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La obra y su contexto

Es notorio el contraste entre las obras de Francisco Salamone y las ciudades sumergidas en las profundidades del hinterland bonaerense. Imaginemos el impacto que tuvo su intervención por entonces. Ezequiel Martínez Estrada brinda en Radiografía de la pampa, editado en 1932, durante el punto más bajo de la crisis económica posterior al Crack del 29, la imagen precisa de lo que estos pueblos eran hace ocho décadas: “Tras mucho andar, el pueblo que primero se encuentra parece el último, como si después de ese no hubiera otro más. Nos invade un sentimiento de pena, y la alegría de la llegada se defrauda en un abatimiento de aldea chata, incolora, hecha a imagen y semejanza del campo”.

Salamone comenzará con los edificios públicos apenas cuatro años después. Sus obras se concentrarán en tres programas: el Palacio Municipal frente a la plaza en el centro de la ciudad y el cementerio y el matadero en las afueras. Pero antes de analizar estos edificios vale la pena algo más sobre los habitantes y los pueblos entre los que Salamone trabajó. Los más antiguos nacieron como fortines para la avanzada militar frente a los indios, mientras que los demás surgieron a lo largo del tendido de las vías del ferrocarril tras la Conquista del Desierto en 1880, separados entre sí por unos 15 kilómetros. Aquellos asentamientos que llegaron a consolidar una población pasaron a ser el centro de abastecimiento para su región rural circundante. Sin embargo, la crisis del 29 golpeó los precios y el crédito, tras lo cual permanecieron en los pueblos sólo pequeños propietarios, chacareros, comerciantes y empleados públicos, muchos de ellos arruinados o endeudados, junto con una clase baja que habitaba en los bordes, en el rancherío. El programa de obras de Fresco, en buena medida, estaba dirigido a remediar la situación de la gente decente en un intento por recuperar una dignidad que se suponía perdida.

La Casa Grande

Municipalidad de Pellegrini

Mi contacto inicial con Salamone fue fruto del azar. Hace unos años acompañé a un amigo y colega a ver una obra en un campo cercano a la provincia de La Pampa (eran solo dos días, daban casa y comida y me gusta manejar en la ruta) y al buscar unos materiales en la ciudad cercana de Pellegrini, notamos la silueta del palacio municipal. Recuerdo haber bajado del auto para mirarlo con detalle y no saber hasta un tiempo después quién era el autor. Este es uno de los edificios más grandes y sobrios de Salamone. Tiempo después, en Sierra de la Ventana, fui hasta la vecina Saldungaray. Ahí encontré, imprevista, iluminada, fantasmal (¿robótica, telescópica, vagamente exhibicionista?), la delegación municipal.

Municipalidad de Saldungaray

El tercer encuentro fue en Tornquist. Había luna llena y la visión del palacio, esta vez frente a un parque pintoresco y asimétrico (obra de Carlos Thays, con lago, capilla y la estatua del fundador incluidos) me demoró hasta bien entrada la noche.

Municipalidad de Tornquist

El azar me hizo conocer primero los palacios, la versión más sobria de Salamone, aquella con más “gusto” (¿o “tacto”?). En tal caso, es probable que las autoridades de dichos pueblos hayan sido gente “bien”, lo cual pudo inducir diplomáticamente a Salamone a disciplinar sus excesos. La estatua vecina del fundador del pueblo, Ernesto Tornquist, parecería estar dictándole un rappel a l’ordre, calmo pero a la vez imperioso.

Ernesto Tornquist

Hace poco conocí la ciudad de Alberti y visité otro de sus palacios, tal vez el de lenguaje más “moderno”, con sus balcones triangulares emergiendo como filosos voladizos de la infaltable torre. 

Municipalidad de Alberti

Más allá de las variaciones de lenguaje, estos edificios son blancos, seguramente para que recortados contra el fondo del cielo celeste proyecten una idea de inconfundible argentinidad. Los palacios no son imponentes, pues Salamone nunca dispuso de recursos para ello. Por lo tanto, suele estirar al máximo la apariencia de escala para que se perciban más importantes de lo que en realidad son. Esto incluye un fuerte acento vertical, presente en las torres con reloj, y también en las líneas verticales del ornamento, que suelen proyectarse en relieve hasta parecer contrafuertes o planos encastrados. Lo que se logra es un deliberado contraste con la chatura de los edificios vecinos, de manera que se perciba la Municipalidad como la nueva Casa Grande. El programa funcional de estos edificios es un modelo a escala del esquema liberal de la Constitución de 1853, y comprende la Intendencia, el Concejo Deliberante y el Juzgado de Paz. Los tres poderes del Estado están así representados y en parte son delegados en el municipio, de manera coherente con la doctrina conservadora que reconoce, siquiera de manera parcial, el derecho basado en los usos y en las costumbres locales.

Pero este intento cívico y burocrático de dignificar la vida de los pueblos no alcanza a explicar aquellos secretos pudores. Será una vez más Martínez Estrada quien nos señala la clave: “A las afueras, la casa por antonomasia, la Casa Grande, con sus celosías cerradas, sin ruidos. Esa casa es el pensamiento reprimido de las otras, la casa mala, la casa tabú”. También Borges en su cuento de 1935, “Hombre de la esquina rosada”, dice del malevo Rosendo Juárez que “sabía llegar de lo más paquete al quilombo”. El quilombo era parte de todo pueblo que se preciara, aunque la política nacional surgida del golpe de 1930 e impulsada desde 1932 por el presidente Justo y sus aliados, se propuso erradicarlo en nombre de la decencia pública. Fue así como, en diciembre de 1936, el Congreso de la Nación sancionó la Ley 12.331, llamada Ley de Profilaxis. Su texto dispone mediante un lacónico párrafo que “queda prohibido en toda la República el establecimiento de casas o locales donde se ejerza la prostitución, o se incite a ella”.

En el mundo anterior a los antibióticos, por lo tanto, se recurre al control social para intentar erradicar aquel “temor de culpas, de deslices, de enfermedades contagiosas”, y es así como la nueva Casa Grande, promovida por el Estado, llega junto con la desaparición de la vieja “casa tabú”, sede de un vil comercio. La nueva edificación se ubica en el centro, frente a la plaza de los actos patrios, las conmemoraciones y los desfiles cívicos. Es blanca, del color de la pureza, y señala con su torre una presencia abierta para todos los hombres de bien.

La casa de los muertos

El cementerio siguió poco después de la fundación de los nuevos pueblos. Motivos no faltaban: los malones al principio, la vida áspera del campo después, los accidentes, la falta de higiene. La gente solía morirse seguido y el camposanto fue una inmediata necesidad. Al principio se trataba de un rectángulo de tierra rodeado por una tapia, pero pronto la naciente prosperidad los empezó a poblar de modestos mausoleos que aspiraban a una morada digna para los muertos y honrosa para los deudos de las familias mejor establecidas. Una vez más evoca Martínez Estrada: “El campo rodea al cementerio y circunda igualmente al pueblo. Una noche igual cae sobre ambos y el mismo sol los ilumina. El pueblo tiene algo de la tristeza del cementerio; la casa de los muertos es muy parecida a la tumba de los vivos”.

En esos años de crisis y estancamiento, el gobierno, guiado tal vez por la sentencia de Petrarca, ch’un bel morir tutta una vita onora, pensó que si no podía cambiarse mucho la vida de los moradores, al menos podría dárseles el consuelo de tener un paso al más allá con la pompa adecuada. En consecuencia, Salamone interviene en los cementerios ya establecidos. En algunos casos, los equipa con elementos relativamente modestos: un pabellón para la morgue o una capilla. En otros, los transforma por completo, inventando nuevos portales de acceso con una grandilocuencia retórica desmesurada, sin parangón en ninguna otra parte del mundo. Sus referencias formales no son arquitectónicas sino teatrales, operísticas y cinematográficas, como las escenografías de D.W. Griffith y de Cecil B. DeMille. Azul es la ciudad más grande y próspera de las que intervino y también la más antigua, fundada en 1832 por Juan Manuel de Rosas. Su cementerio ya era grande y contaba con un digno portal en su eje, enfilado a una avenida de cipreses. 

Viejo Cementerio de Azul

Salamone decide reemplazarlo y recorta en una diagonal (¿de modo acaso sacrílego?) la esquina del cementerio y crea una ochava de mas de 40 metros de largo por 20 de altura (el tamaño de la Fontana di Trevi en Roma). 

Cementerio de Azul

El gigantesco RIP corpóreo es tan grande que para darle cierta perspectiva frontal debe también recortar la manzana contigua, trazando el embrión de una avenida diagonal alineada con el nuevo eje de simetría que nunca se completó. En el medio acecha una figura facetada del Ángel Exterminador. El efecto es abrumador, desconcertante.

Cementerio de Laprida

En Laprida repite el esquema, quizás con mayor fortuna. El cementerio queda en medio del campo. Nuevamente, corta su traza en diagonal y genera una ochava orientada hacia el amanecer, solo que ahora concentra la masa en una gran crucifixión de 30 metros de altura, provista de contrafuertes a ambos costados y de unos puntiagudos conos frente a su base, reminiscentes de Boullée. Una oscura y larga calle arbolada conduce al cortejo hasta el pórtico. El efecto de ver aparecer el Cristo iluminado por el sol de la mañana después de una larga e insomne noche de velorio debe impresionar.

Cementerio de Saldungaray

En Saldungaray, un pueblo pequeño, recurre también a la diagonal, solo que la calle se curva justo frente a la fachada para desembocar en un puente por sobre el río Sauce Grande. La fachada se muestra, por lo tanto, en escorzo. El motivo es un enorme redondel de 20 metros de diámetro con la cruz, mucho menor, por delante, y una cabeza doliente como clavada por delante del crucero. La rueda tiene unos rayos que se destacan sobre un fondo oscuro y que convergen en dicha cabeza en un trazado asimétrico. El efecto es surrealista, como si la imagen saliera de un sueño, y se la ha querido interpretar como un aura, una corona de espinas o una rueda de carreta, incluso como una referencia al Cenotafio de Newton (también de Boullée). Me declaro incapaz de dirimir sobre tales materias.

Carnicería

Borges, el joven poeta, regresa a su Buenos Aires natal después de “haber vivido un par de años en Valldemosa y uno en Madrid”. En 1923 publica su primer libro, Fervor de Buenos Aires, donde incluye un breve poema sobre las carnicerías como templo macabro capaz de aparecer en cualquier esquina. Las imágenes del matadero son tan elocuentes que Esteban Echeverría funda la literatura argentina sobre su imagen. Pero hay otras visiones del tema: las medias reses en los cuadros de Francis Bacon, las del camión frigorífico donde se ofrece desnuda Isabel Sarli y luego, multiplicadas al infinito, como en un juego de espejos, las de la famosa escena de Rocky donde el boxeador entrena golpeando los costillares con las manos ensangrentadas.

Los mataderos públicos en los pueblos tuvieron un doble motivo. El primero era la decencia: alejar del tejido urbano una actividad que afrenta los sentidos, el pudor y la higiene. El otro motivo fue económico. El programa es modesto: abastecer de carne al pueblo y sus aledaños. La industria frigorífica para la exportación prosperaba entonces bajo el auspicio del acuerdo Roca – Runciman, pero solo lo hacía en aquella franja geográfica situada a orillas de la actual Hidrovía. El ganado criado a más de 200 kilómetros de los puertos no podía entrar en ese mercado, ya que los fletes eran más caros y los pastos más duros. El interior de la provincia, por lo tanto, “vivía de lo suyo”, y el gobierno entendió que una faena limpia y eficiente, en un lugar apartado y bien arreglado, mejoraría tanto la higiene como los precios. Salamone queda eximido en este caso de los requerimientos formales del civismo (simetría axial, frontalidad, serenidad) así como de la grandilocuencia y el figurativismo con los cuales ilustró la idea de la muerte humana. Tal vez por eso los mataderos sean sus obras más sugerentes y misteriosas. Por otro lado, se enfrenta con un programa verdaderamente moderno, un edificio industrial, organizado a partir de un layout, el diagrama técnico, de las relaciones espaciales que ordenan con eficiencia un determinado proceso de producción. 

Matadero de Azul

Ese dictado, en apariencia implacable, produce en Salamone un efecto liberador que le permite, por ejemplo, jugar con la planta del edificio de Salliqueló, dándole la figura de una caricaturesca cabeza de vaca. Abandona la simetría compositiva y la reemplaza por una disposición de volúmenes contrapuestos en equilibrio y crea así una imaginería a la vez abstracta y metafórica, con diseños de torres que parecen manojos de facones o cuchillas y otros detalles como los letreros que abrevan francamente en el repertorio visual del Futurismo y el Constructivismo ruso.

Matadero de Salliquelo

El caso paradigmático es el matadero de Epecuén, probablemente la imagen más famosa de toda su obra. Construido a orillas de la laguna homónima, unas lluvias excepcionales en 1985 hicieron crecer las aguas hasta inundar tanto el pueblo como el edificio. Al tratarse de una cuenca endorreica, hubo que esperar años para que la evaporación volviera a bajar el nivel de la laguna hasta la cota original. Hoy el edificio es una ruina en medio de un territorio yermo e inmenso, pero su estructura se encuentra casi intacta gracias a la construcción en hormigón armado. La imagen asimétrica, con su torre y su cartel corpóreo, parece salida de un cuento de H. P. Lovecraft. De hecho, la degradación la transformó en un objeto de culto distópico que es hoy visitado por gentes de todo el mundo.

Matadero de Epecuén

Una evaluación

El valor del legado de Salamone resulta difícil, como sucede con toda obra fuertemente subjetiva y atada a su época. Es más fuerte el impacto emocional de sus imágenes que una consideración integral sobre la calidad de sus edificios. Se destacan su práctica intensiva del oficio, la entrega personal y el compromiso por concretar y realizar las oportunidades que tuvo y darles su sello personal. 

Hay mucho de emprendedor en el rol del viajero que con sus croquis y sus planillas convence a los intendentes y a las fuerzas vivas (mostrando, de paso, la tarjeta del gobernador) para construir sus edificios. Ahora bien, si consideramos su producción arquitectónica frente a la obra de sus mejores contemporáneos (Prebisch, Vilar, Sánchez Lagos y De la Torre, Acosta, Kalnay, etc.), e incluso con aquellos colegas más jóvenes que comenzaban a trabajar por entonces (Bonet, Williams, Kurchan, Ferrari Hardoy, etc.), el estilo de Salamone aparece como un irremediable pastiche que busca aggiornar planteos compositivos salidos de la tradición Beaux Arts a través de una estética “novedosa”. Por el contrario, la comparación de su obra con el resto de la arquitectura oficial de la época, volcada hacia un monumentalismo burocrático, en parte lo redime. Siempre es preferible el trabajo de un profesional que el producto de una anónima oficina pública. El resto de su legado, sin embargo, resulta paradojal. Su obra forma hoy un patrimonio construido debido a que las fuerzas de la especulación inmobiliaria no llegaron (ni llegarán jamás) a amenazarla, y por ese motivo sobrevive íntegra, a la vez que resulta reconocible porque sus formas responden al dictado de un individuo. Sus rasgos de deterioro y abandono le agregan un indudable encanto romántico, y si esto atrae a nuevos interesados es porque varios evocan el mismo encanto de muchos edificios y entornos degradados, como ocurrió tanto en el Rust Belt norteamericano como en Rusia, Europa del Este y Asia Central bajo la órbita soviética.

Coda melancólica

Como a la mayoría de sus colegas, los años entre 1943 y 1955 no resultaron pródigos en encargos para Salamone. La obra pública quedó en manos de funcionarios del gobierno y sus allegados, y la obra privada fue desalentada hasta terminar con la “casa de renta” que constituía el edificio típico de las grandes ciudades. El desarrollo urbano posterior, como en casi todo el mundo, estuvo impulsado por la especulación inmobiliaria, agravada en nuestro país por los malos reglamentos urbanos y una economía inflacionaria que indujo a invertir en lotes urbanos y edificios como formas de reserva del valor. 

En Alvear y Ayacucho, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, Salamone proyecta en aquellos años un edificio de viviendas que resulta un remedo algo acartonado del racionalismo de los años treinta. Situado frente al Hotel Alvear Palace, forma parte de la explotación de una manzana que de haber sido preservada, hoy conservaría sus mansiones y la relación original del hotel mirando por sobre estas a las plazas de la Recoleta.

Su última obra es otro edificio de departamentos apenas identificable que se esconde hoy en la calle Zufriategui, en Vicente López, detrás del enorme viaducto para tránsito pesado que conecta la Avenida Cantilo con la General Paz, la cual originariamente fuera proyectada como una avenida parque que le aseguraba al edificio la vista y la luz que hoy ha perdido. 

El ocultamiento del edificio resultó contemporáneo al que recibió Salamone, su década exitosa, su obra y su vida. El futuro tal vez nos revele su verdadera dimensión////PACO

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