Teatro


¿Puede la teología queer entender a Handel?

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Hace unos días el Teatro Colón estrenó Theodora, uno de los últimos oratorios de Georg Friedrich Handel. Para 1750, el año del estreno original, Handel, establecido hacía tiempo en Inglaterra, había comprendido que los asuntos de la ópera italiana no convocaban al público de la Royal Opera House y se había dedicado a componer oratorios recatados, generalmente religiosos, y casi siempre en lengua inglesa. La decisión fue acertada: amasó un éxito rotundo, legó obras memorables (entre las que se cuentan Messiah, Samson y Judas Maccabaeus) y deleitó al público con motivos pomposos. Tal es así que, como cuenta Jonathan Keates en Handel. The man and his music, el 18 de abril de 1751 Catherine Talbot formuló la siguiente apreciación: “Junto con el ululeo de los búhos, estos oratorios de Handel son ciertamente la más increíble música solemne que alguien pueda escuchar”.

Del libreto de Theodora se encargó Thomas Morell, un escritor con quien Handel había trabajado en otras ocasiones. Pese a las tensiones —“es difícil trabajar con alguien pedante y que no conoce bien la lengua inglesa”, sostuvo el escritor—, Handel y Morell terminaron el oratorio y lo estrenaron en Londres. La historia, ambientada en Antioquía, narra los últimos días de Theodora, una cristiana que en el siglo IV debe confrontar al estado romano después de conculcar sus leyes. Valens, el amenazante gobernador de turno, le explica que en el estado romano no se venera a Cristo, pero a Theodora el estado romano la trae sin cuidado: su integridad moral y religiosa están por encima de todo. Inflamado por su honestidad y su fe también está Dídimo, un soldado romano que se juega la vida para salvarla del castigo de la violación o la muerte. 

Sin embargo, para la mirada crítica de Alejandro Tantanian, el director escénico de la puesta en el Colón, el libreto de Morell resultaba insuficiente. “Nos parecía interesante friccionar esta historia de disidencias y minorías perseguidas con el pensamiento contemporáneo de Marcella Althaus-Reid”, dijo. Nacida en Argentina en 1952 y fallecida en Escocia en 2009, Althaus-Reid se dedicó a la teología queer, enseñó en la Universidad de Edimburgo y publicó algunos libros sobre el tema, como The Queer God y The Sexual Theologian: Essays on Sex, God and Politics. En una versión osada y novedosa, y con el propósito de propiciar nuevas reflexiones, la función de Theodora anexó al libreto a Mercedes Morán, que interpretó un personaje altivo encargado de deambular y recitar pasajes de la teóloga argentina, todos ellos seleccionados por Franco Torchia (quien fuera el conductor del programa Cupido y hasta hace unos años panelista de Intratables). Con todo, en el momento en el que los recitados de Morán taparon las arias de la soprano Yun Jung Choi (en el papel de la mártir cristiana), los que estábamos en el teatro empezamos a sospechar que el espíritu del oratorio concebido por Handel y Morell se había disuelto, y que la trifecta variopinta integrada por Tantanian, Morán y Torchia había creado una obra muy diferente. La Theodora de Handel no fue un succès d’estime. Parece que la Tantanian tampoco. Después de todo, tal vez tengan algún parecido.

Ahora bien, ¿en qué consistió verdaderamente la puesta de Theodora en el Colón? En algún momento del segundo acto escuchamos a Morán leer un pasaje donde se preguntaba si las mujeres que venden limones en Constitución no son víctimas del patriarcado que las obliga a usar corpiños. Evidentemente, fue el momento en el que la aventura teológica de Torchia llegó demasiado lejos. Parece cierto que alguien como Theodora haya usado corpiño en Antioquía, dado que se usaban bandas de tela alrededor del pecho en el Imperio Romano, y también resulta verosímil que las mujeres que venden limones en Constitución con el corpiño puesto ignoren absolutamente todo acerca de los oratorios de Handel. El efecto disparatado de estas verdades yuxtapuestas tal vez sirva para entender, de una vez por todas, lo que realmente sucedió con Theodora en el Colón. Una serie de artículos insípidos y adocenados explican que la puesta se trató de “una versión libre e irreverente”, capaz de “infundir nuevos sentidos y conexiones”. Por el contrario, de lo que se trató fue nada menos que de un malentendido.

A partir de esta constatación, lo que resta es interpretarlo. ¿Marcela Althaus-Reid es la reencarnación contemporánea de Theodora? ¿Theodora hubiera leído con fruición su teología queer? ¿Es Mercedes Morán la redentora de las limoneras que trabajan con los pezones demasiado ajustados? El siempre noble y funcional propósito de defender a las víctimas lleva a la obra, ya transfigurada, a una primera paradoja. Y es que en el libreto de Morell todos los personajes aparecen cuestionados. Valens, por ejemplo, es cuestionado por Dídimo. Dídimo, a su vez, es cuestionado por Theodora. Theodora vuelve sobre su accionar a partir de lo que le dice Irene, otra voz de la comunidad cristiana. En otros términos, Morell tensiona y complejiza la realidad, puesto que es sólo confrontando con la negatividad de los demás como podemos horadar los prejuicios que sostienen nuestra mirada del mundo. Por el contrario, la fricción del pensamiento que invoca Tantanian desaparece con el personaje de Morán, que nunca es cuestionado por nadie. Su vestuario sacerdotal y su autoridad afectada —a la que todos le muestran un respeto reverencial mientras monologa— nos recuerdan a un deux ex machina y es, en última instancia, una adición grotesca que pretende instalar axiomas donde no estaban. 

Ni que decir tiene que el dudoso calibre teológico de la obra de Althaus-Reid se despega por completo del tema de la obra de Handel. El gran asunto de Theodora no es la opresión de la mujer, sino el concepto cristiano de la muerte (y, consecuentemente, el concepto cristiano del tiempo). Morell era un académico formado; uno de sus interlocutores fue nada menos que el empirista inglés John Locke. Pastor de la Iglesia Anglicana, había reflexionado largamente en sus textos y sermones sobre la cuestión del tiempo y de la muerte, y hasta había traducido del latín las cartas donde Séneca discute el suicidio. En este sentido, la tercera parte de la obra nos da una pista significativa: cuando intuye que va a morir, el lenguaje de Theodora, ceñido al lirismo de Morell, entona en el aria “The Pilgrim’s Home” un elogio de la muerte: “La casa del peregrino, la salud del enfermo, el rescate del cautivo, la riqueza del pobre: éstos y miles de tesoros tiene la tierna muerte guardados para mí”.

Esta prolongación del tiempo, comentada largamente en las cartas paulinas y acerca de la cual Giorgio Agamben nota con lucidez en Il tempo che resta que implica “un tiempo dentro del tiempo, un tiempo ulterior”, es lo que caracteriza la fe de Theodora. “El tiempo que el tiempo tarda en terminar”, afirma Agamben, “el tiempo que necesitamos para llevar el tiempo a término”, es la nota distintiva de la percepción cristiana de la temporalidad. Es por eso que Theodora elige la condena cuando todavía tiene posibilidades de evitarla: porque para el cristiano la vida ya es en sí misma una especie de muerte y porque es sólo con la muerte como puede empezar la vida. Podemos suponer que Torchia, habituado menos a la discusión filosófica que a las polémicas con Viviana Canosa, pasó por alto este detalle, y que, cuando eligió como frase de apertura aquella afirmación de que “nuestros dioses son queer porque son los que queremos que sean”, pretendía inventar un simpático slogan para el Día de la Diversidad Sexual antes que “infundirle nuevos significados” al oratorio de Handel. Si Dios fuese lo que el autor de El libro de Cupido quiere que sea, no sería Dios. 

Entonces, ¿qué tipo de lectura podría conectar Theodora de Handel con la teología queer de Althaus-Reid? Concediendo que haya existido, sería esa lectura capaz de descubrir en la realidad relaciones que sólo tiene lugar en la imaginación. Dado que Dídimo debe enfrentar al emperador, ¿hubiera sido igualmente renovadora la puesta si Morán leía los pasajes de Hegel sobre la dialéctica del amo y del esclavo? En otros términos, la Theodora del Colón no es la lectura demandante de la crítica sino la lectura empobrecedora de los dogmáticos. Un repaso rápido de Indecent Theology confirma que si Morell y Handel estaban interesados en el tiempo y en la muerte, las preguntas más relevantes de la sedicente teología de Althaus-Reid son sobre si “acaso Dios no es una zona erógena, un punto G escondido en algún lugar”, o sobre si no sería propicio para las “las mujeres que adoran a la Virgen María atravesar una clitoridectomía espiritual”. No esperemos de Althaus-Reid una reflexión teológica en el espíritu de Dionisio Areopagita. Por el contrario, su periplo intelectual parece haber sido el pasatiempo perfecto para malgastar la beca en Edimburgo: “Escribir teología es como posar en una cabina de fotos. Cuando revelamos las imágenes, podemos vernos como tengamos ganas, como si fuésemos monos o piratas. Los hombres pueden parecerse a las mujeres jóvenes y las mujeres, a los hombres viejos”.  

El equívoco de Theodora en el Colón encontró su sentido último en el final de la obra. En la última escena, cuando Morán le dio un abrazo compasivo a Yun Jung Choi —que lo recibió con reticencia—, cuando la abrazó con condescendencia (y nosotros, como la soprano, dudamos sobre el sentido de ese gesto), pudimos entender la esencia del vanguardismo queer: transformar en víctima una heroína. Por eso, lo que representó Theodora en el Colón fue la serie de tensiones que se crispan cuando la apariencia enmascara la realidad: un libreto de Morell trastocado por un panelista de programas de chimentos, un libro de teología que en realidad es una crónica periodística for export, y una teóloga que posaba de revolucionaria cuando en realidad fue el más acabado ejemplo de hegemonía: otra académica homosexual hispanohablante escribiendo papers sobre perversión eclesiástica y crisis institucional latinoamericana en el Reino Unido. ¿No era mejor reivindicar a la Theodora de Handel? Ella, al menos, tenía algo sincero para decir. Desde luego, de lo que nadie duda es de la buena fe de nuestro tridente progresista. Jacques Lacan la puso en palabras hace tiempo: “La bondad no podría curar el mal que ella misma engendra”////PACO

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