Música


Por el camino de Bolognini

A Ennio Bolognini le gustaba boxear. También era un excelente aviador militar. Su madre cantaba ópera y su padre, que era escritor, le enseñó las bases del instrumento. Ennio conjugó la constancia de esos santos oficios y sobresalió enseguida: Pau Casals llegó a decir que era el mejor cellista del mundo. Su padrino, Toscanini, pensaba lo mismo. Lo cierto es que el genio desplegaba en todo lo que hacía: desde muy temprano Ennio peleó, voló, remó, todo inmerso en la bohemia de una ciudad recién nacida.

Baldomero Fernández lo describe en su libro debut Las Iniciales del Misal (1915).El poema es paródico pero resume certeza al decir que “ni en su carne ni en su alma admite términos medios”. Naturalmente, la Buenos Aires de los veinte le quedó chica. Por eso cruzó a Chile y después emigró a Estados Unidos. Aunque de esas dos transiciones, la más excéntrica es la última, porque Ennio no fue a Nueva York a tocar, o a dirigir, o a ganar otra competencia internacional, sino a hacer de sparring de Luis Firpo. El episodio es notable y confirma esa pulsión secreta que vincula ciertos músicos con el boxeo. Ennio, como era de esperarse, eligió quedarse en el norte.

En este punto su historia parece normalizarse, en parte porque el cellista elige el destino común de los grandes intérpretes sudamericanos, que es el de vivir afuera. No fue el único Bolognini expatriado: sus hermanos recalaron en Houston y Baltimore. En total eran tres, todos cuerdistas excepcionales, lo que se dice tres músicos de ligas mayores. El más chico se llamaba Ástor y también amaba la velocidad. La pasión por los fierros lo llevó a congeniar con un mecánico aficionado, de apellido Piazzolla. El marplatense no dudó en tomar el nombre de Ástor Bolognini para bautizar a su primogénito. Tampoco dudó en seguir los pasos de Ennio: se instaló en la convulsionada Nueva York de los veinte e instó a su hijo a boxear y a tomar clases de bandoneón.

Desde ese comienzo extranjero, la vida del joven Piazzolla parece fundarse y después rebotar en la trayectoria de Bolognini. En Estados Unidos, Ennio hizo todo lo que podía hacer un cellista: encabezó dos de las mejores sinfónicas antes de volcarse de lleno a la dirección. Su temperamento, eso sí, excedía toda rutina espartana, y cuando lo echaron por última vez solo quedó fundar su propia orquesta, que no tuvo sede en Chicago, o en Filadelfia, sino en la vespertina Las Vegas. Casi al mismo tiempo, el joven Ástor hizo lo único que podía hacer un bandoneonista en Nueva York: estudiar Bach, sintonizar las nuevas emisoras de jazz e intimar, en la medida de lo posible, con el mismísimo Carlos Gardel.

La anécdota de ese último encuentro es providencial. Parece que el viejo Piazzolla no pasó por alto la presencia del Zorzal en los estudios subsidiarios de Paramount: era enero de 1935 y su hijo produjo una impresión única en la estrella. Gardel lo incluyó en la película y quiso hacerlo parte de su comitiva, pero Ástor era muy chico y su destino apenas se vislumbraba. De hecho, si marcáramos un punto medio en la cartografía que recorrieron, en sentido inverso, el consagrado Bolognini y el incipiente Piazzolla, daríamos con la pista del aeropuerto Olaya Herrera de Medellín. Ahí mismo, pasados unos meses de El día que me quieras, el Ford Trimotor que abordaron Gardel y Le Pera se estrelló en pleno despegue. De entre las llamas solo rescataron las páginas chamuscadas de sus pasaportes. En la sombra de esa imagen descomunal, relumbra el nombre de un Piazzolla ileso. Es el documento ausente: la página en blanco donde se escribe, tras la explosión, el inicio de una nueva trama.

Esa continuidad vira una vez más hacia Buenos Aires, a los escenarios que Piazzolla fue convirtiendo en su campo de batalla personal. Su proyecto fue medirse con Miles Davis y reescribir el fraseo de Gardel. A cada concierto de su vida subió como el Luis Firpo de 1923, reacomodándose cada vez que un revés inesperado lo sacaba del centro del espectáculo. Una tenacidad que estuvo latente desde el inicio, cuando su formación oscilaba de las orquestas típicas al ambiente solemne del Colón. En el coliseo porteño había brillado Ennio y el joven Ástor buscaba los sonidos que lo alejaran del clisé melancólico del 2 x 4. Su relación con el fuelle, sin embargo, era más fuerte que toda erudición musical. Para Troilo no pasó desapercibido y enseguida ocupó su derecha: eran comienzos de los cuarenta y el joven Ástor ya escribía y tocaba como una locomotora.

De esos primeros años surge El Desbande, un tema medio soso, casi bailable, que remata con una variación a toda escucha inesperada. El nombre de su pieza debut anticipa un destino nómade: la búsqueda eterna, la inquietud, la confrontación. En 1946, Piazzolla dejó a Troilo para encabezar su propia típica. Desde entonces, sus tangos –maravillosos, envalentonados- actualizan una ciudad que dejó de parecerse al museo arltiano habitado por la guardia vieja. En Sinfonía de Tango (1955) empieza a filtrarse el desenfreno de la megápolis y el trazo fino del académico formado en el exterior. Hay una doble genealogía a partir de ese disco inaugural: el de un estilo surgido con obreros abocados a la composición (como Agustín Bardi, ferroviario) y reformulado por concertistas de la estirpe de Bolognini (como Enrique Francini, violinista).

Con esa obsesión fundó Ástor su Octeto, en cuyo manifiesto aclaraba que “las partituras estarán escritas dentro del mayor perfeccionamiento musical”. Por supuesto, las primeras apariciones del grupo (cuya destreza comparó con la de ocho guerrilleros del ERP) desataron un temporal. Lejos de replegarse, Piazzolla se forjó en la polémica. Como reza otro verso temprano de Baldomero Fernández, a pesar de la lluvia, he salido a tomar un café. Los músicos tuvieron reacciones más drásticas: ante las críticas, se sabe que Bolognini amedrentó una orquesta entera sobrevolando un ensayo abierto desde su avión deportivo. Con igual compostura (realizando amenazas telefónicas a colegas y locutores de radio), Ástor convirtió su proyecto artístico en un verdadero programa revolucionario.

El primer contacto que tuve con su música fue en el viejo Tortoni conocido que describe el poema de Baldomero. Era el verano de 2010 y cada noche hacíamos dos sets para un salón repleto de turistas: la paga era pésima y el ambiente viciado. Entre cada show, los músicos fumábamos contra una persiana metálica que daba a la parte angosta de Rivadavia. En ese bastidor tercermundista daban cátedra los más experimentados. El bandoneonista, en particular, hablaba con devoción maradoniana: decía que lo más impresionante de Piazzolla no era su evolución compositiva, sino la interpretativa. En otras palabras, nos importaba menos la obra de Ástor que el registro de su performance extraordinaria. Hay un salto de calidad constante, decía el bandoneonista, que explota en el lado B de Concierto para quinteto (1970). La primera frase de ese set a capella revela una densidad única, como si el aire del fuelle fuera impulsado por una fuerza íntima, parecida a la electricidad.

Una sensación similar produce el único registro de Ennio, condensado en vinilo por International Records y titulado The magic sounds of Bolognini (1958). El caso es el mismo: la escritura como prolongación del instrumento, como si fuera el registro mágico de una improvisación calculada. En Los años del tiburón, el documental, Piazzolla deja este punto bien claro: “Componer solamente, no. A mí me gusta escribir y tocar lo que escribo”.

En esa máxima, Ástor se midió también con Miles Davis, otro académico que trasnochaba en los bares newyorkinos y practicaba boxeo en el sótano de su casa. Hay un recorrido común que nos lleva a abandonar las primeras formaciones de ambos músicos, atravesar la etapa de innovación y luego recaer en los grupos originales. Al Bitches Brew (1969) de Davis se antepuso el Conjunto Electrónico (1973) que formó Piazzolla en Italia. La realidad es que ambos vivían obsesionados con su técnica (con su sonido) y que, a diferencia de Bolognini (que contaba con tres siglos de repertorio clásico), debieron actualizar la música acorde a un virtuosismo inédito. El formato más logrado para ese empeño fue el quinteto, al que Ástor supo volver, renovando el escenario de En vivo en el Teatro Regina (1970) con la maravilla de The Central Park Concert (1987). Esa agrupación inmaculada le permitió, más que ninguna otra, la fusión de ambos mundos, es decir la música urbana ejecutada como un concierto de cámara.

Intuí esa múltiple comparativa mientras un amigo cellista me hablaba por primera vez de Bolognini. La asociación es simple: el músico brillante que parte al extranjero a contramano del que vuelve para emprender vuelo. Lo cierto es que, en los veintes, no había parangón con las Big Five que encabezaba la Chicago Symphony de Ennio, y que tampoco había bandoneonistas de la talla de Troilo pululando por las calles de Manhattan. Fueron decisiones lógicas, dijo mi amigo, por lo que se infiere que el camino inverso al de Ennio no fue precisamente el de Piazzolla, sino el de Luis Mario Pontino.

Como Ennio, también era un cellista excepcional al que Buenos Aires no le resultó chica, sino indiferente. Con la misma determinación dejó el Teatro Colón para instalarse en Mendoza, donde dio clases y formó la orquesta de la universidad. En ese edificio lo oyó de casualidad Pierre Fournier (cellista estrella) en una época en que las arcas cuyanas permitían la visita de grandes solistas internacionales. Fournier quedó pasmado con su sonido, al parecer, y cuestionó la presencia de Pontino en una ciudad tan remota. La respuesta del Maestro no lo sacó del asombro: le gustaba el horizonte andino, sus generosos viñedos, la tranquilidad de su gente, el aire soleado del interior. Desde su perspectiva, no existía ciudad más remota que la París de Fournier.

Wilhelm Backhaus fue la otra celebridad que reparó en el sonido espectacular de Luis Mario. El hallazgo surgió en medio de la interpretación del segundo concierto para piano de Brahms, en la que el cello juega un rol protagónico. Al parecer Backhaus quedó fascinado: felicitó al argentino y cuestionó el destino ignoto y marginal de las provincias. Pontino apenas contestaba con sonrisas y encogimiento de hombros: su templanza era sumamente introspectiva, una integridad similar a la que transmite Bolognini, en apariencia, en el único registro audiovisual que le conocemos hasta ahora.

El video en cuestión es antiquísimo y a Ennio se lo ve junto al pianista televisivo Valentino Liberace, quien lo presenta con evidente admiración. No interpretan el concierto n. 2 de Brahms, como Backhaus y Pontino, sino el de Franz Liszt. El resultado también es excepcional: desde la primera nota, el sonido de Bolagnini es limpio, cálido, de vibrato amplísimo (como era típico entonces) y sus dedos son sutiles, desarticulados, como si estuviera tañendo una brisa más que las cuerdas del instrumento.

Por momentos parece mentira que esas manos hayan ganado un título sudamericano de boxeo. Pero el Allegro Moderato de Liszt crece en intensidad y así crece la intensidad de Ennio: su porte es cinematográfico, la cabeza ladeada hacia la derecha, los ojos cerrados, como si estuviera atravesando un recuerdo. En varios de esos gestos puede verse al Piazzolla captado en Utrecht, en 1984, precisamente a comienzos de Milonga del Ángel, rodeado de su segundo quinteto. En cualquier caso, la calidad de esos registros revela dos caminos cifrados por un origen común. Al final, eso sí, los cellistas eligen el sol del oeste, la aridez de Nevada y Mendoza, mientras que los tangueros no pueden abandonar Buenos Aires y por eso la refundan, le asignan un ritmo, un tono, una voz.

Con esa ciudad a cuestas fueron recorriendo el mundo, filmando películas, llenando salas de concierto. Años más tarde, apoyado contra la persiana que daba a la madrugada de calle Rivadavia, el bandoneonista del Tortoni soñaría con recorrer las mismas salas y revivir no tanto esa música, sino la forma exquisita de tocarla. Es el anhelo secreto de cualquier músico, decía, encontrar ese toque, esa impronta, esa fuerza deportiva. Tocar sobre el cuadrilátero, como un boxeador en la penumbra. Tocar a lo Piazzolla, a lo Gardel, a lo Bolognini. Ser tan solitarios en la historia de la música, decía, como lo es el tango en la historia de la poesía.///PACO