Por regla general, casi todo lo que las grandes audiencias saben, piensan y creen acerca de las formas y las causas por las que Vladímir Putin llegó y se aferró con singular éxito a la presidencia de la Federación Rusa emerge por sumisión ideológica o inercia intelectual de la transcripción directa de un único common sense anclado a los intereses de los Estados Unidos. Llamar a estos intereses “geopolítica” cuando lo disputado son recursos estratégicos o “civilización occidental” cuando lo disputado es el protagonismo en la modernidad global son formas un tanto grandilocuentes de la misma sujeción, e incluso cuando brotan palabras más sofisticadas como “atlantismo”, por ejemplo, deberíamos sospechar, antes que de cualquier inminente revelación a propósito de los adversarios metafísicos de Rusia, de los ajustes de cuentas entre los intereses de los Estados Unidos y los intereses de los dos países propietarios de la Unión Europea.
En este parco escenario, la hipótesis de TraumaZone, el nuevo documental de Adam Curtis, no puede menos que llamar la atención por su divergencia: ¿y si Vladímir Putin no fuera un “nuevo zar” o un “autócrata”, como repiten los voceros del common sense estadounidense, sino la única retaliación política posible provocada por una violenta sucesión de ultrajes materiales y simbólicos padecidos por Rusia desde 1991? Para explicarlo, TraumaZone reduce al actual presidente de los rusos a sólo dos o tres apariciones finales, mientras que sus otras siete horas previas de imágenes trazan una detallada topografía psicopolítica del pasado reciente.
La etapa inaugural de esta retrospección corresponde a la agonía soviética de Mijaíl Gorbachov, lo cual contribuye al sentido de la primera parte del título completo de TraumaZone: What It Felt Like to Live Through the Collapse of Communism. A propósito de este segmento, que se extiende desde los prolegómenos de la Glásnost en 1985 hasta la implosión de la Unión Soviética en 1991, Curtis habla en alguna entrevista acerca del “colapso de un imperio” que, en contraste con el británico, que se desmoronó a cámara lenta durante el siglo XX, en el caso soviético se pulverizó en apenas meses. La premisa de Curtis, cuyas derivas pueden verse en otro de sus documentales, HyperNormalisation, es que en Occidente ‒al que podríamos definir, muy rápido, como todo aquel espacio mundial donde hoy llegue sin excesivas restricciones YouTube‒, hasta el día de hoy, desconocemos por completo lo que ese desmoronamiento significó para los rusos. En consecuencia, a partir de treinta y cinco años de archivo audiovisual registrado por reporteros, camarógrafos y probablemente espías al servicio de la British Broadcasting Corporation, lo que vemos es cómo, a ras del desastre y de un momento a otro, se extingue el mundo social, político, económico y cultural fundado por los bolcheviques en 1917.
Al estilo de State Funeral, el documental de Sergei Loznitsa sobre los funerales masivos de Stalin montado sin otra narración que la contundencia de las imágenes, en TraumaZone tampoco es necesaria la voz de Curtis para explicarnos lo que desnudan en un registro voyeurista superior a cualquier comentario las conferencias de prensa erráticas, las filas incrédulas en los mercados vacíos, los peatones aturdidos, las fábricas paralizadas y la desorientación profunda y terminal en las oficinas burocráticas. Un mundo se termina y entonces una civilización, un modo de vida, una bandera y hasta un himno se terminan. Las imágenes surgen desde distintos puntos del territorio soviético y, como si se tratase de un evento cósmico antes que terrestre, la onda expansiva del derrumbe que nace en el Kremlin se diluye a lo largo de la infinita estepa hasta casi desaparecer en regiones remotas como Siberia o la península de Kamchatka, donde los hombres y las mujeres, a modo de reacción inmunitaria, continúan con sus rutinas como si fuera posible existir más allá de la nueva realidad.
Acerca de las ensoñaciones socialdemócratas de Mijaíl Gorbachov y su responsabilidad frente a la disolución del imperio soviético queda poco que decir. Lo que en su propio documental, Meeting Gorbachov, Werner Herzog sugiere al mencionar el desprecio que muchos rusos sienten por su nombre, en TraumaZone se reduce a las imágenes de su acelerado aislamiento y al comentario de uno de sus guardaespaldas a propósito de cómo, al enterarse de que Boris Yeltsin se lo había arrebatado todo, se encerró en una habitación a llorar. Lo cierto, medita TraumaZone, es que a pesar del triunfo del capitalismo sobre Rusia, el comunismo soviético ya había agotado todos los recursos a su alcance para defender su derecho inalienable a la existencia. Por supuesto, los más básicos entre estos recursos exhaustos no eran los materiales, que desde la Perestroika serían metódicamente saqueados por los futuros “oligarcas rusos”, los primeros rapaces del nuevo capitalismo, sino los simbólicos. En efecto, en su fase nihilista el comunismo se había quedado sin imaginación. O, como dicen las almas sensibles, sin la potencia para visualizar un futuro. Con imágenes fascinantes, entonces, TraumaZone muestra lo que Curtis, en otros ámbitos, suele describir como el instante de verdad en el que ‒la siguiente frase debe leerse con atención žižekiana tantas veces como sea necesario‒ los ciudadanos saben que sus dirigentes saben que los ciudadanos saben que ya nadie sabe qué hacer. Pasamos así a la segunda etapa retrospectiva de TraumaZone, la que le da sentido a la última parte de su título completo: What It Felt Like to Live Through the Collapse of Communism and Democracy.
Hiperinflación, desempleo, pauperización para la mayoría y consumismo lujoso para la minoría, especulación, desabastecimiento, crimen, sobreexplotación, frustración, ajuste del gasto público, violencia sistemática, precios liberados, injusticia, promesas esquivas de inversiones extranjeras a la par de saqueos extranjeros de recursos nacionales, inestabilidad jurídica, fuga de divisas, corrupción cartelizada, intervenciones del Fondo Monetario Internacional, la toma del poder real por parte del mercado, mafias y un Estado impotente para transformar la voluntad del pueblo en algo más que coloridos instantes electorales. La versión más contemporánea de la democracia liberal, al menos como la experimentan los llamados mercados emergentes, pronto da por concluidas las ilusiones sobre las virtudes del mundo libre. Y, por si fuera poco, las naciones periféricas del desaparecido bloque soviético desatan sus respectivas guerras de independencia. Si dejamos este último punto al margen, a partir de este instante TraumaZone también intenta sugerir un plus de sentido, algo que opera por encima de la pura retrospección y se instala con suavidad entre los observadores atentos. Estamos hablando sobre Rusia, claro, ¿pero nada más que sobre Rusia? Y estamos hablando sobre los últimos años del siglo pasado, sin duda, ¿pero nada más que sobre el siglo pasado?
Estas preguntas se perciben desde una oblicuidad sutil, e incluso se revelan, apenas, en determinados fragmentos de las últimas horas. Quienes conozcan su obra saben que el talento de Adam Curtis, al que se ha llamado con buen criterio “ensayista documental”, puede merodear lo demasiado abstracto o lo demasiado personal, pero nunca lo demasiado obvio. Parafraseando lo que Alexander Smith escribió alguna vez sobre el arte del ensayo, en el caso de Curtis el deber del documentalista tampoco es informar ni abrir caminos a través de los pantanos metafísicos para frenar los abusos, ni deberíamos esperar esto de él (claro que, si quisiéramos parafrasear a Smith un poco más, podríamos parafrasear también lo que dice sobre las alondras y la poesía, pero como si lo dijera sobre el documentalista y sus imágenes: las alondras, decía Smith, han sido creadas para cantar, a pesar de que un coro entero de ellas pueda ir a parar al horno y luego se sirva en la mesa). Como sea, TraumaZone esquiva los golpes directos de horno y, en su lugar, desgrana nombres, situaciones y en especial determinadas diferencias cruciales que vuelven todavía más sugestivo el juego de espejos entre Rusia y algo más que Rusia. Pero, ¿qué más que Rusia? ¿Y para decirnos qué?
El fin de la Unión Soviética a veces toma formas grotescas, como aquel orgulloso museo de la exploración espacial reciclado como boliche nocturno, o como las plazas y los bosques cercanos a Moscú que amanecen con sus árboles talados por quienes necesitan la madera para no morirse de frío. De hecho, la frustración se vuelve tan democrática que mientras unos viven literalmente en las cloacas cambiando prendas de su guardarropas por comida y otros se prostituyen en los hoteles para turistas, Yeltsin empieza a mostrarse en público cada vez más irascible, después borracho y, hacia sus últimos días como presidente de un Estado fallido y saqueado, atrofiado y perdido. La única simetría entre las etapas finales del comunismo y las etapas iniciales del capitalismo es, de nuevo, la aniquilación de los sueños. A cierta mujer le cuesta tanto visualizar un futuro que decide hacerse un aborto porque, a pesar de que le gustaría volver a ser madre, la habitación donde vive con su esposo y un hijo ya no admite espacio para nada más, mientras que otras mujeres, tan tristes como esa, deambulan por oficinas públicas reclamando por los cadáveres de sus hijos soldados, regados en los campos de batalla de Afganistán o Chechenia para siempre. En ese paisaje espiritual y material arrasado, ¿qué resta que pueda ser soñado? Las viejas estatuas heroicas y las pinturas ejemplares de Marx, Lenin y Stalin, destruidas, saqueadas o subastadas, no parecen insinuar ni siquiera un residuo de rabia u orgullo. En su lugar, las revendedoras estadounidenses de Avon aterrizan en Moscú y les cobran en dólares a las flamantes “emprendedoras” rusas para enseñarles a sonreír al vender sus porquerías.
Para cerrar, dos observaciones finales. A través de las más diversas voces, miradas y tonalidades que hayan sido alguna vez registradas en Rusia por parte de las cámaras extranjeras, TraumaZone muestra la manera en que, una y otra vez, las decisiones de Yeltsin pendulan a lo largo de una década entre una apuesta a la libre voluntad del mercado globalizado, que nunca tarda en aliarse con la oligarquía autóctona para dañar los intereses del bien común y, aseguradas sus ganancias, vulnerar incluso su estabilidad política, y una apuesta a la libre voluntad de la oligarquía autóctona, que nunca tarda en aliarse con el mercado globalizado para dañar los intereses del bien común y, aseguradas sus ganancias, vulnerar incluso su estabilidad política. Lo que pueda deducirse de este mecanismo estable de perdedores y ganadores, quizás, responda la pregunta acerca de lo que nos dice la experiencia rusa en el pasado, aunque lo diga también sobre algo más que Rusia y sobre algo más que el pasado.
Curtis ya ha hablado ‒y en más de una ocasión‒ acerca de la incapacidad contemporánea para imaginar nuevas respuestas políticas a la altura de los problemas políticos más recurrentes. Es esto, repite Curtis, lo que nos encierra en una especie de oscuro loop psicopolítico en el que tanto las frustraciones como las esperanzas pierden sentido, ya que con ellas apenas logramos disimular el desencanto ideológico frente a una realidad que termina por parecernos imperturbable. Tal vez por cortesía, Curtis dice también que la obscena trampa de este loop ha llegado a convertirse, por la evidencia de su propio peso, en un síntoma inequívoco de que pronto, aunque sea por aburrimiento antes que por hartazgo, algo diferente va a pasar.
Por otro lado, TraumaZone insiste en mostrar que la majestuosidad de Rusia, beneficiaria de misteriosos e indomables atributos naturales, concentra una nobleza atávica inalienable tan evidente para un genial novelista como Tolstói como para la joven presidiaria que, después de recuperar su libertad por buena conducta, visita la tumba del novio al que mató con un cuchillo por razones de legítima defensa. Contra esto, que con mayores o menores visos esotéricos alude a lo que podríamos llamar dignidad nacional, ni los colapsos de la corrupción comunista o la cleptocracia capitalista pueden ganar. Y, por supuesto, más allá de las cualidades particularmente dramáticas de la historia rusa, este tampoco es un atributo exclusivo del pueblo ruso. TraumaZone hace flotar en el aire la sensación de que aquello a partir de lo cual deberán forjarse los nuevos sueños, y que por momentos parece lo más lejano, en verdad es lo más cercano.
Vladímir Putin, mientras tanto, es el resultado directo ‒casi la venganza directa‒ de un pueblo que todavía sueña en su propia defensa contra el colapso del comunismo y la democracia combinados. Pero ahora, a los fines de ahorrarles a otros cualquier apunte bobalicón sobre este asunto, digamos también que todos estamos al tanto de que, a la hora de la verdad, o bien se gobierna poniendo al Estado en favor de la renta del gran capital, o bien se gobierna poniendo al Estado en favor de la renta de quienes trabajan. Nada es tan importante como esa disputa material. Pero hay algo más: el orgullo. Las naciones, cuando gozan de buena salud y no se resignan a una supervivencia masoquista y humillada, pueden considerarse dignas de amar y odiar a quienes juzguen oportunamente, y así ser artífices de su destino sobre la tierra. Estamos hablando sobre Rusia, claro, ¿pero nada más que sobre Rusia? Y estamos hablando sobre los últimos años del siglo pasado, sin duda, ¿pero nada más que sobre el siglo pasado?///////////PACO