Sería infructuoso parar la pelota y citar: “La literatura argentina comienza como una violación”. Y es que no se trata de un debate literario el que se armó cuando hace unos días la vicepresidenta Victoria Villarruel twitteó contra la colección “Identidades bonaerenses”, el numeroso conjunto de libros que llegó a las bibliotecas de las escuelas de la provincia, en este caso a las de secundaria (tanto en los ciclos básico y orientado como para adultos), y a los institutos de formación docente, junto con algunas instituciones mediadoras de la cultura (centros de investigación docente, bibliotecas populares). Se trata, antes bien, de un debate pedagógico. Otra vez: ¿qué puede hacer la escuela? Con una cita de Cometierra de Dolores Reyes, la vicepresidenta participó además de una actividad que está de moda, pegarle a Axel Kicillof, tejiendo sobre la cabeza del gobernador el bonete progre con el que libertarios, morenistas y cristinistas disfrutan burlándolo en su bullying disponible.
Probablemente Villarruel no haya ni chusmeado el rico catálogo de esta colección (https://storage.dtelab.com.ar/uploads/2024/05/coleccion-identidades-bonaerenses-superior-continuemos-estudiando.pdf). Tampoco la imaginamos subrayando la China Iron, quizás prejuiciosamente. Es factible, en cambio, que la vicepresidenta, política hábil y seductora, haya encontrado el recorte en algún scrolleo por redes, o quizás un conocido se lo hizo llegar así como lo expone, con el fondito azul de la placa y las comillas que se abren pero no se cierran –las citas encadenadas en la sintaxis cínica, en fin, de las redes sociales-, con un hashtag lo suficientemente vacuo, y haya convertido en pequeño escándalo educativo el furor que siente (que sabemos que siente) cuando su indignación personal pasa a ser la de la multitud mediatizada y da guion a los querellantes de siempre. Ésos son los que molestan más, los que meten leña en una mala nota en Infobae o lanzan el twitt a la recolección de algún compartir que ayude a pegarla. Disponibilidades intelectuales para la pavada nunca faltan: mediocridades, oportunismos, buchoneos, canchereos.
Todo podría resultar indignante, otra vez, aunque desde otro lado (“¡Nos censuran!”). Pero más pegajoso es lo que el episodio tiene de hiriente. Nuevamente un tópico interesantísimo para el debate nacional – ¿qué literatura leen nuestros pibes en las escuelas, o qué tienen disponible y no leen, o que sí leen y que no, o por qué sí y por qué no leen? – se estanca en la llanura que no colabora con las reflexiones serias, de geografías más tupidas, relativas a la formación de nuestros adolescentes, jóvenes y adultos para la trituradora competitiva del mundo contemporáneo. Otra vez, entonces, un manto de duda venenoso sobre la educación: ahí están las pijas, las conchas, las salivas y las sangres de nuestra literatura para escarnecer a la escuela y sus trabajadores en la lectura pornográfica de su natural erotismo –el erotismo escolar, siempre custodiado por las patrullas de izquierda y derecha. Los pornógrafos, aquí, no son otros que estos lectores malintencionados, que parece que llevan siempre en el bolsillo El matadero de Esteban Echeverría con todos sus “vergazos” a cuestas.
La colección Identidades bonaerenses tiene una muy buena curaduría bibliográfica. En su selección participaron escritores, representantes del mundo editorial, especialistas en educación, docentes y formadores de toda la provincia. Son casi 200 libros que llegaron a las bibliotecas escolares y que enriquecen el bagaje cultural de nuestras escuelas. En el proceso de privatización educativa en la Argentina, que lleva más de medio siglo, las escuelas públicas –más abolladas en otros terrenos- conservan un valor histórico y cultural propio de la tradición bibliotecológica argentina, en América Latina sólo comparable con la de México: las bibliotecas escolares públicas poseen ejemplares extraordinarios en todas las áreas de conocimiento, desde los más antiguos hasta los recién salidos. Para el caso particular de la literatura, no debiera llamar la atención de quien participe de la vida escolar encontrarse, aún en escuelas cuya realidad edilicia puede ser muy mala, con libros valiosísimos, como en un recorrido por la historia editorial argentina y latinoamericana. Las colecciones del Centro Editor de América Latina o Eudeba siguen siendo material de consulta permanente. Los años mozos de Losada o Sudamericana y luego Alfaguara o Planeta perviven aún en las estanterías ajadas de la secundaria número tanto de tal distrito. Enciclopedias, libros de historia, libros de anatomía o biología celular con antiguas impresiones en papel de calidad y tapas duras, tomos y tomos impresos a comienzos del siglo pasado conviven con donaciones (típico: abrir una novela de Pablo de Santis en una escuela y que en la primera página diga “Mateo López, 8vo C, 1998”), ejemplares de Planes Nacionales de Lectura de todos los gobiernos, y lo mismo con los provinciales. A ese archivo invaluable se sumaron los libros de Identidades bonaerenses.
La distribución entre las bibliotecas escolares de esta colección fue más que ordenada y su presencia está efectivamente mediada por la presencia de docentes y bibliotecarios, todos con título en mano. Se realizaron conversatorios y jornadas de trabajo con bibliotecarios, en institutos de formación docente y con los propios profesores y profesoras de Literatura y Prácticas del Lenguaje. Su catálogo, además, se presenta en una vía prescriptiva (se indican edades sugeridas de lectura y la necesidad o no de mediación docente) pero también en una vía crítica: se propone un recorrido por las geografías de la provincia de Buenos Aires –las ciudades bonaerenses, el Conurbano y el Gran La Plata, la Costa Atlántica, el Delta y sus zonas rurales- a través de literatura ubicada en tales o cuales coordenadas. El listado de libros es más que pertinente para las escuelas, y en él encontramos desde libros de culto (como los Cuadernos de literatura I, II y III de Mario Ortiz, o, para primer ciclo, La casita azul de Sandra Comino), tanto como clásicos (La traición de Rita Hayworth de Puig, Los que aman, odian de Bioy Casares y Silvina Ocampo, Flores robadas de los jardines de Quilmes de Asís o La balada del Álamo Carolina de Conti) y éxitos editoriales recientes como los mentados casos de Dolores Reyes o Gabriela Cabezón Cámara. En la selección hay novelas, colecciones de cuentos, obras de teatro, libros-álbum, poesía, historietas y ensayos. Y una aclaración: la colección no está dispuesta como parte de la ESI, de la que podremos tener mil otros debates, pero no mezclados con la impertinencia y la ponzoña ideológica autocultivada.
Como toda colección editorial –la sugerencia de un canon, con todo lo que el escolar implica en la estructuración de un imaginario nacional- está sometido a discusión. Cualquiera que sea un lector más o menos recurrente de la Paco sabrá que varios de los títulos en cuestión no son de las preferencias estéticas e incluso éticas o políticas de las afinidades literarias de la revista. Pero esas son querellas críticas que deben enfrentarnos en el campo de otros textos. Acá discutimos sobre sexualizar chicos, circulación de pornografía, degeneración entre adultos y jóvenes. Acá debatimos sobre la educación, las escuelas, los maestros y profesores, y cómo se ven desde el ventanal opaco de la sociedad. Temas graves, por lo pronto. Un llamado a la reflexión pausada y menos bulliciosa, menos empalagada del narcisismo opineitor, favorecerá a que podamos realizar una disquisición más interesante, donde prevalezcan, ordenadas en sus términos, la centralidad de la formación cultural de nuestras juventudes y las derivas estéticas de nuestra literatura.
Es cierto que las polémicas sobre educación o literatura, por caso, no debieran estar circunscriptas a los círculos de especialistas. Como la política, la economía, la justicia o el deporte, mueven pasiones felices y tristes del entramado social y en ese calor se cocinan sus vitalidades. Pero en el caso de los debates educativos hay que ser especialmente cautos por sus efectos indeseados, pues ni Feinman. ni la madre cheta que denunció al ministro Sileoni, ni los psiquiatras que aprovecharon sus segundos de cita en La Nación+, sospechan cómo enardecen la prepotencia de algunos núcleos sensibles de la siemprenombrada crisis educativa: la fractura de la alianza familia-escuela, la estigmatización del trabajo ideológico de la docencia (¡en todos sus colores!), la precarización de su formación intelectual o, peor, como núcleo encarnizado, el denuncialismo facilista que cada vez es menos mediado por las inspecciones escolares que por el pase directo al acto violento. Así nombrada socialmente, la polémica es lesiva para la escuela.
Y es por esto mismo que tampoco hay que sobreactuar indignaciones progresistas. En la docencia misma esta polémica generó pequeños intercambios, donde el reproche al contenido de los libros en discusión no estuvo ausente. Cualquiera que diga espantado “¡fascistas!” tampoco abrirá cauce al diálogo razonable que nos exigen nuestros laberintos educativos, siempre un poco atolondrados entre acusaciones y deditos en alto, mosaicos de lo que somos, de lo que se nos exige y finalmente hacemos. Los libros tienen que estar disponibles, todos, y por eso mismo acá (https://revistapaco.com/nuestras-violencias-o-como-se-puede-ensenar-la-memoria/), en estas mismas columnas, por ejemplo, abrimos el debate, y bastante antes de la llegada de Milei, sobre la necesidad de complejizar ideológicamente las pedagogías sobre la dictadura y su memoria. Conversando sobre estos temas, un excelente bibliotecario escolar, además de intenso historiador (y si les interesa, agrego, votante del Javo), decía: “Acá los pibes tienen que leer de todo, tiene que estar Mi lucha y La Comunidad Organizada”. Acababa de darle a Lais, de 3er año, dos libros para el fin de semana largo: iba a releer Es tan difícil volver a Ítaca de Esteban Valentino y, como pidió “algo de amor turbio”, sumó El túnel de Sábato. Los caprichitos de la cancelación, sustentados en estadios morales, son un veneno que todos estamos siempre al borde de tragar. Paciencia, compañeros. Se nos impone pensar.
Hace unos pocos días también, Hernán Vanoli publicó en su blog un ensayo interesante, intenso, “Literatura y Resurrección” (https://ruinasdelprogresismo.substack.com/p/literatura-y-resurreccion). Allí escribió: “¿La literatura hace mejores ciudadanos? En principio diría que sí. No solo porque sus prácticas implican capacidades expresivas que otras disciplinas no aportan sino porque suma también dos cosas fundamentales: la empatía y la espiritualidad”. Y más adelante: “En Argentina la literatura es un deporte de combate espiritual que nos nutre de nuestra singularidad para permitirnos soñar un país mejor”. Bueno, en ese deporte de combate espiritual estamos y por lo tanto nuestra disposición debe estar en las alturas bajas de estos sentires. Alturas, porque hablamos de temas serios e intensos, que implican nuestra responsabilidad adulta. Bajas, porque en el sentir de la palabra circundante, el resto ocioso de la literatura, lo que provoca en su estallido público, es legítimo y necesario para que, quienes damos a leer literatura a los pibes y las pibas de la escuela, seamos profesionales exigentes en el tratamiento de la temática infinita, el legado textual de la cultura universal, ahí montado, en nuestras bibliotecas. Hay que tener la apertura plena y sincera, sin ceñito levantado de buena moral izquierdista, para explicar a familias y al conjunto de los actores sociales, intersectados como todos por el tránsito escolar, los objetivos explícitos (y sugerir los implícitos) de nuestras secuencias didácticas, de nuestras propuestas curriculares, de nuestras planificaciones pedagógicas. Y saber distinguir: otra cosa es la mala leche, el flat white neo-cons que se vuelca sobre un pupitre de madera, arruinando un poco las hojas en las que trabajábamos. Hay que intentar no confundir los tantos: nuestros ejercicios con el espíritu, en las pequeñas comuniones de las aulas de literatura -donde los cerditos cantan, los lobos se visten de mujer y los reyes se pasean desnudos-, requerirán de nosotros, colegas, una exigencia mayor cuando estos debates incisivos caen sobre la escuela; distinguir entre los que vienen a hacer daño, a plantar dudas o, con un poco de capricho, a militar su pequeña grieta de todos los días, de la preocupación genuina del colega, de la madre, de la abuela a cargo, del pibe que no se copó o le pareció demasiado. En este último debate, en esta querella amorosa porque está plagada de los contactos reales de la escuela, la literatura vive y seguirá viva. Lo saben algunas editoriales que, beneficiadas por la compra necesaria por parte de la provincia, no salieron a pronunciarse, beneficiadas, vale, por el consquilleo social. Sí lo hicieron, con mayor o menos intensidad, las escritoras.
Aprovechemos la polémica, pues, para lo importante. Contemos nuestras listas de lectura, hagámoslas conocer, discutamos qué se da y qué no en las aulas (y si acaso podramos preguntarnos si podremos dar lo que hoy no podemos), mostremos la secuencia espectacular en la que 17 adolescentes se quedaron casi una hora en silencio mientras la profe encaraba Cometierra, o en la sorpresa de los cinco guachos, allá al fondo, que no pueden creer que Edipo se coja a la madre, mate al padre, o las tres pibas al costado, charletas, que murmuran el escándalo gustoso de que Romeo tenga veinte y Julieta trece (¡y todavía no esté embarazada!), o el petiso repetidor aquel, debajo de la capucha en noviembre, que en secreto se mueve anímicamente cuando descubre, entre el pomposo lenguaje popular de la España posmedieval, que Lazarillo es un pibe al que lo violaron toda la vida. Y es que finalmente, frente al aturdido auditorio del scrolleo en el bondi, eso que somos todos, la palabra escolar quizás pueda, en su anacronismo, imponer un tiempo diferente, utópico, para decir lo que nos pasa. Y es que, hermosamente, y esto sí aprendámoslo, un pibe, una piba, quien sea, no importa la edad, cuando se engancha con un libro, cuando se produce el acto de la lectura, colabora en la magia y en el milagro.///PACO