¿Qué nos dice que Días perfectos se celebre como el retrato “armonioso” de Hirayama, un hombre “ciento por ciento analógico”, un eficiente limpiador de baños públicos que lleva voluntariamente “una vida metódica y espartana” y que, al repetir sin pausas sus rutinas de solitario, “revaloriza la empatía y el espíritu zen” para sumergirnos en un mundo donde “son escasas las palabras y hay un ojo atento a la belleza”? En principio, nos dice que estamos tratando con las perversas celebraciones de una falsa apacibilidad. Un intento biempensante e hipócrita destinado a borrar las contradicciones entre los procesos de producción y las fuerzas productivas del capitalismo.
De hecho, si pudiéramos desinfectar de su cinismo a estas monótonas ovaciones y pensar a qué apunta este elogio ciego a la supuesta “armonía” o “vida filosófica” de Hirayama, el obsesivo limpiador de inodoros inteligentes de las plazas de Tokio, llegaríamos a lo que, sin tanta santurronería, un crítico español en Twitter puso en estos términos para sintetizar la última película de Wim Wenders: “Un monje casto y modesto que limpia la mierda del capitalismo en silencio se convierte en el perfecto ejemplo de que se puede ser feliz consumiendo poco y amando a casi nada. De este modo, las privaciones se convierten en una bella imagen para el consumo global de hipocresía”.
Como casi siempre pasa con el atolondramiento de los críticos de cine, lo que ahí tenemos es el paso correcto, pero en la dirección equivocada. Tratemos de explicarlo con cuidado. En efecto, Hirayama se despierta cada madrugada de su vida con el suave sonido de la escoba que barre el camino cercano a su modesto departamento, dobla la “manta” en la que duerme, se viste con su uniforme de limpiador de The Tokyo Toilet, toma un café en lata, recorre en su vieja camioneta los baños que tiene que limpiar mientras escucha música de los años setenta y ochenta en cassettes, almuerza un sándwich mientras le saca fotos a un árbol, por la tarde se baña y se relaja en un sauna, cena en un restaurante de mala muerte, vuelve a su casa en bicicleta, lee algunas páginas de un libro, se duerme y vuelve a empezar. Pero que este ciclo convierta a Hirayama en alguien “simple” y “feliz” es algo que, en el mejor caso, solo trasuntan los gestos ambiguos de satisfacción en su cara (el actor, Koji Yakusho, trabaja magistralmente con eso y no mucho más), pero, sobre todo, es antes que nada un elemento estético bien dispuesto para captar las fantasías ideológicas de los propios espectadores.
Al fin y al cabo, ¿qué es lo que todas estas monotemáticas palabras de los críticos referidas a las supuestas virtudes de Hirayama subrayan? ¿Dónde se supone que se realiza la “armonía”, la “filosofía”, la “simplicidad”, lo “feliz”, lo “analógico” o la “empatía” que le asignan a su vida? ¿En lo que él realmente hace mientras lleva adelante la rutina de su existencia (su trabajo, su disciplina, sus placeres, sus consumos, su reserva y también sus extrañas manías, acerca de las cuales hablan fugazmente las fotos que revela y destruye cada semana), o más bien en aquello que él no hace pero nosotros sí hacemos al llevar adelante la rutina de nuestras propias existencias (vivir y dormir a través de distintas pantallas, consumir de maneras presenciales y remotas permanentes, exhibirnos de forma compulsiva a conocidos y extraños a cada instante, desfigurar nuestras voluntades y nuestras almas al ritmo predefinido por la lógica de explotación y acumulación del capital)?
Ya en este punto, podríamos deshacernos de una vez del énfasis innecesario alrededor del componente japonés de la película. Por supuesto, Días perfectos se filmó en Japón y con actores japoneses, pero al fin y al cabo Wenders es alemán, y los alemanes saben mejor que nadie lo que significa ceder a ciegas la totalidad de la existencia a “la esencia de la técnica”, como llamaba Martin Heidegger a lo que algún otro pensador alemán llamó también “plusvalía” (lo cual, por otro lado, une perfectamente a Días perfectos con La Zona de Interés, otro asunto que la mayoría de los críticos de cine tampoco podrían analizar jamás).
En tal caso, ¿por qué son días perfectos los de Días perfectos? No porque Hirayama parezca ser feliz sin aquello de lo cual está en perfectas condiciones de prescindir (y que enciende en los habituados al consumismo frenético cotidiano, como nosotros, la fantasía complaciente de que Hirayama es una especie de monje budista virtuoso que nos recuerda lo que “la verdadera vida” debería ser), sino porque parece ser feliz con aquello que efectivamente tiene: sus horarios, su café, sus elementos de limpieza, su trato con los habitantes circunstanciales de los espacios públicos donde friega los inodoros, sus libros, sus cassettes, su bicicleta, sus restaurante e incluso también su familia (su sobrina, su hermana) y su interés amoroso (la cantante y cocinera del “izakaya” donde Hirayama resulta ser, de repente, mucho más que un mero cliente y se nos devela algo de su sexualidad subterránea).
Como nota al margen, tal vez los argentinos, marcados por las turbulencias de nuestra fallida integración al gran mercado global, estemos en mejores condiciones que otros espectadores de Días perfectos para entender que no es ascetismo lo que no se experimenta como ascetismo sino como privación, pero también para entender que no todo lo que visto desde afuera se juzga sencillo carece de auténtica ambición y valor, incluso de cambio, como Días perfectos muestra cuando Hirayama es arrastrado a visitar a un comprador de cassettes que le ofrece varias cifras en dólares por ellos, lo cual destituye por un lado cualquier habitual fantasía “progre” sobre las supuestas bondades espirituales del vintage y, por otro, confirma que Hirayama no tiene con sus cassettes ninguna relación de “utilidad”.
En otras palabras, que este hombre que limpia mierda en los baños públicos no tenga un televisor conectado a Netflix en su casa, no viva pendiente de las redes sociales en su smartphone, no sepa qué es Spotify y que en los días de lluvia se mueva hasta el restaurante donde le gusta comer y mirar televisión en lugar de usar alguna app de delivery, no lo convierte necesariamente en alguien “espartano”, “analógico”, “feliz” ni “zen”, ni mucho menos “bueno” (Hirayama quizás no lo sea en absoluto, y por eso Días perfectos sugiere a través del encuentro rápido con su hermana que él podría estar purgando algún tipo de culpa terrible o pena que le impide hacer algo tan elemental y humano como visitar a su padre senil y moribundo). Pero, ¿en qué sí lo convierte? Todo eso sí lo convierte en alguien capaz de actuar porque quiere, en lugar de alguien que actúa por la cadena de razones que habitualmente nos fuerzan a actuar contra lo que queremos. Pero cuidado, porque Hirayama no se entrega a algún idealizado “principio de placer” que esquive por completo las miserias y las recompensas del mundo del trabajo ni de la concupiscencia humana, sino que se las arregla para atenerse (incluso en su estamento más bajo, si aceptamos que limpiar baños en Tokio es una tarea más triste, rutinaria y humillante que limpiar Bandejas de Entrada de Gmail en una oficina) a un estricto “principio de realidad” en el que el consumir y el desear avanzan sin pausa.
La diferencia crucial, el giro dialéctico que de verdad les duele (aunque no puedan identificarlo) a los que sólo nos presentan a Días perfectos como una reivindicación hipócrita de que se puede ser feliz consumiendo poco y amando a casi nada (o, en el lenguaje disciplinador de la corrección política, como “una conjunción estupenda de sencillez y profundidad”) es que Hirayama, a diferencia de muchos de nosotros, que avanzamos de manera lastimosa y precaria entre deseos artificiales y falsedades autoimpuestas, sabe lo que quiere y por eso actúa porque quiere///////////PACO