La pregunta sobre qué significa ser
artista es una trampa de tenor casi teológico cuyos mecanismos convierten cualquier respuesta en variaciones de lo que Agustín de Hipona decía sobre el tiempo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Por supuesto, los tiempos cambiaron y lo que se espera como respuesta a cualquier interrogante por el estilo también. Por esos 91 caracteres, digamos, hoy Agustín podría ser acusado de frívolo y duramente aleccionado sobre la naturaleza científica del tiempo por cualquier “tirapostas” en Twitter. Y, sin embargo, ¿qué es un artista? ¿Pueden los artistas saberlo? ¿O corresponde a los críticos de arte? Esa es una parte del proyecto que Sarah Thornton (Canadá, 1965) lleva adelante en 33 artistas en 3 actos (Edhasa, 2015), y que provee el impulso para un relevamiento etnográfico de la vida, las reflexiones y los mecanismo productivos de artistas internacionales como Jeff Koons, Ai Weiwei, Maurizio Cattelan, Damien Hirst, Marina Abramović y Yayoi Kusama. Pero como historiadora del arte especializada en sociología ‒y crítica de arte contemporáneo de The Economist‒, el registro de los artistas funciona también como una taxonomía ‒a veces poco amable, como cuando Thornton se burla del compendio con el que Koons se describe a sí mismo‒, y en ese punto 33 artistas en 3 actos funciona entonces como una lectura crítica de la conciencia de una elite global y de su intermediario material clave, el marchand d’art.

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El conocimiento del campo del arte posibilita a Thornton ese paso más allá de los soliloquios, las descripciones climáticas y el regodeo soporífero “en la experiencia directa” con los que la “crónica periodística” suele malograr casi todos sus temas.

Desde ahí, es el conocimiento del campo del arte y de las reglas de su mercado lo que posibilita a Thornton no tanto una descripción valorativa del arte ‒porque aún con el más diplomático tacto ella revela, por suerte, cuáles son sus preferencias personales y cuáles no‒, sino el análisis intelectual de sus agentes y sus mecanismos, algo que ubica al libro en un afortunado paso más allá de los soliloquios, las descripciones climáticas y el regodeo soporífero “en la experiencia directa” con los que la habitual “crónica periodística” suele malograr casi todos sus temas (algo sobre lo cual podría avanzarse y concluir que, en la medida en que se publiquen buenos ensayos, escritos por verdaderos conocedores de su tema, los periodistas van a tener que volver al periodismo y abandonar la mala literatura impresionista).

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¿Qué es un artista? ¿Pueden los artistas saberlo? ¿O corresponde a los críticos de arte?

Hábil para intercalar voces que sirven como plataforma teórica para ideas propias con otras que, por desinterés o estilo, se resisten a pensar en voz alta ‒dos extremos en los que la verborragia de Ai Weiwei contrasta las evasivas de Damien Hirst, mientras se mezclan las retóricas de asociación libre de Abramović y Kusama‒, Thornton recurre a académicos (además de artistas) como Martha Rosler cuando necesita poner ciertos puntos sobre las íes. “¿Qué es un artista? ¿Cómo diablos voy a saberlo? Alguien cuya sensibilidad se deja traslucir de tal manera en sus manifestaciones que el público reconoce el sentido y la composición”. Lo que ocurre y termina de dar sentido al motor de todo el libro, sin embargo, es que aún perfectamente sólida y erudita ‒y en 132 simples caracteres‒, Thornton sabe que en el medio millón de personas que vieron a Abramović en el MoMA durante su famosa performance El artista está presente, ni siquiera una respuesta perfecta por el estilo agota los límites, ni mucho menos los efectos sociales y culturales, e incluso los misterios de, para usar una palabra fuerte, tradicional y terminante, la creación artística//////PACO