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Por Nicolás Mavrakis

Sir Salman Rushdie es uno de esos escritores que gozan el curioso privilegio de no necesitar de la lectura de sus libros para ser conocidos en todo el mundo. Asunto que incluye tanto a quienes lo defienden con amor como a quienes lo desprecian con odio. Nacido en la India durante la ocupación británica en 1947, emigrado a Inglaterra desde la adolescencia y protagonista de un intenso debate sobre las fronteras de la libertad de expresión, las tensiones ideológicas veladas por la religión y la importancia de construir una voz intelectual independiente de los poderes que pretenden dominarla, Rushdie ha sido también un autor profuso y conflictivo. Un perseguido que aprendió a vivir a escondidas, un marido de relaciones turbulentas y un hombre que supo coquetear con la fama, la vanidad, el espectáculo y la política de su tiempo.

Joseph Anton (Mondadori, 2012) su autobiografía, es la historia en tercera persona de esa existencia marcada por la literatura y el peligro casi con igual intensidad. Signada por la condena a muerte en su contra dictaminada por el entonces Ruholla Joemini, ayatola y líder político de Irán, de un día para el otro Rushdie fue convertido en un «blasfemo» por el contenido de su novela Los Versos Satánicos. Aquel edicto religioso de 1989 —o fatwa— contra su vida y su obra, que lo llevaría a cambiar su identidad durante casi una década por el acrónimo Joseph (por Conrad) Anton (por Chéjov), lo sorprendió a través del llamado telefónico de un periodista en Londres. «Supongo que la semana que viene estaremos aquí por tí», es una de las primeras muestras de apoyo que con flemático humor inglés recuerda Rushdie de boca del novelista norteamericano Paul Theroux, durante el funeral de un amigo en común. Con una recompensa de tres millones de dólares ofertada por Jomeini a cambio de la cabeza del autor de Hijos de la medianoche y El último suspiro del moro, la bocanada de humor negro duraría poco ante una nueva vida en las sombras.

Mudanzas secretas, guardaespaldas, viajes relámpago para luchar por su propia causa, fuertes discusiones con el gobierno británico para conciliar una defensa —aunque varios funcionarios de Margaret Thatcher no dudaron en sugerirle que merecía las consecuencias de sus desafíos al credo islámico— y el divorcio de una mujer cuyas ansias de vuelo literario la llevaron casi hasta las puertas de la locura, hicieron de la vida de Rushdie un rompecabezas de anécdotas que incluye a figuras tan diversas como el cantante Bono, Jorge Luis Borges, Martin Amis, Cat Stevens, el comediante Jerry Seinfeld y las actrices Meg Ryan y Scarlett Johansson.

Aunque por un momento Rushdie creyó que una peluca y un bigote falso lo ayudarían a pasar desapercibido en un mundo donde su cabeza tenía precio, pronto la mera información sobre su paradero pasaría a convertirse en la diferencia potencial entre la vida y la muerte. «Harold Pinter y Antonia Fraser, así como muchos otros amigos, le abrieron las puertas», recuerda. «El código de silencio de sus amigos fue inquebrantable. Ni uno solo de ellos dejó escapar nunca sin querer el menor detalle de sus movimientos, ni una sola vez. Sin ellos, no habría sobrevivido ni seis meses. Después de muchos recelos iniciales, la División Especial acabó confiando también en sus amigos, dándose cuenta de que eran personas serias que entendían la necesidad de la situación».

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Pero no todas las figuras de la cultura británica fueron solidarias con el hombre que recibía amenazas telefónicas contra su vida y advertencias sobre inminentes bombas colocadas contra los miembros de su familia. «El antiguo cantante pop Cat Stevens, recientemente reencarnado como el renacido líder musulmán Yusuf Islam, salió por televisión deseando su muerte y declarando que estaba dispuesto a avisar a los escuadrones de sicarios si llegaba a descubrir el paradero del blasfemo», rememora Rushdie.

Aquel cruce sería uno de los más representativos del extraño lugar entre el derecho a la libertad personal y las exigencias de obediencia religiosa que ocuparía el escritor en la conciencia de millones de creyentes mientras Los Versos Satánicos se prohibían en cada vez más países musulmanes. Otros colegas, sin embargo, resultarían más empáticos.

El escritor inglés de ascendencia pakistaní Hanif Kureishi llegó a tratar con algunas de las presencias más concretas de la violencia alrededor de Rushdie durante su etapa de clandestino e incluso con algunos deslices de sus guardaespaldas. «Como la vez que en la casa de Kureishi, al final de la velada, cuando estaban a punto de llevárselo, su amigio salió corriendo a la calle, muy ufano, agitando una enorme pistola en su funda de piel por encima de la cabeza: Eh —gritó Hanif, encantado—. Un momento. Se olvidan la pipa». Más tensa fue siempre su relación con el novelista Martin Amis, con el que una amistad literaria se entremezcló con lo personal a través de una mujer, Isabel Fonseca. «Conoció a Isabel Fonseca en el congreso del PEN Club de Nueva York de 1986. Era inteligente y hermosa, y se hicieron amigos. Cuando ella se instaló en Londres, empezaron a verse de vez en cuando, aunque nunca existió el mejor asomo de relación amorosa». Durante una de esas veladas, el domicilio de Rushdie quedó comprometido y sus protectores le informaron que no podría regresar a casa. Quien sería años más tarde la esposa de Martin Amis, entonces, se ofreció  a cobijarlo durante una noche. «Parecía una comedia sexual de humor negro: dos amigos obligados por las circunstancias a acostarse juntos y fingir que eso era de lo más normal. En una película habrían dejado de fingir en algún punto y hecho el amor, y a la mañana siguiente vendría la comedia del bochorno, y quizá, después de mucha confusión, el amor».

El eco de aquellos confusos episodios sobrevolaría la relación con Amis durante años. «Su esposa y él cenaron con Hitchens, Carol, Martin e Isabel después de la fiesta del London Review of Books, y Martin esa noche estaba de lo más taxativo. Todos habían bebido demasiado vino y whisky, y él entabló una vehemente discusión con su amigo. Cuando subió el tono de voz, Isabel trató de intervenir, y él se volvió hacia ella y le dijo: Bah, Isabel, no jodas. No era su intención decirlo, pero se le escapó a causa de la bebida. Martin se crispó de inmediato: No puedes hablarle así a mi novia, discúlpate, dijo Amis. La conozco desde hace el doble de años que tú, y ella ni siquiera se ha ofendido», fue la dura respuesta de Rushdie. «¿Salimos a la calle?», fue la última pregunta antes de llegar a los puños. Pero el incidente no llegó a más.

Joseph Anton es también un anecdotario de la vida antes y más allá de la fatwa. Un viaje de Jorge Luis Borges a Londres en los años setenta, en ese sentido, se convierte en la rememoración del gran escritor argentino junto a María Kodama cuando Rushdie visitó el país en 1993 junto a su esposa Elizabeth. «Podía haberse pasado el día entero con aquellos venerables libros, pero solo tenía una hora. Cuando se iban, María entregó a su esposa un precioso obsequio, una rosa del desierto de piedra, uno de los primeros regalos que Borges le había hecho, dijo, y espero que sean tan felices como lo fuimos nosotros».

La fama como escritor perseguido también favoreció su presencia en ámbitos donde incrementar la resonancia de un reclamo por la libertad de expresión. Fue así que el cantante Bono, de U2, musicalizó uno de sus poemas y llegó a pedirle ayuda en varias oportunidades para mejorar sus propias aptitudes para la escritura. El resultado de esa amistad fue el tema The ground beneath her feet, que incluyó una participación de Rushdie en el video musical. Una participación idéntica ocurriría años más tarde en el video musical de Scarlett Johansson interpretando Anywhere I lay my head, de Tom Waits.

El ascenso a ícono literario ayudó a que Rushdie conociera a cada vez más celebridades y perfeccionara su capacidad para lograr trascendencia en su lucha contra la fatwa. Cenas y cócteles con Martin Scorsese, David Bowie, Harrison Ford y Jerry Seinfeld se volvieron comunes. «Señor Rushdie, ¿llegó usted a ver el episodio del programa que le dedicamos donde Kramer afirma haber visto a Salman Rushdie?», le preguntó el famoso comediante.

Invitado a participar de películas como El diario de Bridget Jones, con Renée Zellweger, y Cuando ella me encontró, con Helen Hunt, Rushdie tuvo incluso una cita con la estrella de comedias románticas Meg Ryan. Aunque «a él le cayó bien», cuenta el múltiple ganador del Premio Booker, todo se terminó cuando Rushdie le expresó «su escepticismo respecto a la industria de los gurúes» que afloraba en la India de los años noventa y que entusiasmaba a la protagonista de Cuando Harry conoció a Sally. Así, los devaneos sensuales de Joseph Anton incluyen hasta la curiosa jactancia de una cena en Washington con los periodistas ingleses Andrew y Leslie Cockburn y su hija, por entonces de nueve años, Olivia, quien le explicó «con gran precisión por qué le gustaba Harún y el Mar de las Historias«, dice Rushdie, antes de aclarar que esa niña se convertiría en la actriz Olivia Wilde, protagonista de la serie House y, en la actualidad, una de las mujeres más bellas de Hollywood.

¿Qué queda finalmente de esa bitácora de viajes a través de bibliotecas, persecuciones y celebridades que Salman Rushdie vivió a través de sus años como Joseph Anton? Un retrato personal vanidoso por momentos y heroico por otros. Un mapa de malentendidos culturales y religiosos cuya incandescencia puede sentirse aún hoy. Sin dudas, una pregunta acerca de la vigencia de debates alrededor de los deberes del intelectual, la relevancia social de la literatura y de las fuerzas terrenales con las que, a veces, se encuentra obligada a disputar sus motivos entre la vida y la muerte, sin dejar nunca de escribir. «El arte de escribir —dijo Hemingway— es el arte de acomodar los fondillos del pantalón en el asiento de la silla», escribe Rushdie. «Siéntate, se ordenaba. No te levantes. Y muy poco a poco regresó su antiguo poder. El mundo se alejó. El tiempo se detuvo. Cayó felizmente hacia ese lugar profundo donde los libros no escritos esperaban ser descubiertos, como amantes exigiendo una prueba de devoción absoluta antes de aparecer. Volvía a ser un escritor».

Los Versos Satánicos
Publicada en 1988, Los Versos Satánicos cuenta una versión, considerada por muchos islamistas apócrifa, de las pesadillas del profeta Mahoma bajo las influencias del demonio y los presuntos versos perdidos del Corán donde esa influencia maligna quedaron registrados. Prohibida en países como Irán, India, Sudáfrica, Pakistán, Arabia Saudita y muchos otros países africanos y asiáticos bajo órbita islámica, recién en 1998 el gobierno de Irán se comprometió a dejar sin efecto la condena a muerte dictaminada contra Rushdie por el ayatola Jomeini en 1989.

Los 37 civiles muertos durante protestas contra el libro en Turquía, un traductor japonés asesinado en Tokio, un traductor al italiano acuchillado en Milán y un editor noruego tiroteado en Oslo han sido algunas de las consecuencias de su publicación. Por su lado, el autor jamás recibió ninguna agresión directa. Aunque Rushdie vive desde hace más de una década sin protección oficial, el año pasado debió cancelar una visita a la India luego de que se le advirtiera un nuevo plan para asesinarlo durante una charla en la feria del libro local en Bombay.

Amistades literarias
Novelistas y ensayistas de enorme relevancia como Martin Amis, Ian McEwan, Hanif Kureishi y Christopher Hitchens, entre muchos otros, han sido algunas de las largas amistades literarias de Salman Rushdie a lo largo de los años en su propio país y algunos de quienes lo ayudaron a sobrellevar la carga de los años de ostracismo personal durante la fatwa.

De hecho, fueron las persistentes gestiones de Hitchens como corresponsal británico en Washington, durante los años de la presidencia de Bill Clinton, las que aportaron a un pronunciamiento en conjunto entre la Casa Blanca y el gobierno inglés para defender una causa a favor de la libertad de expresión, con indudables ecos políticos y culturales en el tablero de la geopolítica del último siglo.

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Sin embargo, mientras que autores de renombre internacional como J. M. Coetzee, Susan Sontag, John Irving, Norman Mailer y Paul Auster apoyaron su lucha contra la fatwa en diversos foros internacionales, otros como Roald Dahl —»un gigante enorme y desagradable», lo describe Rushdie— y John Berger no dudaron en manifestar su precaución ante lo que interpretaron como intentos peligrosos (y fallidos) por parte de Rushdie de ganar notoriedad y presencia en un universo literario signado por los mismos vicios de la fama en otros rubros.

Mujeres y esposas
Casado cuatro veces y padre de dos hijos, las mujeres y los matrimonios turbulentos han tenido una presencia importante en la vida de Rushdie. Su última esposa fue la actriz india —y modelo de Playboy— Padma Lakshmi, de la que se divorció en 2007. Dado a los amoríos y consciente de los riegos de sus abiertas infidelidades, su primera esposa fue Clarissa Luard, de la que se separó unos años antes de la publicación de Los Versos Satánicos. Fue la escritora norteamericana Marianne Wiggins la esposa con la que, en cambio, atravesó la peor época de la fawta y con la que conoció intensas idas, vueltas y desavenencias, incluida la sospecha de que Marianne, celosa de su éxito como novelista, se dedicaba a robar y vender de manera clandestina sus papeles. Elizabeth West fue su tercera esposa y madre de su segundo hijo.

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Vinculado a través de algunas especulaciones mediáticas con otra joven modelo y actriz india, Riya Sen, de 31 años, Rushdie vive en Nueva York desde 2000. «Durante 65 años tuve me enamoré de cuatro mujeres, una de las cuales fue un cierto error. Pero haber tenido tres relaciones duraderas no estuvo tan mal. Creo que es estúpido decir que no me casaré otra vez», declaró en una entrevista.