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Líderes y seudo-líderes del mundo se fotografían en supermercados. Bien, nadie los culpa. Son ricos, poderosos, pueden hacer lo que quieran. ¿O vamos a celar ese espacio, les vamos a impedir por cuestiones morales que nos arrebaten también esas miserias exclusivas del día a día? Mejor preguntarse qué adquieren ellos cuando van de compras. Desde luego, no eligen vituallas, útiles escolares o fundas para los almohadones del comedor. Lo que compran, primero, es nuestra mirada, y luego la revenden. El precio a pagar es mezclarse un rato con el vulgo, bajar, entrar al juego de la impostura. Pero el beneficio que obtienen es de un valor considerable. Lo entendemos nosotros, lo entienden ellos y lo entienden incluso los que no lo entienden: los poderosos también son gente. ¿Y cómo lo sabemos? ¿Porque hacen las compras? El mensaje se abre paso: el tedio de elegir, el temor de olvidarse, las cuentas mentales para saber si llegamos con el dinero, o si hay fondos en la cuenta de débito, esa inevitable autorepresión ante lo caro; dicho en breve: el dulce oprobio de la rutina. En ese ámbito aséptico, uniforme, limpio, los políticos que van al supermercado a sacarse fotos nos dicen: “acá todo está bien, sabemos lo que se siente hacer esto, el mercado nos contiene a todos por igual.” Sin embargo, ese ánimo liberal y amistoso puede ser desenmascarado por cualquiera.

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No quiero desmerecer a los políticos que se toman el trabajo de ir a posar y se dejan fotografiar, perdiendo valioso tiempo en tratar de ser como nosotros. Al fin y al cabo, ellos también están presos de la mirada del otro y ponen en juego mucho más que el viandante anónimo. Pero me gustaría señalar lo obvio: ese escenario de luces quirúrgicas, repositores uniformados y grandes heladeras está muy lejos de ser un espacio transparente.

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Cuando les creemos a los políticos en situación de compras, no les creemos por la foto, por lo que transmite esa visita que seguro –¿qué duda cabe?– es ocasional. Les creemos por sus proyectos, por sus discursos, por sus decretos, por su gobierno o sus críticas al gobierno. Es más, arriesgo que los votamos y les brindamos nuestra adhesión a pesar de que alguna vez van y comparten con nosotros la refriega mental de los lácteos o la incómoda espera de que aparezca alguien para pesar la verdura.

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¿Los supermercados son lugares donde todos somos iguales? “Catedrales del consumo”, “templos del capitalismo”, “iglesias paganas de nuestra modernidad”, esas construcciones simpáticas y ocurrentes suavizan la verdad irrevocable de que en el supermercado actual todo tiene una segunda intención. La equidistancia entre productos y compradores se descompone rápido y ese efecto siempre hizo las delicias de los cientistas sociales. La leche está lejos del pan. La carne, al final del salón. Largas zonas de productos que no necesitamos se interponen entre nosotros y la satisfacción de nuestras necesidades básicas. Los más caros están a la altura de la vista. Los más baratos, bien abajo. Lo que quiere ser vendido antes, sobre la derecha (porque nuestro hábito occidental siempre tiende a la derecha). Abundan las trampas, entonces, y sobre todo las tentaciones. La mesa de Marx baila en cada oferta. La información más simple aparece distorsionada. Bajo la luz blanca que todo lo inunda, los productos coloridos están llenos, al mismo tiempo, de vida y de muerte, de dolor y de placer. Ahí no hay azar, no hay equidad, no hay amabilidad gratuita. Galpón desinfectado, máquina eficiente, la mercadotecnia hecha cosa, incluso cuando se equivoca, el supermercado sigue adelante.

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¿Cuál es, entonces, la política del supermercado? Nada se detiene entre las góndolas. Todo se mueve. Todo es dinámico. Por eso cuando vemos un charco en el suelo o un producto abierto y abandonado, nos sentimos mal, agredidos. Y aunque las empresas nos vendan incluso un poco de afecto, nadie habla de amor en un supermercado. No es necesario. De hecho, como en un matrimonio destinado a durar, nosotros pensamos que lo conocemos pero, en realidad, es el supermercado el que nos conoce a nosotros. Parafraseando a Nietzsche, cuando mirás mucho tiempo una góndola, la góndola también mira adentro tuyo. Y todos tenemos algo que decir sobre él porque el supermercado es nuestra experiencia sociológica definitiva, the ultimate laboratorio moderno, una burbuja libre de interferencias sentimentales o sexuales. ¿Solo un perverso puede llevar la política ahí? Y sin embargo, a veces hacemos más “política” eligiendo productos que mirando candidatos en la televisión. 

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Bien vista, creo que la serie de políticos en supermercados nos dice mucho más de lo que pensamos. Hay un blanqueamiento, una verdad que emerge al mismo tiempo que se procede al gesto demagógico. De hecho, en ninguna foto vemos a nuestro personaje político con dinero en la mano, pagando lo que compró. ¿Por qué? Porque el dinero es de mal gusto, infringe las normas de las buenas maneras y el pudor. ¿Tanto? Se me ocurre una película o un documental o una cámara oculta. Un sociólogo y un semiólogo recorren un supermercado. Oh, sí, ellos comprarían todo mal pero qué mejor lugar para desplegar comentarios inventivos y ocurrentes. Podrían incluso, pornografía mediante, pagar de verdad lo que compran y luego consumirlo.

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Pasamos mucho tiempo de nuestras vidas en el supermercado, escenario de nuestra neurosis, paisaje de nuestro destino, día de la marmota y venganza de los espíritus del capital. Caminamos empujando el carrito. Camina nuestra mente, en delicado equilibro entre la fantasía y la realidad. Y al final de toda esa larga línea de espera, sinécdoque de nuestra existencia, una cajera, delicada o primitiva, nos pregunta si pagamos en efectivo o con tarjeta y nos cobra con manos de sexo anal. Quizás el único placer masoquista vedado a los actores de la política//////PACO