Hay pocos casos en los que la afirmación “ya no existen derechas ni izquierdas” no quiere decir otra cosa que “hoy existen solo las derechas”. Una de las excepciones, uno de esos raros momentos en los que el cliché se interrumpe a fuerza de inteligencia, está en Utopía para realistas, del neerlandés Rutger Bregman. Bregman, que sacudió Davos solo por señalar en público que los multimillonarios están más preocupados por la filantropía que por pagar sus impuestos, atraviesa al mismo tiempo las zonas más esclerotizadas del discurso de las derechas tecnocráticas y la nostalgia de las izquierdas humanistas, y lo hace sin mayor piedad para unos ni para otros. Además, lo logra con algo simple: la propuesta de una “renta básica universal”, un sistema de redistribución que, en las palabras de una publicación alineada con los caprichos del mercado como The Economist, puede sintetizarse en que “la forma más eficiente de gastar dinero en los sintecho podría ser dárselo”.
Pero antes de explorar la propuesta de Utopía para realistas y el modo en que salta sobre la retórica conservadora de las derechas y la retórica conservadora de las izquierdas, conviene rastrear algunos de sus vectores teóricos. En Utopía para realistas hay 44 largas páginas de “notas” en las que, como todo periodista diligente ‒y que escribe en el medio neerlandés para “voces independientes” The Correspondent y también en The Guardian y The Washington Post, tal vez algo menos “independientes”‒, Bregman acumula referencias que entre papers, informes, estudios, estadísticas, entrevistas y otros muchos artículos periodísticos (profundamente ilegibles) apuntalan con “datos duros” lo que su prosa vincula al ímpetu espiritual de la utopía.
Es alrededor de ese vínculo entre la información y la utopía, o, para ponerlo en términos directos, entre los datos y las ideas, donde desde hace ya un tiempo ciertos ensayistas, genuinamente esperanzados por el estado contemporáneo del progreso moral de la civilización, construyen el tipo de obras que Terry Eagleton llama con malicia “optimistas”. Que muchos de estos ensayistas del optimismo vivan en las zonas más excepcionales del planeta, donde el progreso sabe exhibir sus mejores rasgos, no debería computarse entre los factores menos cruciales para entender sus inquietudes (algo que Bregman sintetiza bien al repetir que hoy el 8% más rico gana la mitad de los ingresos del mundo y el 1% más rico de esos ricos posee más de la mitad de la riqueza). De hecho, la premisa común a estos autores es que el progreso moral representa en sí mismo una fuerza de avance incontrolable, una pendiente elevada de virtuosismo con una eficiencia más sólida que cualquier incertidumbre. El representante estelar de esta línea intelectual probablemente sea el canadiense Steven Pinker ‒cuyos elogios adornan la contratapa de Utopía para realistas‒, el autor del exitoso Los ángeles que llevamos dentro, donde con algo más de mil páginas plagadas de estadísticas, análisis y raccontos históricos quiere demostrar que la violencia tiende a extinguirse como respuesta ante los conflictos humanos.
A los fines argumentativos, Steven Pinker ‒al que John Gray desmintió en una “polémica” publicada en The Guardian‒ es una de las referencias obligadas de Bregman porque trabaja sobre la misma premisa. Si la moral humana también progresa, y si entonces ciertos hombres y mujeres han logrado convivir con una mayor conciencia social, económica y cultural en el marco de ciertos espacios, la tarea restante es convencer a más hombres y a más mujeres, en otros espacios, de que el progreso es posible. Y ahí es donde la insistencia en recopilar y analizar los datos y las estadísticas se vuelve crucial: en un momento en el que “las ideologías ya no existen”, no hay otro incentivo capaz de movilizar la creatividad que una información fehaciente y comprobada. Es por eso que Bregman prueba en casi cada página ser un orfebre talentoso de la información, hábil hasta la neurosis para navegar bajo el auspicio de lo comprobable y lo documentado contra la corriente general del desánimo y el escepticismo. Y lo hace aún cuando eso signifique ‒o, precisamente, porque eso significa‒ desplazar los voluntarismos y las filiaciones hacia el terreno ornamental del bello arte de la decepción.
No hay que perder de vista que a Utopía para realistas nunca le interesa seducir a los utopistas desde el idealismo. Lo que le interesa, y para lo que está escrito, es para convencer a los realistas desde el pragmatismo. Y ese es el rasgo más poderoso de su estilo. Algo que, como el propio Bregman desliza, hace de su trabajo una lectura obligatoria para quienes no logran todavía entender cómo comunicar ideas nuevas y estimulantes desde la quietud de los clásicos embalses simbólicos de las izquierdas, siempre demasiado cómodas como para rediseñar y reimaginar las palabras y las cosas.
¿Dónde está el centro crítico de Utopía para realistas? A grandes rasgos, en la propuesta de una renta básica universal, una asignación de dinero para todos los ciudadanos, con especial énfasis en los pobres, aquellos que según The Lancet ‒a partir de un reciente experimento hecho en África‒ “cuando reciben dinero sin condiciones, tienden a trabajar más”. ¿Y cómo presenta Bregman la viabilidad económica y social de este proyecto? Por ejemplo, contando que uno de los primeros políticos modernos que intentó la aplicación formal de este programa fue el presidente de los Estados Unidos Richard Milhouse Nixon, y que uno de sus mayores entusiastas teóricos fue (y sigue siendo) el economista Milton Friedman. Utopía para realistas se suma así a quienes atacan el ánimo de “neutralidad” como estado general frente a cualquier iniciativa revulsiva y eleva su propuesta al reino sagrado de los derechos que deben ser conquistados: el dinero para todos, explica Bregman, no debería ser un favor sino un derecho. “Una paga mensual, lo suficiente para vivir, sin tener que levantar un dedo. La única condición es tener pulso. Sin inspectores que nos vigilen por encima del hombro para ver si lo hemos gastado con sensatez, sin nadie que cuestione si de verdad nos lo merecemos. No más programas de asistencia y ayuda especial; a lo sumo una paga adicional para los mayores, los desempleados y los incapacitados para trabajar”.
Hay ejemplos exitosos de esto, y no solo en Namibia sino también en Canadá e Inglaterra, e incluso distintas experiencias literarias y terrenales practicadas (y registradas) desde hace siglos. En el camino, Bregman insiste en ciertas ideas que espantarían por igual a los cuadros tradicionales de las derechas y las izquierdas. El problema principal de los pobres, señala, es que no tienen dinero. Y al darles dinero, por extraño que parezca, buena parte de esos problemas empiezan a resolverse. El resto depende de la dinámica ancestral del trabajo en un marco general que plantea la restitución de cierto imaginario keynesiano: si el incentivo del consumo y de la producción establece un círculo virtuoso, en la medida en que el derecho al dinero reduzca los índices de natalidad, incentive el ansia de ascenso social y renueve las formas de inversión, el capitalismo no solo no va a correr riesgo, sino que va a evolucionar. ¿Pero evolucionar ante qué? En principio, ante el problema de la desigualdad, un elemento que Utopía para realistas no solo identifica como el sustrato común de problemas como el desgaste profesional, la drogadicción, el fracaso escolar, la obesidad, las infancias infelices, la participación electoral baja y la desconfianza social y política, sino como el eje de la lógica de explotación de las políticas económicas neoliberales. “Cualquiera que no sea un idiota sabe que las clases bajas han de seguir siendo pobres o de lo contrario no serían productivas”, escribe Bregman citando a un economista británico del siglo XIX. Lo cual le permite demostrar, también, que un “gobierno para los números”, tal como define la desorientación general de las tecnocracias vigentes, se presta a viñetas tragicómicas que podemos reconocer también entre nosotros. “Últimamente algunos países han reforzado las políticas activas para los desempleados, que van desde los talleres de búsqueda de empleo hasta la terapia psicológica y la formación en LinkedIn. Aunque haya diez aspirantes por cada empleo, el problema se atribuye de manera sistemática no a la demanda, sino a la oferta. Es decir, a los desempleados, que no han desarrollado su capacidad de búsqueda de empleo o simplemente no han hecho todo lo posible”. Y ahí es donde Bregman señala una crisis del concepto de innovación germinada con cuidado en Silicon Valley: “Así como la posguerra nos dio inventos fabulosos como la lavadora, la nevera, el transbordador espacial y la píldora, los últimos años han traído variaciones ligeramente mejoradas del mismo teléfono que compramos hace un par de años”. Si a esto se le añaden los productos financieros hipercomplejos o la duplicación de fármacos ya existentes con el mínimo de cambios necesarios que garanticen la obtención de una nueva patente, nos acercamos con crudeza al postcapitalismo.
Lo que resta son algunas preguntas generales que Bregman plantea con más sentidido de las convenciones que de la retórica romántica. ¿Qué sentido tiene la libertad de asociación cuando ya no nos sentimos afiliados a nada? ¿Cuál es el propósito de la libertad de culto cuando ya no creemos en nada? ¿Cuál es el objetivo de la libertad de desear cuando nadie está dispuesto a enfrentar los riesgos de la conquista? ¿Y qué otro espectáculo que su triste idiotez ofrece el libertino (o el libertario) cuando se pierde en la multitud relajada? Solo hay una clase social que piense más en el dinero que los ricos, y son los pobres, escribió Oscar Wilde. En el mapa socioeconómico que sea, esa diferencia cada vez más drástica entre los ricos y los pobres es definitoria para experimentar nuestras vidas. Mientras tanto, pensar, escribir y discutir sobre dinero es un poco más cómodo que hablar sobre dinero, aún cuando Bregman deshaga cualquier identidad como “intelectual de izquierda” o “intelectual de derecha”. Las pruebas, de una u otra manera, dicen que recibir dinero no vuelve vagos a los pobres. El dinero gratis funciona. Y lo bueno del dinero “es que la gente puede usarlo para comprar las cosas que necesita en lugar de las cosas que quienes se proclaman expertos creen que necesita”. Por supuesto, en estos términos, la discusión sobre el dinero solo resulta peligrosa para quienes concentran el dinero, e incómoda para quienes hablan en nombre de quienes concentran el dinero. Esta, por otro lado, es una de las virtudes del dinero: no hay ninguna retórica, ni siquiera entre las new age ‒con sus “bombas santurronas”, como dice un pensador europeo‒, capaz de borrar el hecho de que lo que falta entre algunos es lo que sobra entre otros. Ese es el “develamiento” propuesto por Rutger Bregman: las discusiones sobre dinero siempre han estado veladas. Y todavía ahora, incluso en Davos, mientras creemos vivir en un estado garantizado de transparencia, siguen veladas. Desde ya, no se trata de correr o suprimir el velo. Se trata de develar quiénes, cómo y por qué le dan forma y lo sostienen/////PACO