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¿Quién quiere saberlo?

el niño perdido thomas wolfe


Por Nicolás Mavrakis

  

«¿Quién te crees que eres?» Christopher Hitchens solía decir que esa
es la pregunta que tarde o temprano le tocará oír a todo el que
se aparte de la opinión dominante, por lo que recomendaba
 responder con otra pregunta: «¿Quién quiere saberlo?»

 

I
Dos cuestiones sobre El niño perdido. Sobre el estilo y la forma es inútil añadir nada: el cambio de perspectivas, el cambio de registros, el cambio de tiempos, la gran versión americana de Contrapunto, de Aldous Huxley, le dieron a Thomas Wolfe una reputación sobre la que sería inútil volver. William Faulkner dijo que Wolfe había sido el mejor de su generación.

II
El niño perdido es sobre la pregunta por el origen. No sobre la muerte de un hermano —por supuesto, también es sobre eso— sino sobre el lugar de los vivos y la permanencia a este lado de la frontera de lo existente. Una pregunta alrededor de quienes deben seguir viviendo. Wolfe entiende que las respuestas, más estéticas o menos estéticas, más sensibles o menos sensibles, más reflexivas o menos reflexivas, no dejan tampoco de resultar, en última instancia, paliativas. El lenguaje —la hermana balbuceante de Wolfe recordando a Grover Wolfe— suele encontrar ahí sus propias fronteras de representación. Hay una serie de hechos y experiencias: hechos y experiencias demasiado individuales, demasiado privados, demasiado irreparables. Pero cuando se trata de literatura, sin embargo, los hechos y las experiencias son apenas un punto de partida. Evidentemente hay un libro, evidentemente ha habido una muerte, evidentemente las formas en que esos eventos se relacionan entre sí son —en el mejor sentido de la palabra— imaginarias.

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La literatura de Wolfe, la ficción de Wolfe, implica una imaginación de la que los muertos —los silenciados pero también los derrotados por el dolor— carecen. «Usted no sabe lo que es ser padre», dice el padre de Grover al hombre que le sacó las estampillas a su hijo. «Usted nunca ha sabido lo que siente un padre o nunca ha comprendido lo que siente un hijo… Por eso actúa así… Pero se hará justicia tarde o temprano. Dios lo ha maldecido, ha hecho de usted un hombre miserable, le ha dado esa cojera y le ha impedido tener hijos, miserable como es, se irá a la tumba y nadie lo recordará». La voz del padre, que dice en otras palabras, simplemente, y de una manera terminante: usted, además de no saber, es incapaz de imaginar. Y aquel que no imagina, aquel impotente ante la ficción, se convierte también, inevitablemente, en aquel incapaz de saber.

III
La gran soledad americana. La gran solipsismo del americano que surfea la pulsión geográfica y política —como en la lectura que Gilles Deleuze hizo de Bartleby— de la soledad individual. Un principio de orfandad que se proyecta más allá de la muerte y otra vez sobre los vivos. «Sabe que está perdido y náufrago en América, un país demasiado grande para ser un país. En esas ocasiones uno sabe también que no tiene hogar. Sabe que no puede hacerse con uno ni mantenerlo. En esas ocasiones un hombre sabe que ya no sirven ni la locura de la juventud ni la noche, y que ni siquiera la soledad ayuda… Y ese hombre ahora sabe que él mismo es apenas un átomo sin nombre, un átomo perdido en el vacío, una cifra irrisoria y llena de polvo que gira alrededor de un tiempo incontable, y que todos los sueños, la fortaleza, la pasión y la fe en la juventud han acabado por marchitarse». La dimensión metafísica durante el pasaje de anagnórisis del narrador ante la muerte de Grover no habla de lo inevitable del futuro. Habla del punto de partida. El niño perdido —¿Grover es el perdido o la muerte lo convirtió en el único al que todos saben para siempre dónde encontrar?— es una novela sobre el origen.

IV
Evidentemente hay un libro, evidentemente ha habido una muerte, evidentemente las formas en que esos eventos se relacionan entre sí son —en el mejor sentido de la palabra— imaginarias. Estas son nociones elementales sobre la naturaleza estética y sobre la función del dispositivo literario. También resultan las más pertinentes —las que más rápidamente emergen— ante una de las cuestiones más elementales de la experiencia humana: la muerte, el vacío, la herencia. La pregunta acerca de cómo continuar ///PACO