ¿Qué estás escribiendo? ¿A quién votaste y a quién vas a votar? (A partir de esa tres preguntas hablamos de Chile, de la izquierda y la derecha, del premio Herralde, de psicoanálisis, de la traducción como adicción, del troskismo, de Fogwill, de David Foster Wallace, de la masturbación y la polémica. Grabé la charla y ahora la escucho y la voz de Pauls suena nítida y precisa. Y desde el pasado inmediato, que empieza a perderse en la bruma de la historia, siento que me acompaña.) ///PACO