«Ante todo lo que me ha pasado siempre he escrito», dice Sergio del Molino (Madrid, 1979) en Buenos Aires, donde presentó La hora violeta (RHM), un libro sobre la muerte de su hijo Pablo, a quien se le diagnosticó leucemia cuando apenas tenía diez meses y falleció poco antes de cumplir dos años. El título surgió de unos versos de T. S. Eliot: «En la hora violeta, cuando los ojos y las espaldas se levantan del escritorio, cuando el motor humano espera como un taxi parado en marcha». La hora violeta retrata así una historia de angustia que no le impide tematizar los modos en que la experiencia puede codificarse y representarse como narración. «Recuerdo este año de mi vida con la esperanza de fijar su relato y no convertirlo nunca en un lugar común», escribe del Molino. ¿Y cómo lo hace? Evitando al lector excesos de condescendencia personal y estética para preguntarse, a cada paso, cómo narrar lo traumático sin perder la brújula de la indulgencia ante lo sensible ni la brújula del lenguaje ante el cliché.
En La hora violeta se menciona el hecho de estar «obligado a ser un padre trágico», ¿de qué manera lo autobiográfico puede representarse para conseguir su propia relevancia literaria?
La trascendencia literaria se consigue desde una honestidad en la aproximación autobiográfica. Para mí la narrativa y la autobiografía no están reñidas con la trascendencia narrativa. De hecho, soy de los que piensan que en el fondo toda narrativa literaria tiene un fondo autobiográfico. Si hubiera intentado hacer otra cosa, en aras de intentar ser más condescendiente con el lector en el sentido de ficcionalizar el relato o construir una novela más tradicional, eso habría trivializado la experiencia. Yo quería transmitir el dolor de un padre trágico y eso estaba reñido de cualquier artificio literario. Por eso el libro es tan desnudo y se arriesga a ser considerado intrascendente la experiencia individual sin carácter universal. Pero creo que eso depende del oficio literario y de que estoy convencido de que no hay nada que interese más a un ser humano que otro ser humano. Y si ese ser humano es capaz de literaturizar su experiencia, siempre habrá alguien interesado del otro lado.
Lo que aquí se entiende como crónica narrativa yo lo englobo como una forma de novela.
Llamás a tu libro una novela.
Lo considero una novela aunque es difícil de clasificar. En mi opinión, la ficción no es un componente fundamental de la novela. La novela es un género proteico capaz de fagocitar todo tipo de géneros narrativos y todo lo que tiene forma narrativo al final puede ser una novela. Entiendo que otros lectores puedan tener prejuicios a la hora de catalogarlo como tal, pero yo una visión muy abierta sobre la novela como lector y la sostengo como escritor.
En Buenos Aires llamarían a eso una crónica. En el sentido en que para casi todos los cronistas argentinos la narración de una experiencia autobiográfica se cataloga como crónica.
Eso es verdad. Me interesa mucho porque es algo muy propio de Latinoamérica y me ha aproximado mucho al género a partir de este libro a muchos autores como Leila Guerriero y he descubierto a muchos más. Es interesante que la crónica —y con maestros argentinos como Martín Caparrós, que no los hay en España— tenga también un componente de cierto complejo de inferioridad narrativa en el que tienen que escudarse en el género crónica para distanciarse de lo que es novela cuando, en el fondo, esas crónicas están construidas como novelas. Que los hechos que cuentan sean verificables y que tengan una naturaleza periodística no les quita que el componente narrativo sea mucho más importante y que al final se lean como novelas.
O tal vez que no se lean como periodismo.
Son género híbridos y a mí me interesan mucho esos terrenos. Es donde se mueve la crónica y no me molesta que se clasifique el libro en ningún sitio. Para mí, lo que aquí se entiende como crónica narrativa yo lo englobo como una forma de novela.
Hay una pregunta sobre el opuesto a lo trágico, al mencionar que antes de la experiencia particular de la muerte de tu hijo Pablo habías deseado ser un escritor de frivolidades.
Para mí lo opuesto a lo trágico no es lo cómico sino lo frívolo. La frivolidad me interesa como lector y antes me interesaba como escritor. Y lo frívolo puede tener una hondura literaria aunque parezca que no la tenga. No creo que haya temas en sí trágicos o frívolos: de lo que se trata es del enfoque. Una frivolidad bien construida narrativamente puede dar un libro que conecte muy bien con el lector. Muy poca gente ha vivido lo que viví yo, pero sí pueden ponerse en la piel de muchos padres y sentir el amor de un hijo. Es una experiencia tan universal como la de amar desesperadamente a alguien. Aunque hubiera un acercamiento frívolo, al acercarse a los grandes temas y a las grandes emociones, se produce el juego literario y la fricción que me interesa como lector y escritor. Lo frívolo ya no me interesa porque este libro me transformó como escritor y como persona y ya no me siento capaz de hacer una literatura frívola que suene honesta. Pensaría que estoy fingiendo ser un escritor y una persona que no soy. Ahora me preocupan problemas solemnes, llamémoslos así, que antes no me preocupaban. La muerte y la enfermedad van a seguir en mi literatura y siguen en torno a mi vida. Son temas que pueden frivolizarse, también, pero yo no aspiro a ello. Por eso los escritores formalistas, los que juegan con el lenguaje, ahora, ya no me transmiten nada. Lo que yo busco en la literatura es una voz con una presencia casi cárnica y que permita reconocer al ser humano que está ahí. No me importa que la literatura sea experimental formalmente, siempre y cuando ese formalismo permita reconocer a la persona detrás.
En el libro se menciona a Susan Sontag y su trabajo sobre la enfermedad y las metáforas con las que se representa lo enfermo en sí mismo como tema. Sin embargo, ¿cómo se puede pensar la escritura y la representación sin el concepto literario clave de la metáfora?
La metáfora es la clave de toda narrativa y metáfora. Pero hay un uso perverso de las metáforas que descubrió Susan Sontag. El escritor honesto busca la metáfora para acercarse hacia lo que no puede ser dicho por el motivo que fuere. Pero cuando eso deviene lugar común y se transforma en algo de uso social, la metáfora se pervierte y sirve para enmascarar en lugar de profundizar. Hasta hace muy poquito la palabra «cáncer» estaba proscrita absolutamente de los medios de comunicación y el discurso público. Las metáforas se usan en el discurso público para no decir, mientras que en la literatura se usan para decir. Mi lucha ambivalente en el libro es la de nombrar tajantemente. Cualquier otra cosa me parecía una concesión al ocultamiento.
También hay una preocupación constante por no representar ni ser un cliché. ¿Hay una relación entre esas metáforas y el problema del cliché?
Viene a ser la misma lucha literaria. El cliché es muy peligroso porque frivoliza y relativiza la experiencia del dolor. Para mí era muy importante no caer en el cliché. Más al escribirlo que al vivirlo, uno se nota terriblemente viviendo algo que ya se ha vivido como en un guión que ya se conoce. Y cada vez que sentía eso me rebelaba y tomaba distancia, a veces simplemente haciéndolo notar. En todo el libro hay una preocupación constante por el discurso y la enunciación y la relación entre cómo percibimos nuestra propia experiencia y cómo la contamos. Eso es muy sutil y a muchos lectores les puede pasar por alto y es parte fundamental de la tensión dialéctica de todo el libro y algo que me preocupaba mucho en su escritura.
Para mí era muy importante no caer en el cliché. Más al escribirlo que al vivirlo, uno se nota terriblemente viviendo algo que ya se ha vivido como en un guión que ya se conoce.
Hay otra palabra importante cuando surge lo literario: imaginación. Es el elemento que podría incluso diferenciar lo literario de lo periodístico. ¿Hay espacio para la imaginación en el relato de tu experiencia?
Absolutamente, siempre hay espacio. Creo que las fronteras no están nada claras. Si alguna virtud tienen libros como el mío, más allá de las que puedan emocionar al lector, es que revientan las barreras diáfanas entre realidad e imaginación. Claro que desde que el momento en que se toma una experiencia y decides contarla ya estás imaginando y construyendo un relato. Uno selecciona y por momento hay pasajes oníricos con un juego donde por momentos lo onírico se mezcla y escapo a la crónica y aparece la imaginación. Ahí entra la imaginación y me muevo en un terreno híbrido y fronterizo.
Pensando en libros como Patrimonio, de Philip Roth, ¿te parece posible que así como un padre que muere deja un legado para su hijo, un hijo que muere puede dejar algún legado para su padre?
No debiera haber un legado de los hijos a los padres. Al final del libro yo dedico este libro a mi otro hijo Daniel y le regalo los cimientos de su historia. Pero no es un legado que me haya dejado mi hijo Pablo para él, sino que yo he construido esa historia para que Daniel construya la suya. La muerte de un hijo solo deja ausencia, extrañeza e incomprensión absoluta. No hay nada a lo que agarrarse.
En La hora violeta mencionás tu experiencia al entrevistar a padres de hijos muertos, cuando trabajabas como periodista antes del nacimiento de Pablo. Ahí mencionás la idea de que se puede «racionalizar el dolor», enfrentada a la otra idea, la idea de que no hay razón posible porque tras la muerte de un hijo solo existe un «laberinto del dolor».
Ya no hago entrevistas pero hoy no volvería a hacerlo. No me acercaría otra vez a padres dolientes a sonsacarles la historia si ellos previamente no la han contado. Sentiría que me estoy apropiando de esa historia. Lo que en su momento hice fue construirles un relato que esos padres no estaban en condiciones de construir. Cada uno tiene que construir su propio relato del dolor. Tengo un problema con eso porque creo que hay una apropiación indebida de la historia con la que ahora no me siento cómodo.
¿Es malo que el periodismo dé la voz a quienes no pueden construir su propio relato alrededor de ese tipo de experiencias?
No me parece mal, pero no lo haría yo. El periodismo tiene una limitación ontológica y trabaja con mucha más facilidad con el cliché que con la literatura. Por eso embarco a la crónica narrativa mucho más en el terreno literario que el periodístico. Porque no juega con el cliché e intenta romper los tópicos y los discursos ya socialmente construidos, pero el periodismo convencional lo que hace es generalmente reafirmar lo que el lector cree saber sobre algo. De esa manera se crean arquetipos sobre el dolor que relativizan el dolor y yo no me siento cómodo haciéndolo.
Y aún así el libro intercala un artículo periodístico escrito por Cristina (la madre de Pablo) donde cuenta con su voz su propia experiencia.
Efectivamente, se incorpora la voz de la madre y como ella quiere incorporarla, de manera absolutamente disruptiva en el relato. Me interesaba mucho que estuviera presente porque es un libro que trata exclusivamente sobre mí y mis fantasmas y parece que el mundo que gira alrededor mío estuviera representado de una manera muy brumosa. Yo quería que al final tuviera una presencia Cristina como la madre y que el dolor de una madre fuera visible pero no a través de mis palabras sino de las suyas. Me parecía fundamental porque esa voz emerge como una especie de grito hacia el final
¿Dirías que hay posibilidad de catarsis o reparación entre la literatura y el trauma?
No hubo catarsis. Yo sentía una necesidad muy fuerte de escribirlo. Es la expresión de un dolor pero como tal no mitiga el dolor. Es un tópico que intentan muchos psicoanalistas, buscando que la gente escriba sus experiencias, pero no le veo utilidad. Ahondar en una herida solo la agranda.
¿Los lectores tuvieron respuestas en el mismo sentido?
Yo pensaba que los padres que habían sufrido lo que yo había sufrido no se iban a acercar al libro porque bastante tenían con su experiencia para confrontarla con otra. Pero empecé a recibir un montón de mails y mensajes de padres que habían perdido hijos y todos decían que al leer la experiencia y el dolor convertido en literatura habían dejado de sentirse raros. Notaban que lo que ellos habían pasado también lo había sentido otra persona, algo que en su entorno no podían manifestar ni confrontar con nadie. Esa sensación de acompañamiento me sorprendió mucho.
¿Cuál es la explicación para ese vacío en el lenguaje que no permite nombrar lo opuesto a la orfandad?
Hay una razón poética y otra razón real. La poética es la que arma todo el libro y es que se trata de un dolor que la sociedad no puede concebir y que invisibiliza como tabú. La realidad es mucho más pedestre: quien forma las palabras es el Derecho y existe la palabra huérfano porque se trata de seres desprotegidos que necesitan una legislación y un nombre entorno a ellos, como las viudas. Pero los padres que pierden a un hijo, aunque se trate de un dolor devastador, no necesitan una ayuda del Estado. No van a encerrarlos en una institución, ni van a pagarles una pensión//////PACO