Música


Retrato del joven bajista

¿Puede un compositor anteceder el instrumento para el que escribe? John Francis Pastorius nació en diciembre de 1951 y sería justo decir que el bajo eléctrico no existió hasta tal fecha. De hecho, el invento fue bosquejado y patentado por un empleado contable de Fullerton, California, apenas un año antes. Leónidas Fender tenía afición por la música y la electrónica y pasó de reparar radios a construir instrumentos de cuerpo sólido con una facilidad inaudita. En octubre del 51 lanzó al mercado –y a la historia del arte– el Precision Bass, un prototipo de frecuencias graves y diseño supersónico concebido para reemplazar el contrabajo en los locales bailables de América. Como innovación tuvo un éxito rotundo: era transportable, maleable y estético. Como instrumento fue más bien funcional: la amplificación de los bajos permitía amalgamar las secciones de los metales y la percusión al contorno incisivo de las guitarras y los teclados. El espectrograma de la música moderna fundó su equilibrio en esa modesta intervención. Claro que donde algunos solo vieron barro, hubo quienes extrajeron oro.

John Francis era oriundo de Pennsylvania, pero creció en Fort Lauderdale, un suburbio costero del norte de Miami. La geografía no es arbitraria si recordamos que Miami es la extensión anglófona del caribe. A mediados de los cincuenta, las corrientes vanguardistas de Nueva York bañaban toda la costa este, por lo que Florida era el punto medio donde el swing bopero se entibiaba con los bongós de las Antillas. Bill Millkowski era amigo personal de Pastorius y reconstruyó su biografía a partir de entrevistas y testimonios de allegados. Me gusta volver sobre el libro porque describe ese paisaje de clubes interminables como un remake ochentoso del renacimiento florentino. En Miami había una densidad insólita de músicos de sesión y toneladas de cocaína que los mantenía enchufados hasta el amanecer. Eran las nuevas y bronceadas estatuas del soul y del jazz fusión: tipos que se formaban en Berklee y Manhattan y que luego atravesaban los Estados Unidos en bondis escolares reacondicionados, tocando noche tras noche en big bands de insólita precisión y maestría técnica para mantener a sus familias y seguir comprando y tomando la droga que los mantenía despiertos hasta el próximo show.

Jaco P. (1951−1987)

La segunda mitad del libro de Millkowski se empeña en detallar los daños colaterales que ese ambiente infligió en John –alias Jaco–, quien padecía problemas de alcoholismo, drogodependencia y un trastorno límite de personalidad mal tratado. Pero la parte que nos interesa es la primera, es decir los años previos a 1976. Los años anteriores al noctambulismo del Greenwich Village y a las giras con Weather Report y Joni Mitchell; los años anteriores a los premios y reconocimientos y por ende a la euforia, la agonía y la pérdida.

En una entrevista de 1980 para el fanzine Musician, Jaco se describía ya como “un punk de Florida, un chico de la calle. En las calles en las que yo me he criado un punk es alguien muy listo. Y yo soy algo así, porque nada me importa una mierda”. Es cierto que nunca pareció importarle nada con excepción, claro, de la música. De chico destacó en cuanto deporte practicaba y esa hiperactividad atlética estuvo plasmada en su formación instrumental. A los trece años hizo su primera aparición pública tocando la batería, pero tuvo que dejar las baquetas luego de romperse el brazo en un scrum de fútbol americano. Fue entonces que reparó en una tienda de Las Olas Boulevard y compró un Fender Jazz Bass de 1966. Con esa transacción fortuita inició una etapa de profundo autodescubrimiento: el verano siguiente se enamoró de su primera esposa y la relación le sumó perspectiva y serenidad. El encuentro con Tracy fue casual, adolescente, en su biografía Millkowski describe un paseo de playa, al atardecer, conversaciones sobre Frank Sinatra y Tony Bennett. Hacia finales de los sesenta, Jaco formaba una familia y empuñaba el bajo y el saxo alto y tenor en cada jam del área de Miami. Su nombre era conocido y admirado por todos los músicos de la zona.

Para ganarse la vida, el joven Pastorius empezó a trabajar en cruceros, desembarcando a menudo en los puertos del caribe, donde descubrió el sonido del calipso y del reggae y frecuentó a los Wailers de Bob Marley. En 1972 tuvo su primer gig importante y recorrió Estados Unidos con la banda de Wayne Cochran. Sus colegas cuentan que viajaba como un vagabundo, con una sola muda de ropa embollada en la funda del bajo, ahorrando cada centavo de hoteles y viáticos que luego enviaba a su mujer. En esos bondis desvencijados, mientras todos dormían, Jaco practicaba con el instrumento enchufado a unos auriculares de diadema. Cuando se le cansaban las manos, aprendía a leer música memorizando las partes de sus compañeros. Su rutina era un equilibrio de hiperactividad y estoicismo: durante esa época no tomó una gota de alcohol y rechazaba la cocaína. Tenía una facilidad providencial para los arreglos y empezaba a componer temas propios a una velocidad desorbitante. Cuando dejó la banda de Cochran, instaló a su familia en un departamentito de Lauderdale, emplazado en el mismo piso que el de Alex Darqui, un pianista amigo con quien se empecinaba en improvisaciones maratónicas. Para 1974 era un sesionista conocido y colaboraba con Pat Methany, intercalando el circuito soul de Florida con eventuales presentaciones en la noche de Manhattan.

Jaco Pastorius (1976)

El tipo que propuso grabar su disco homónimo fue un baterista llamado Bobby Colomby, a quien conoció en Pennsylvania a través de Tracy. Apenas escuchó a Jaco, Colomby no dudó en ofrecerle el único contrato de producción que tenía entre manos. Su idea era que el bajista tocara en cada uno de los estilos que le gustaban: R&B, jazz, latino, sinfónico. Los ejecutivos de Epic Records aceptaron financiar la grabación sin demasiadas expectativas y, en un par de semanas de 1975, Pastorius invitó a los mejores músicos que conocía hasta el momento. Ese desfile estelar incluye a Herbie Hancock, Wayne Shorter, el percusionista Don Alias y una orquesta de veinte cuerdistas dirigida por Michael Gibbs. El resultado, Jaco Pastorius (1976), es un calidoscopio atronador que revisita buena parte de la música norteamericana con la frescura de un virtuosismo inédito. En las reimpresiones del disco se leen estas palabras de Hancock en contratapa: “It’s not the technique that makes the music; it’s the sensitivity of the musician and his ability to be able to fuse his life with the rhythm of the times”.

Lo que quería decir Hancock es que, en 55 minutos, Jaco era capaz de tocar media docena de los estilos que imperaban por esos años. Todos los temas fueron de su autoría salvo el primero, que redefinió la herencia del bebop bajo la estela rítmica del caribe. Había en la decisión de tocar Donna Lee una impronta que derribaba todos los prejuicios que pesaban sobre el bajo eléctrico. Esa presentación fundía la complejidad melódica con el groove característico del instrumento, a la vez que exponía un conocimiento profundo del lenguaje de Charlie Parker, devolviendo el jazz a la calidez excepcional del sur de Estados Unidos. En una entrevista para la revista Down Beat de enero del 77, Jaco decía: “Existe un ritmo propio de Florida y eso es por el mar. El agua del Caribe es diferente a las demás aguas. Es un poco más tranquila, no tenemos tantas olas. A menos que haya un huracán… Cuando un huracán viene, es más furioso que en ningún otro lado.”

En Jaco Pastorius la música es así. El pulso de Donna Lee es suave aunque los ritmos sean angulares y la cadencia del oleaje nos arrastre sin percibirlo. El huracán irrumpe en el segundo track, Come on, come over, un soul ensordecedor cantado por el dúo Sam & Dave, antes de aplacarse en Continuum, una balada en la que el bajo despliega toda su ternura melódica. El ritmo vuelve a dispararse con Kuru/Speak like a child, un tema frenético que reafirma el virtuosismo de Hancock sobre el groove insaciable de Pastorius, y vuelve a calmarse en Portrait of Tracy, que es el momento más intimista no solo del álbum, sino de toda su carrera.

Detengámonos en ese retrato tres minutos, o un poco menos, que es lo que dura el track. Hay ahí una calidad sonora que es irrepetible y que define la esencia de Jaco Pastorius. Cuando lo escucho pienso en esos versos de Gonzalo Millán que dicen toda la inmortalidad que puedes desear está presente / aquí y ahora. La canción captura ese estado de presencia total, un aura que revela el secreto blindado de un genio refugiado en la penumbra. El tema comienza con un patrón descendiente que más bien es un tanteo: la caricia de quien toma un instrumento y lo prueba, un instante, antes de arrancarle una primera melodía. No es casual que el título tenga alusiones románticas. Hay una interpelación diferencial en Portrait of Tracy, una conversación que no se parece al diálogo que Jaco tiene con los demás músicos en el resto del disco y que implica, en todo caso, una suerte de confesión. Hay, en ese tema, un lenguaje oculto que el bajo eléctrico parecía esconder y que nadie, desde 1951, había develado hasta entonces. Y también hay, por último, cierto estado de serenidad que solo parecía reproducible, hasta entonces, en un instrumento acústico, como si Portrait of Tracy fuera la versión eléctrica de una partita de Bach para violín o un nocturno de Chopin para piano. No es casual que ese tema desnudo y perfecto, en el que solo se oye el Fender 1966 que el joven Jaco había comprado en Las Olas Boulevard, en el que solo se oyen las vibraciones de ese instrumento amplificadas por el Acoustic 360 que Jaco arrastró durante toda su carrera, no es casual, digo, que ese tema cierre el lado A del long play, en parte porque después de cierta belleza solo puede esperarse el silencio.

Jaco Pastorius terminó publicándose en agosto de 1976. Dice Marcus Miller que escuchó ese disco y solo ese disco durante un año y medio. Dice que de poner otro disco, lo hacía encima del debut de Jaco, pero que en ningún momento sacaba el vinilo de su bandeja. Es una buena imagen de lo que fue el puente entre la primera y segunda parte de la carrera de Pastorius. Del estoicismo a la fama: ese mismo año empezó a tocar con Weather Report y a recorrer los escenarios del mundo y lo que había sido una vida de abstinencia se transformó en una espiral de adicciones y descontrol. Tenía un trastorno bipolar galopante pero nunca dejó de tocar con un dominio descomunal. Revisando el tenor de su fraseo, su agudeza rítmica, los ostinatos y tresillos punzantes de esa grabación legendaria, pienso que hubiera dado lo mismo si tocaba el saxo o el mellotrón. Hasta el 2024 tiene 240 mil oyentes mensuales en Spotify. Si no son más es porque su vida resultó breve. Murió a los 35, como Charlie Parker, o como Wolfgang Amadeus, agonizando en el hospital de Fort Lauderdale tras una golpiza estrafalaria. Según Bill Milkowski, Pastorius pasó las horas finales rodeado de sus seres queridos. Su padre lo sostuvo en brazos y le susurró Watch what happens de Michel Legrand mientras lo desconectaban. Dejá que alguien empiece a creer en vos / dejá que alguien te de una mano / dejá que alguien te toque, y fijáte que pasa… El fallecimiento se certificó a las 21:15 horas del 21 de septiembre de 1987. La última en tocarlo, la última persona que sostuvo sus manos calientes –sus manos irrepetibles– fue Tracy.///JACO